sábado, 31 de diciembre de 2011

Santa Madre de Dios, 1 de enero de 2012

SANTA MADRE DE DIOS, 1 DE ENERO DE 2012

Al comienzo de este nuevo año pedimos a Dios que nos bendiga. Hacemos nuestro esas palabras tan agradables de la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz». Nuestro deseo es que Dios nos bendiga, que el Altísimo hable bien de nosotros. Aún guardo en la memoria aquella sensación tan reconfortante de saber que alguien, al cual uno estima por la prudencia o por la autoridad reconocida en el saber, hable bien de uno. No creo que se trate de orgullo, sino de esa alegría que uno siente por tener la certeza de que se está avanzando por el camino correcto. Y esa alegría se multiplicaría hasta el infinito si se tratara de Dios.

La fuente y el principio de toda bendición es Dios; el sacerdote es sólo un mediador. El sacerdote al administrar los sacramentos está comunicando aquello que se le he dado: la bendición de Dios. Y junto a la bendición también le suplicamos que nos proteja, que nos guarde. Expresamos que queremos la protección de Dios, que nos acompañe, que nos defienda y que nos salve en las desgracias.

En esta plegaria tan esperanzadora lleva inserta otra súplica: «Haga brillar su rostro sobre ti». Un rostro brillante o radiante es expresión de bondad y benevolencia. Solicitamos de Dios una mirada amiga, que transmita ternura y confianza. Muchas veces cuando nos encontramos con personas por la calle, en los bares o donde sea, y nos acogen con su mirada nos sentimos con más ganas para afrontar la jornada. Lo que deseamos es que Dios nos mire con esa mirada amiga como respuesta a nuestro vivir en cristiano.

Y la oración final es «y te conceda la paz». La paz es el mejor deseo que condesa todo el bien que se puede desear a una persona. Cuando en la Santa Misa el sacerdote dice «daos fraternalmente la paz», no está hablando de la paz que “uno se puede sacar de la manga” como si uno fuera el que construye o elabora la paz. No somos magos que sacamos de la chistera el conejo o la paloma. La paz no la creamos nosotros, la paz nos la da Dios, nos la dona Dios, nos la entrega Dios. Es el mismo Dios el que nos desea la mayor de las felicidades eternas.

Hay una canción cuya letra es: «Tus manos son palomas de la paz». Pues no, mis manos no son palomas de la paz; sino que toda mi vida, mis pensamientos, mis deseos, mis palabras, mis acciones, todo lo que soy y tengo se han de asemejar al tendido eléctrico, a los cables de la luz. Es Dios mismo el que genera y enciende la corriente eléctrica de la paz. La paz de Dios llega a los demás a través de nosotros, como la bombilla se enciende gracias a que la electricidad es llevada hasta ella por medio del cableado.

Lo que sucede desgraciadamente y como consecuencia del pecado es que no deseamos que los demás o alguien sean felices. Hay personas que piensan: «yo no te deseo el mal, a mí no me queda más remedio que soportarte», pero no te deseo esa paz que lleva en sí condensada la alegría que viene de lo alto, es más, deseo que no la tengas. Y ustedes se pueden dar cuenta que esto es de cristianos. Que me has dicho una palabra que no me ha gustado… pues no te hablo. Que no me dejas hacer lo que yo quiero… pues te criticaré allá en donde me encuentre y con las personas con las que considero que me van a dar la razón. Hermanos, en la vida cristiana estamos muy verdes. ¿Cómo vamos a desear que Dios nos bendiga si no somos nosotros portadores de la bendición de Dios?

Tenemos 366 días para hacer, no muchos deberes, sino una única tarea: Hacer todo por amor a Dios. Dios nos ha adoptado como hijos, eso nos lo está recordando el Apóstol San Pablo en la segunda lectura; somos hijos de Dios y herederos de Dios.

Nuestra Santísima Madre, la Virgen María gozó siempre y en todo momento de la bendición de Dios. Ella a parte de Madre del Hijo de Dios fue también discípula predilecta del Padre. Al principio de este año, Señora, nos ponemos en tus manos, tal y como Tú te pusiste en las manos del Señor. Así sea.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Retiro en Arciprestazgos a partir de Mt 19,16-30

Retiro en Arciprestazgos a partir del texto bíblico Mt 19, 16-30

Proclamación del texto evangélico.

Aportación a partir del texto evangélico:

I. A modo de introducción al retiro…

«Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía inmaculada, san José mi padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí».

El verdadero progreso espiritual no es ascender, sino descender a nuestra propia verdad. El Señor nos espera en nuestra propia miseria. El abrazo de Dios se da en esta pobreza.

