DOMINGO XV DEL TIEMPO
ORDINARIO, ciclo c; DEUTERONOMIO 30,
10-14; SALMO 68;
SAN PABLO A LOS COLOSENSES 1,
15-20; SAN LUCAS 10,
25-37
En nuestra cultura actual se ensalza
mucho los valores de la solidaridad. Pero en una cultura laicista -donde se da
hostilidad o indiferencia contra la religión-, el cuidado de los pobres y
necesitados se remite a las instituciones públicas. Si yo me olvido de lo
trascendente, si yo me olvido de Dios esa persona que sufre no es mi hermano
sino un auténtico incordio. La lógica del sistema -en el que estamos
embarcados- lleva a defender por encima de todo el propio bienestar. Se habla
de sufrimiento, de pobreza y de miseria, pero cada cual tiene que tener
garantizado su propio bienestar, sus seguridades y sus cosas. Por eso no se
habla de renuncias, ni de sacrificios para favorecer el bien de los demás.
Sólo cuando asumamos las renuncias y
sacrificios por el bien de los demás empezaremos a descubrir el amor y la
auténtica solidaridad. Les voy a poner un ejemplo: El ayuno cristiano. San
Juan, en su primera carta nos dice: «Si
alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le
cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?»” (1 Jn 3,17).
Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano,
que se inclina y ayuda al hermano que sufre. Al
escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos
concretamente que nos importa el sufrimiento de ese hermano nuestro. Es decir,
yo me privo de algo para dárselo a esa persona que sufre o a esa institución
eclesial que se encarga de hacer llegar esa ayuda a los necesitados.
Ahora bien, para aceptar y desear el
propio sacrificio hay que verlo como un bien, y esto sólo es posible desde una perspectiva religiosa, en el que renunciar a algo por amor del
prójimo nos acerca a Dios y nos hace creer y crecer en el amor auténtico
que brota del corazón de Cristo. Supongan ustedes que hubiese un gran
interruptor -como los de la luz- que poniéndolo en la posición de OFF -de
desconectado- pudiésemos desentendernos tanto de Dios como de las indicaciones
de la Iglesia. ¿Qué es lo que tendríamos? ¿la caridad fraterna sería auténtica?
¿quedaría dañado las relaciones humanas?. Hermanos, si quitamos a Dios del
medio, si nos olvidamos de Dios la caridad se convierte en un mero
sentimentalismo. El amor se convierte en
un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. El amor se convierte
en presa de las emociones y de las diversas opiniones siendo todas igualmente
de válidas y valiosas. Moisés cuando habla al pueblo le dice: «Escucha la voz del Señor, tu Dios» y les
sigue exhortando con estas palabras «conviértete
al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma». Luego viene San
Pablo que escribe a los Colosenses recordándoles una cosa sumamente importante:
Todas las cosas -las del cielo y las de la tierra- se mantiene en Cristo. O
sea, que Cristo es el que da consistencia a todo. Es como si Cristo fuese las
paredes o pilares maestros de un edificio, de tal modo que si ellos fallasen
todo el edificio se convertiría en un montón de escombros. Por eso Jesús cuando
nos plantea la parábola del buen samaritano nos está haciendo una clara
invitación a que seamos portadores del auténtico amor, entendido como servicio
al prójimo, preocupándonos no sólo de la ayuda material, sino también del
sosiego y del cuidado del alma. ¿Se dan cuenta ustedes de la gran riqueza de la
que nos vemos privados tan pronto como quitamos a Dios de nuestras vidas?
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