Domingo VII del tiempo ordinario, ciclo b.
Mc. 2,1-12
Todo el Antiguo Testamento, los cristianos, lo leemos, lo interpretamos desde Cristo. Todo lo anunciado desde antiguo ha sido una preparación para acoger a Jesucristo. En el libro del profeta Isaías es el mismo Dios el que, de algún modo, nos está indicando con el dedo el regalo que otorgará al Nuevo Pueblo de Dios en el sacramento de la Reconciliación.
Dios quiere reunir a todos sus hijos en torno a Él, como la gallina reúne a sus polluelos debajo de sus alas. Por eso el mismo Dios nos dice que rompamos con nuestra vida vieja, que dejemos nuestra vida de pecado, que lo antiguo, lo de antaño sea quitado del medio de nuestra vida. Nos está diciendo el mismo Dios que está deseando hacerse hueco en medio de nosotros para saciarnos de su agua viva.
Es que resulta que todos estamos inmersos en la ‘lógica de lo importante’. Damos prioridad a nuestras cosas. Reconozco que hay cosas que en sí mismas son importantes, por ejemplo, pagar una hipoteca, pero también digo que nada nos ha de dificultar nuestra relación de amistad con Cristo. Y en esta ‘lógica de lo importante’ entra todo lo que hacemos durante las siete jornadas de la semana: El lunes hacer la compra, el martes llevar al hijo a las clases particulares, el miércoles a la reunión de la asociación, el jueves a hacer tal o cual cosa… y nos movemos en una sucesión de momentos, en cosas inmediatas, en la inmediatez. Uno puede vivir lo inmediato pero no puede permanecer en lo inmediato. Y uno no puede permanecer en lo inmediato porque uno necesita un sentido para seguir luchando y amando. Hace poco comentaban en un telediario que la primera tasa de mortandad entre la población joven ya no eran los accidentes de tráfico, sino el suicidio. Uno puede vivir en lo inmediato, pero no puede permanecer en lo inmediato.
Por eso Jesucristo se acerca al paralítico y le restituye la salud tanto corporal como espiritual. Nosotros también estamos paralíticos, no en el cuerpo, sino en el espíritu. Estamos paralíticos cuando nos acostumbramos a convivir con nuestro pecado. Estamos paralíticos cuando no alimentamos nuestra vida espiritual con el aliento de la Palabra de Dios, con el pan de la Eucaristía y cuando no sanamos nuestras heridas del alma con el bálsamo y el vino del sacramento del perdón. Estamos tan acostumbrados a vivir el momento, a hacer lo que nos corresponde en cada instante que nos olvidamos de lo más importante: nos olvidamos de Dios. Es preciso abandonar la ‘lógica de lo importante’ para abrazar la ‘lógica de Dios’. Y la ‘lógica de Dios’ pasa por el recogimiento ante su divina presencia, implica confesarse con frecuencia para sanar las heridas que se ocasionan en la convivencia o en trato diario, nos exige interiorizar la Palabra de Dios y participar con mucha frecuencia de la Eucaristía.
Del mismo modo que los cristianos leemos el Antiguo Testamento teniendo a Cristo en nuestra retina, también debemos de realizar nuestros quehaceres cotidianos siendo iluminados con la claridad del Resucitado. Si le dejas, Jesucristo te enriquecerá personalmente y te llenará de sentido la existencia.
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