Por eso, los santos se han sentido grandes pecadores y no por falsa humildad. En este descenso el Señor nos lleva a reconocer tres aspectos muy a tener en cuenta:

1.- Reconocer nuestra propia verdad. Dios es Dios, y nosotros sus criaturas. Esta vida es un don de Dios.

2.- Reconocernos pecadores. El Señor va haciendo un camino con nosotros que nos lleva a aceptar tres cosas:

j Todo lo justificamos: Siempre hay algo que intenta ocultar el reconocimiento de mi propio pecado.

k Caer en la cuenta realmente de que somos pecadores, que tenemos “un corazón de piedra”, porque por el pecado, hemos sido heridos de muerte. Esto se manifiesta en la incapacidad de amar con un amor evangélico. Juzgamos, intentamos pagar con la misma moneda, nos cuesta perder la estima, caemos en la mentira, etc. Constatamos la experiencia propia en San Pablo: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí» (Rm 7,19-20).

l Reconocer, por tanto, que soy incapaz de curarme, de sanarme por mí mismo. Cuando me entrego con todas mis fuerzas a curarme, lo único que consigo es agotar el corazón. El simple esfuerzo humano para conseguir las cosas de Dios, cansan y no dan fruto. Sólo Dios es el que cura y sana la herida provocada por el pecado.

3.- Reconocer nuestra radical necesidad de Dios. Tomar conciencia de que Él es mi redentor. Aquí es cuando empiezo a entender mi radical necesidad de Dios. En el fondo estamos convencidos de que cuando uno avanza en la vida espiritual, se hace más independiente de Dios, no necesita tanto de su gracia. Es un grave error, pues cuando más nos acercamos a Dios, más necesitamos de Él.

II. Puntos a meditar…

Hermanos sacerdotes, nosotros hemos dejado todo para seguir a Jesucristo, y estamos alegres de esta opción porque el Señor es nuestro tesoro, y hacemos nuestro esos versículos del salmo 16:

«Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Digo al Señor: “Tú eres mi bien”.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;

mi suerte está en tu mano».

El Señor tiene entre sus manos nuestro destino y nosotros tenemos al Señor como propiedad-herencia personal. Esa relación, ese trato, esa intimidad, constituyen algo único. Podemos y de hecho gozamos de esa íntima relación con Dios. Tal y como San Pedro dijo al Señor que ellos lo habían dejado todo y le habían seguido, del mismo modo también nosotros le decimos a Jesucristo: «Somos propiedad tuya, Señor».

Este pasaje evangélico del joven rico nos está remitiendo al casto amor de Dios y de nuestro compromiso de renovar nuestro ser de Cristo. San Agustín nos habla del ‘casto amor de Dios’ al cual nosotros debemos de responder sin infidelidades. Su amor requiere de nosotros una respuesta fiel, con un corazón indiviso. Sólo así, con este corazón indiviso nos podemos entregar a esa tarea que la Iglesia nos ha encomendado.

EL JOVEN RICO ESTABA BUSCANDO SUS AMORES…

El joven rico estaba buscando sus amores. Aquí se planta unas cuestiones: ¿Qué amores vengo buscando?. ¿Cuáles fueron las esperanzas de ese joven rico?, ¿cuáles son mis esperanzas?, ¿cuáles son mis temores?, ¿cuáles son mis tristezas?, ¿cuáles son mis alegrías?. ¿Qué busco?, ¿mis esperanzas, mis temores, mis tristezas, mis alegrías?.

En estas pasiones naturales uno se va descubriendo a sí mismo y se va dando cuenta de lo que le importa, qué es lo que le mueve, qué es lo que te afecta en tu vida, qué es lo determinante para ti: esperanzas, temores, alegrías… La gran pregunta es ¿yo busco el amor de Dios, yo espero a Dios, yo temo únicamente apartarme de Él, solamente me da tristeza no ser santo y mi alegría es Él? o ¿tengo otras esperanzas o tengo otros temores arraigados en miedos y fracasos, tengo otras tristezas o tengo otras alegrías al margen de Dios?, ¿yo busco el amor de Dios o mendigo afectividades por ahí?. Por eso la primera pregunta es ¿qué disposición me encuentro ante Dios?

Para que se pueda tener todas las esperanzas, alegrías, tristezas y temores puestas en Dios es preciso amar y mortificarse; porque para amar hay que mortificarse y para mortificarse hay que amar. Para poder amar y hacer de Dios nuestra heredad hay que mortificarse. Hay que mortificarse de nuestras falsas alegrías, de los falsos temores, de nuestras falsas esperanzas…. Pero atención, para mortificarse hay que amar. Únicamente uno es capaz de negarse a sí mismo siempre que tenga un amor superior, de lo contrario no tienes ‘fuelle’, no tienes motivación para mortificarte en esas especiales afectividades. Es que resulta que el joven rico del pasaje evangélico tenía su corazón apegado a unas afectividades, al dinero y no había adquirido aún ese encuentro auténtico con Cristo que le inyecta, hasta el centro de su ser esa experiencia de ser amado. El joven rico ¿para qué se iba a mortificar sin previamente no había descubierto al Amor de los amores? Jesús le mira con cariño y le invita al seguimiento.

