viernes, 3 de febrero de 2012

Homilía del quinto domingo del tiempo ordinario,ciclo b

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b

Nos encontramos hoy a Jesucristo en medio de su labor cotidiana. Al levantarse, de madrugada, se va al descampado y allí se pone a orar. Una vez que se ha dispuesto a ofrecer su jornada a Dios Padre empieza el ajetreo diario. Llegan sus discípulos presentándole la agenda del día. Su agenda es anunciar la buena noticia del Reino curando a los enfermos y predicando para que aquellos que escuchan se conviertan y crean en Dios. Luego nos lo encontramos visitando a una enferma, preocupándose por su enfermedad y restituyéndola su salud. Un poco más tarde se dedica a expulsar demonios y a transmitir el amor misericordioso de Dios. Suponemos que el Señor encontraría tiempo para comer y al final de la jornada, va otra vez a mantener un diálogo sereno con Dios Padre y con Dios Espíritu Santo, o esa, termina el quehacer cotidiano tal y como lo empezó, rezando.

Los sacerdotes somos ‘otros Cristos’, porque en realidad, en palabras del apóstol San Pablo «No soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Es Cristo el que a través de los sacerdotes derrama en la humanidad todo el tesoro de bien que Él ha venido a traer a la tierra. Los sacerdotes somos como un pincel en manos del artista y el artista es Dios. Empezamos nuestro quehacer diario rezando a Dios para pedirle ayuda y su constante protección viviendo en todo momento en su presencia. Luego hacemos frente a nuestra particular agenda para anunciar a una persona cuyo nombre es Jesucristo, unas veces en la Eucaristía, otras veces en las catequesis, otras veces con nuestro comportamiento. Nos diferenciamos de Cristo porque Él no tuvo pecado, sin embargo nosotros sí y precisamos del sacramento de la reconciliación. Nosotros también curamos enfermos pero no en el cuerpo, sino en el espíritu. Liberamos de la fiebre que pueda sufrir el alma de los pecadores y una vez sanada el alma la gracia divina ayuda a encauzar la vida del penitente para dar amor cuando uno reciba ingratitudes y pueda ser un fiel soldado de Cristo. Predicamos la Palabra de Dios no para “calentar los bancos de las iglesias”, expresión usada por un compañero sacerdote, sino para incitar a seguir a Jesucristo introduciéndonos en un proceso de conversión. También los sacerdotes, siguiendo a Cristo, visitamos a los enfermos y les reconfortamos con la Sagrada Comunión y con el sacramento de la unción de los enfermos para consolar al alma que va a dejar este mundo para ir hacia la casa del Padre. No expulsamos demonios de una manera tan espectacular como lo hacía el Maestro, nosotros los expulsamos con la fuerza del Espíritu Santo en el sacramento del perdón, de la penitencia o de la reconciliación. Y por supuesto, lo más importante, celebrar la Eucaristía, porque se hace presente Aquel del cual estamos todo el rato anunciando.

Y el sacerdote es puesto por un sucesor de los Apóstoles para que sea pastor y guía de la comunidad encomendada. Anima a la comunidad cristiana en la fe y en la caridad. Tiene como cometido fortificarlas en Cristo, arraigar la vida de cada uno en Cristo.

Cristo sana los corazones destrozados y nos sostiene a todos y a cada uno de los presentes. Atravesamos épocas muy frías para la fe, sin embargo no temamos. Fijémonos en la naturaleza; en el gélido invierno los árboles parecen estar como muertos pero sus raíces bien adentradas en tierra aseguran que tan pronto como rebrote el calor primaveral las ramas se vistirán de hojas y flores hermosas.

Echemos raíces en Cristo que ya vendrá la primavera de la fe.

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