JESUCRISTO LE PLANTEA OTRA ‘HORA DE RUTA’…

Jesucristo le plantea otra ‘hoja de ruta’ diferente para su vida. Jesucristo le provoca a salir de su estrecho círculo de la preocupación por su propia vida para que descubra esa experiencia de morir para luego vivir en plenitud. Sus cosas particulares se convierten como cadenas amarradas al suelo que no le dejan ‘volar alto’ y no le permiten acercarse a lo auténticamente importante. El joven rico no llegó a descubrir que todo aquello que le ataba le estaba impidiendo descubrir otro valor aún mayor. Sus afectos desordenados eran sus particulares grilletes que no le dejaban ir a donde su corazón realmente anhelaba.

Jesús, a partir de este encuentro con el joven rico, desea seguir formando el corazón de sus discípulos a semejanza del suyo. Los quiere transformar por dentro. Es una labor ardua pero posible con la gracia de Dios. Les lleva a un camino de humildad, docilidad y bondad. Es su amor a nosotros lo que le mueve y le guía. Tiene paciencia, no se cansa del hombre pecador. Lo hace también enseñando la verdad y sabiendo corregir en el momento oportuno.

El Señor nos ha dejado constancia de que no elige a los que son capaces, sino que hace capaces a los que elige. Quiere santos, como Él es santo.

Jesús, ante la pregunta que le lanza el joven, «¿Qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna? », le remite directamente a Dios. La lección que Jesús desea proporcionar al joven es que lo verdaderamente importante no son las cosas que hacemos –lo que uno piensa, su opinión sobre que es bueno-, sino lo que Dios entiende que es bueno; y es evidente que lo mejor es amar a Dios con locura, sin limitarse a cubrir una hoja inmaculada de servicios. No se trata tanto de hacer cosas como de amar a Alguien. Hay que atreverse a una relación personal con Cristo. Lo que se pretende ver no es «algo» sino a Jesús. Las cosas se conocen examinándolas; a las personas sólo se las conoce arriesgándose a amarlas y, sobre todo, dejándose amar.

NO HAY ESCUELA DE PRÁCTICAS PARA EL AMOR…

No existe un tiempo para amar sin amar, para amar «a prueba»; de lo contrario sólo se podría dar la vida después de haberla vivido. No hay escuela de prácticas para el amor, ni seguro en el amor; se ama amando de verdad, desde el primer instante, o de lo contrario, nunca se amará. En el amor no hay simuladores como en el caso del aprendizaje de los pilotos de vuelo; como tampoco existe un curso de oración sin esfuerzo. Jesús, en esta primera parte de la escena, va a abrir los ojos al joven –que simplemente ha acudido a un maestro; aún no sabía Quien era el que tenía delante-, animándole al encuentro personal con Dios.

En la segunda parte Jesús le dice: «Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos» y el joven le pregunta «¿Cuáles?». Quizá piensa que la inquietud que le ha llevado hasta Jesús se debe a que, a pesar de que intenta cumplir todo lo necesario, se está olvidando de alguna cosa. El joven hace esa pregunta como quien pasa revista a una lista de obligaciones… Pero cuando el Señor le enumera los mandamientos que ya conoce, se da cuenta de que no hay fallos: «cumple todo» y, sin embargo, sigue inquieto. Así que pregunta de nuevo: «¿Qué me falta aún?». En el fondo, su enfoque está equivocado: todo el tiempo parece estar buscando la fórmula que le permita vivir su vida tranquila, con la seguridad de que está «en regla» con Dios. Pero tiene buena intención: ha llegado hasta allí obedeciendo a una inquietud sincera, aunque mal enfocada.

VIVIR ENTERAMENTE EN MANOS DE DIOS…

En la tercera parte, el Señor le pide que quite de su vida lo que le impide vivir enteramente en manos de Dios. Jesús quiere que el joven rico entienda que el sentido de todos esos mandamientos que ya cumple es hacer posible el primero: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas»; y el segundo, que es semejante a éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Por eso le responde: «Sólo una cosa te falta. Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y reparte el dinero a los pobres; así tendrás un tesoro en el Cielo. Luego, ven y sígueme».

Como el joven rico, estamos llenos de buenas intenciones, pero queriendo hacerlo todo a nuestro antojo. La pretensión de sorprender a Dios con nuestra santidad configurada a nuestro gusto equivale a reducir a Dios a un botiquín portátil, necesario sólo para casos imprevistos… Lo que le falta al joven rico no es conquistar la perfección que él proyecta –una irreprochabilidad que le permita quedarse «en paz»-, sino abandonarse en Dios, secundar el proyecto de Dios. Nos pide el Señor que seamos perfectos, ciertamente, pero como nuestro Padre Celestial es perfecto. La santidad pertenece sólo a Dios. La fe no es sólo constatar que Dios existe –eso también lo saben los diablos y no les aprovecha en nada, como dice el Apóstol Santiago, sólo les hace temblar-, sino que ha de llevarnos a buscar la comunión personal con Dios: a vivir, ya en la tierra, por Él, con Él y en Él.

Nosotros los sacerdotes seguimos el estilo de vida revelado por el Evangelio. El estilo de vida que Jesús ha instituido para nosotros los sacerdotes, constituye una novedad revelada por el Evangelio. Jesucristo nos ha pedido que le siguiésemos. Ahora bien, el Maestro no se ha limitado a reclamar una docilidad a su enseñanza ni una asiduidad al integrarse en su escuela; ha querido que sus discípulos se le unieran mediante la total donación de sí mismos. Ya Dios, en la Antigua Alianza, pidió a su pueblo que le siguiese: seguirle significaba reconocerle como Dios, responder a su amor soberano y gratuito como un amor fiel, y cumplir la divina voluntad. Por parte de Cristo, llamada «Sígueme» reclama una vinculación más absoluta todavía: no solamente la fe y el amor que le son debidos a Dios, sino renuncias que antes no se exigieron. Jesús pide que se abandone todo para seguirle. Pedro declara que viven este abandono: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27). La pertenencia de los discípulos al Maestro adopta una forma muy concreta de estado de vida, desconocida para la tradición judía.

Jesús mismo enumera, de modo impresionante, las renuncias a la que sus discípulos son invitados: «casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, campos» (Mc 10,29). Lucas completa la enumeración mencionando la mujer (Lc 18,29; 14,26), y esta mención se ve confirmada en el elogio del celibato voluntario (Mt 19,12). Se descubre en la enumeración una triple renuncia fundamental: renuncia a la familia y al matrimonio, renuncia a los bienes, renuncia a la profesión. Estas renuncias tocan las dimensiones esenciales de la existencia humana: el ser relacional del hombre que, mediante la familia y el matrimonio se inserta en el tejido de las relaciones sociales y contribuye al bien y al crecimiento natural de la sociedad; el tener del hombre que, poseyendo bienes, extiende su poder sobre el mundo y asegura su futuro material; el hacer del hombre que, mediante la actividad profesional, gana el sustento y colabora en el desarrollo del bienestar social. Por tanto, Cristo reivindica de la persona entera, con todas sus facultades, la posesión mediante su llamada.

Además, el diálogo de Jesús con Pedro y los demás discípulos muestra la conexión que existe entre el ministerio pastoral y el estado de vida que consiste en dejarlo todo para unirse a Cristo. A los doce que le siguieron, el Maestro promete el gobierno del nuevo Israel (Mt 19,28). Según el Evangelio de Lucas, concede a los Doce el poder supremo porque han permanecido con Él en medio de la prueba (Lc 28,28-30): se considera aquí que la total pertenencia implica la asociación al sacrificio redentor.

En la intención manifestada por Jesús, la atribución del poder de pastor está ligada, por lo tanto, a un abandono universal para seguirle. No existe sólo concomitancia de hecho, sino exigencia de un estado de vida para la misión.

Por otra parte, se constata que esta total renuncia no se limita a los Doce; Jesús ha llamado a ella, no solamente a los discípulos a los que confió la misión apostólica análoga a la de los Doce, sino también a un grupo de mujeres. Sabemos, en efecto, por el evangelio de Lucas, que cierto número de mujeres seguía a Jesús y servía a la comunidad de discípulos (Lc 8,2-3). El estado de vida que consiste en abandonarlo todo para seguir a Cristo no está, pues, reservado al ministerio sacerdotal; se extiende a todos los que son reclutados para un servicio completo al reino.

SELLADOS POR EL ESPÍRITU SANTO…

Los sacerdotes somos fruto de la acción sacramental del Espíritu Santo. El hombre es libre para contestar positiva o negativamente a la llamada divina, pero una vez dada una respuesta afirmativa, pasa a ser propiedad de Dios mediante un pacto que no puede ser roto.

Jesucristo ha querido que el ministerio pastoral resulte de una llamada que requiere un compromiso definitivo: Los Apóstoles fueron llamados sin límite de tiempo, para una actividad que había de absorber toda su existencia. Pero este compromiso no implica únicamente una entrega total del tiempo para el servicio del Reino de Dios, sino que también exige una total entrega en todos los puntos y aspectos de la existencia: Jesucristo invita a sus Apóstoles a abandonar todo para seguirle. Este gesto de abandonar todo para seguir a Jesucristo se traduce en la acción carismática del Espíritu Santo, que asume toda la persona del ordenado para dedicarla plenamente al ministerio. Es el Espíritu Santo el que acoge nuestra existencia como ofrenda agradable y nos habilita con su gracia, para anunciar a Jesucristo con valentía y fortaleza.

El Espíritu Santo, por medio de la ordenación sacerdotal, compromete total y definitivamente a la persona en el servicio de la Iglesia, e inscribe tal compromiso en el ser íntimo del ministerio ordenado.

El sacerdote, todos nosotros somos propiedad de Dios. Somos propiedad de Dios no solamente porque nos encontremos en ese movimiento que nos une más a Dios, sino también en el movimiento por el que Dios va hacia la humanidad para salvarla. Para Cristo «ser consagrado» y ser «enviado en el mundo» son dos aspectos del camino de la Encarnación y están indisolublemente unidos.

El decreto conciliar ‘Presbyterorum Ordinis’ cita la definición de sacerdote en la carta a los Hebreos, definición cuyas primeras palabras indican muy bien las dos facetas de la consagración sacerdotal: el sacerdote es «tomado de entre los hombres y constituido en favor de los hombres» (Hb 5,1). «Los presbíteros del Nuevo Testamento –precisa el decreto-, son en realidad segregados, en cierto modo, en el seno del Pueblo de Dios; pero no para estar separados ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los llama (Hch 13,2) » (PO 3).

DOCTRINA EQUILIBRADA…

El Concilio nos presenta también una doctrina equilibrada en la que los dos aspectos de la vocación sacerdotal se mantienen y están íntimamente unidos: ante todo la consagración o segregación que permite a los sacerdotes ser ministros de Cristo, y a continuación e inseparablemente, la entrega al servicio de los hombres.

Presbyterorum Ordinis, nº3 nos sigue ofreciendo gran claridad: «No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían tampoco servir a los hombres si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos. Su propio ministerio exige por título especial que no se configuren con este siglo (cf. Rm 12,2); pero requiere al mismo tiempo que vivan en este siglo entre los hombres y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas y trabajen para atraer a las que no son de este aprisco, para que también ellas oigan la voz de Cristo, y se forme un solo aprisco y un solo pastor (cf.Jn 10,14-16) » (PO 3). Fin de la cita.

El Concilio Vaticano II muestra una particular insistencia en el principio de encarnación: «los presbíteros viven con los demás hombres como con hermanos», tienen ante sí el ejemplo de Cristo «hecho en todo semejante a sus hermanos, excepto el pecado». Sin embargo el Concilio enuncia con fuerza el deber de la santidad personal en los presbíteros. Declara que los sacerdotes son llamados «por título especial» a la perfección porque «consagrados de manera nueva a Dios, por la recepción del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano» (PO 12). Bajo el pretexto de que se deben comprometer a fondo en el servicio de los hombres, los sacerdotes no podrán, por tanto, dispensarse del esfuerzo personal de santidad: «esfuércense por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el Pueblo de Dios» (PO 12). Por lo tanto, no hay que disociar santidad personal y acción apostólica: las dos son solidarias y se fortalecen mutuamente. El sacerdote sigue siendo el consagrado a Dios y el que, por esta consagración, se pone al servicio de la humanidad.

EL SEÑOR NOS ABRE EL CORAZÓN…

El Romano Pontífice, Benedicto XVI en la Carta Apostólica PORTA FIDEI, ‘La puerta de la fe’, cuando está esbozando los caminos para decidirnos y entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios nos ilustra con estas palabras: «El ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entres estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16,14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios». Y el Papa continúa diciéndonos: «Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con Él. Y este «estar con Él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree».

El joven rico del Evangelio había observado todos los mandamientos, pero se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. No se había planteado el decidirse «a estar con el Señor para vivir con Él». No tenía esa libertad madura y el don divino de la gracia. La misericordia en Dios ha de ser nuestro único apoyo. La misericordia divina es nuestra única seguridad, lo esperamos todo de Dios y no lo esperamos ni de los demás ni de ningún recurso personal. Esforzarse generosamente por hacer el bien ya que nuestra única motivación es hacer todo por amor a Dios; sólo vivir para Dios. Nuestro apoyo en Dios nos mantendrá protegidos y nos concederá una gran libertad interior para ponernos enteramente al servicio de Dios y de nuestros hermanos, con la alegría de corresponder con amor al amor.

LA TRISTEZA DEL JOVEN RICO…

El joven rico se fue triste porque tenía puesto su corazón en un lugar equivocado, en las riquezas. San Agustín explicaba que cuando se quiere llenar de miel un recipiente que contiene vinagre, hay que vaciarlo y limpiarlo bien, de lo contrario hasta la miel acaba sabiendo a vinagre. La tristeza del joven rico no procede de las palabras de Cristo, no es causada por la exigencia, sino por el recipiente donde la acoge: un corazón avinagrado. El Señor le estaba pidiendo algo y él no quería dárselo.

«Te doy gracias Dios mío por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación. Te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía inmaculada, san José, mi padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí».

sábado, 24 de diciembre de 2011

Navidad 2011

25 DE DICIEMBRE DE 2011

El mismo Señor que vino ya hace más de dos mil años, vendrá de nuevo con esplendor y gloria al final de los tiempos. En estos días los cristianos estamos recordando, pasando por el corazón, aquel acontecimiento gozoso que tuvo lugar en aquel pobre pesebre de Belén de Judá.

Hoy el Hijo del Altísimo nos ofrece una magnífica lección de humildad. Jesús, siendo Dios, ante el cual toda rodilla se dobla en el Cielo, en la Tierra y en el Abismo… renuncia a todo y se hace hombre por amor a ti y a mí. Esta lección de humildad nos resulta ‘chocante’, nos sorprende. Todos tenemos nuestro amor propio, nuestro orgullo y vanidad. Y es que resulta que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, nace precisamente a la afueras de un pueblo y tiene que ser recostado en un pesebre. Cristo nace precisamente en un rincón y en cambio a nosotros ¡cómo nos duele que nos arrinconen!, ¡y cómo nos gusta aparentar!.

El segundo testimonio ejemplar que nos ofrece el Niño Dios es la LECCIÓN DE LA POBREZA. Él siendo dueño de todo, escoger nacer en una cueva, en la más absoluta pobreza, para subrayar que la dignidad del ser humano no depende del origen de su cuna, sino de su filiación divina. ¡Cómo nos gusta tener! Pensamos equivocadamente que al tener más riquezas somos más que los demás. Nuestra confianza no tiene que estar apegada a los bienes temporales que tengamos; nuestra confianza sólo tiene que estar puesta en Cristo.

La tercera lección ofrecida por el Niño Dios es la de la OBEDIENCIA FILIAL. Se hace hombre para cumplir un designio de amor de Dios Padre. ¡Cómo nos cuesta a nosotros obedecer!. Preferimos afirmarnos siempre a nosotros mismos, reclamando nuestros derechos. Jesús Niño nos dice que el mayor derecho que tenemos es el de servir y obedecer a la Voluntad de Dios. Ella nos enriquece.

Y aunque podríamos entresacar una infinidad de enseñanzas termino con la cuarta: La LECCIÓN DE GENEROSIDAD. Se hace hombre para salvarnos. Se hace hombre para salvarnos. Se entrega sin reservarse nada. Lo único que quiere es nuestro amor.

El mismo que se hizo hombre y nació en pobre pesebre es el que comulgaremos dentro de unos instantes.

Termino haciendo dos súplicas al Niño Dios: que mis feligreses sean una ofrenda agradable y constante ante tu presencia soberana; y que a lo largo de todo el año todos los domingos sepan agradecerte y pedirte la ayuda que necesiten.

martes, 20 de diciembre de 2011

sábado, 17 de diciembre de 2011

Domingo cuarto del tiempo de adviento ciclo b

DOMINGO CUARTO DEL TIEMPO DE ADVIENTO, CICLO B

En el segundo libro de Samuel, o sea, en la primera lectura proclamada, nos va contando cómo Israel se va constituyendo como verdadero pueblo. Por primera vez en la historia las tribus israelitas se reúnen en torno a la ciudad de David, Jerusalén como la única capital y ciudad santa. Por primera vez forman una unidad política y religiosa, es decir, un pueblo.

El rey David se ha establecido en su palacio y goza de todas las comodidades. Los ciudadanos se han asentado en sus casas. Cada cual ‘se había sacado las castañas del fuego’, se habían arreglado y acomodado. Sin embargo se habían olvidado de lo más importante: El arca del Señor vivía en una tienda de campaña con piel de cabra. Algo parecido nos puede suceder a nosotros: realizamos los quehaceres cotidianos pero nos olvidamos de la presencia de Dios.

El caso es que Dios, a través del profeta Natán comenta al rey David que levante una casa para Dios: que construya un templo. Era preciso construir un lugar donde el pueblo judío pudiera adorar el nombre de Dios y ofrecerle un culto agradable.

Sin embargo las palabras del profeta Natán no se limitan a una simple construcción arquitectónica, sino que van mucho más allá. Le dice al rey David que el mismo Dios desea ‘levantarle’ una dinastía. ¿Por qué desea Dios ‘levantar’ una dinastía al rey David? La razón es la siguiente: A Dios no se le encuentra en un punto en el espacio o en un lugar concreto, sino que desea que se le encuentre en la descendencia davídica. Recordemos que Jesús de Nazaret, que el Hijo de Dios pertenece a la familia de David. El mismo arcángel San Gabriel, en la anunciación, dice a la Virgen Santa María lo siguiente: «el Señor Dios le dará el trono de David, su padre».

Podemos correr el riesgo de pensar como los paganos de aquella época. Nos encontramos en torno al año 1.010 antes de Jesucristo. Los paganos de aquella época creían que la presencia de Dios se circunscribía a un espacio limitado y concreto, poniendo en peligro la trascendencia divina que desborda todos los espacios. Dios desea mantener su presencia todopoderosa en todos y en cada uno de los aspectos de nuestra vida. Tanto es así que el Hijo de Dios se encarnó para conocer todo aquello que posteriormente debería de salvar, de redimir, de liberar.

Pero esto no queda aquí, sino que Dios da un paso más allá. Desea salvarnos no individualmente sino como ‘dinastía’, como ‘familia’. Todos nosotros somos ‘el pueblo de su propiedad’ y ‘ovejas de su rebaño’. Y este pueblo de su propiedad y estas ovejas de su rebaño somos constantemente ‘fortalecidos’ por Jesucristo, tal y como nos cuenta en Apóstol San Pablo cuando escribe a los de la comunidad de Roma.

Dicho con otras palabras: Dios en su eterna sabiduría guió a las tribus de Israel para constituirle como pueblo. Dios puso al frente de este pueblo al rey David y le ordenó construir un templo para que el nombre de Dios fuera adorado. Y ese templo nos indica que Dios desea, y de hecho así lo hará, ‘levantará’ y de hecho ‘levantó’ una dinastía al rey David. Ese Dios que no se puede contener bajo las cuatro paredes de un templo va más allá en la historia y nos indica, como si fuera con el dedo divino, que el Hijo de Dios nacerá precisamente de ese nuevo linaje, del linaje de David. Y que será el Hijo de Dios el que nos conduzca ante la presencia de Aquel que nos amó desde antes de toda la eternidad.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Homilía del tercer domingo de adviento, ciclo b

TERCER DOMINGO DE ADVIENTO, ciclo b

Los cristianos tenemos muchos motivos para estar alegres. La más importante es que, el Señor, está con nosotros. En los aledaños de la Navidad, sentimos que nuestras fuerzas son mayores que toda la problemática que nos rodea. ¿Estará el Señor de nuestra parte? ¿No se habrá desentendido de nosotros?

Interrogantes que, en este tercer domingo de adviento, merecen una respuesta: nuestra alegría no depende de sensaciones externas (más bien estas la condicionan) sino de una fuente misteriosa y a la vez cercana. Brota de Aquel que, Juan Bautista, señala con su dedo y que el mundo ignora porque, entre otras cosas pretender sustituirle, marginarle o erigirse como “dios” de nuestras conciencias. Es, Jesús, la fuente y la causa de nuestra alegría auténtica, sana y verdadera.

¿Acaso no es satisfacción pasajera la que da una fortuna, un premio, un record deportivo, el éxito o la fama? ¿No son estos, por el contrario, trampolines de decepciones o contrariedad? Hoy, muchas personas, no van buscando en nuestra tierra el prestigio o el dinero, aunque nos parezca imposible, cada vez buscan alguien que les ame, alguien que les devuelva la alegría de vivir.

Es aquí, en la alegría de vivir, donde los cristianos podemos intervenir en nuestra peculiar orquesta. Donde podemos ser, no protagonistas de esa alegría (pues lo es Jesús), pero sí canales por los que continuemos contagiando a nuestro mundo un poco de luz frente a espesos nubarrones, un poco de humor ante tantas caras largas o un poco de fe donde asoma y se cuece la incredulidad.

¿Y dónde conseguir la luz, el humor y la fe? Ni más ni menos que mirando a Cristo. Todo se lo debemos a Él y, muchos de los dramas que estamos padeciendo (a nivel social, cultural, familiar, personal, eclesial….) se deben a que, en muchos momentos, nos hemos apartado de esa fuente de alegría y de luz verdadera que es Jesús. ¿O acaso muchos de los problemas que nos encadenan no se han dado porque, nuestros ojos, han dejado de orientarse hacia la Verdad y los hemos dirigido egoístamente a nuestros grandes castillos construidos sobre pequeñas mentiras?

El niño, cuando ve a su madre, siente una indescriptible pero sonora alegría. El enamorado, cuando divisa a su amada, se siente el más feliz de los hombres. El sacerdote, cuando eleva el Cuerpo y la Sangre del Señor, es incapaz de expresar su emoción sacerdotal. Los ángeles, en la Noche de Navidad, armonizarán sus voces y sus instrumentos para proclamar que, Dios, se ha hecho humanidad.

¿Queremos recuperar la alegría? ¿Queremos que nuestros rostros vuelvan a brillar con gozo santo, auténtico y verdadero? Ya sabemos dónde está y donde tenemos la razón: ¡JESÚS NOS ESPERA! ¡JESÚS NOS LA PUEDE DAR! ¡Vayamos hacia la Navidad! ¡Jesús tiene alegría para todo el mundo! ¿La sabremos aceptar?

martes, 6 de diciembre de 2011

Retiro de Adviento: El misterio de Belén

RETIRO DE ADVIENTO: EL MISTERIO DE BELÉN

Proclamación del texto bíblico.

Meditación: Vamos a tener estos momentos de contemplación en torno a los misterios del nacimiento del Señor, los misterios de Belén. Y tenemos un rato para empaparnos de la presencia de ese Niño Dios que se nos da y se nos ofrece en la imagen eucarística.

Hay un hecho que ya sabemos. Sabemos que la fiesta de los cristianos por antonomasia no es la Navidad, sino que es la Pascua. Que en torno a la Pascua se configuró el calendario cristiano. Ya San Ignacio de Antioquia llama cristianos a aquellos que ya no observan el sábado ‘el sabat’ judío, sino que viven según el día del Señor, el domingo, el día de la resurrección de Jesucristo. Y fue Hipólito de Roma en el año 204 el primero que dejó caer la fecha del veinticinco de diciembre como fecha del nacimiento de Jesucristo fijándose en ciertos indicios. Sin embargo hasta el siglo cuarto no comenzó propiamente a celebrarse en Roma la fiesta de la Navidad. Sin embargo hasta la edad media, y especialmente el desarrollo máximo lo alcanzó con San Francisco de Asís, es cuando la Navidad alcanza toda la fuerza litúrgica que tiene entre nosotros. El primer biógrafo de San Francisco de Asís, Tomás de Celano es el que narra cómo de un corazón enamorado, como fue el de San Francisco de Asís, surgió la necesidad de explayarse en la celebración del nacimiento de Jesús. Se dice que San Francisco de Asís, cuando predicaba en la campiña de Rieti, Italia, le sorprendió el crudo invierno al humilde predicador que vestía con harapos. Se refugió en la ermita de Greccio. Era la Navidad de 1223. Mientras oraba rodeado de aquella paz del bosque y meditando la lectura del evangelista San Lucas, tuvo la inspiración de reproducir en vivo el misterio del nacimiento de Jesús en Belén. Construyó una casita de paja a modo de portal, puso un pesebre en su interior, trajo un buey y un asno de los campesinos del lugar e invitó a un pequeño grupo de ellos a reproducir la escena de la adoración de los pastores. La hermosa idea se propagó por toda Italia, luego a España y al resto de la Europa católica. En Nápoles, hacia finales del siglo XV, reprodujeron en figuras de barro a los actores del gran acontecimiento narrado por el evangelista San Lucas.

Dios, al hacerse niño se aproximó tanto a nosotros para que le pudiésemos tratar de tú a tú, para que le perdamos miedo a Dios; para que nos acerquemos con corazón de niño hacia Él. Solamente los que ‘se hacen como niños’, como San Francisco de Asís, han entendido este tuteo con Dios que se expresa en el misterio de Belén, en la representación del misterio de Belén. La representación del misterio fue algo providencial porque en él, en esa indefensión del amor de Dios, se nos manifiesta a Dios que viene sin armas, que no pretende asaltarnos desde fuera, sino conquistarnos desde dentro y transformarnos desde dentro. Dios ha elegido esta forma suya para vencer nuestra dureza de corazón y para entrar hasta el fondo de nosotros mismos.

Como les he comentado antes, en aquella ermita de Greccio, por indicación de San Francisco de Asís, se pusieron un buey y un asno. El caso es que tales animales no aparecen en los relatos evangélicos. Y el buey y el asno no son productos de la fantasía, se han convertido por la fe de la iglesia en la unidad de antiguo y del nuevo testamento como los acompañantes del acontecimiento navideño. El pasaje de Isaías 1,3 donde se dice concretamente «El buey reconoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no me conoce, mi pueblo no tiene entendimiento». San Francisco de Asís quiso poner ese buey y ese asno como imagen de esa historia de conocimiento y de desconocimiento de lo que allí está teniendo lugar. Los Santos Padres de la Iglesia vieron en estas palabras de Isaías 1,3 una profecía que apuntaba al nuevo Pueblo de Dios, a la Iglesia formada por paganos y por los procedentes del pueblo judío, tanto judíos como paganos que podían perfectamente estar desconociendo al revelado por Dios, al deseado de las naciones que ellos eran incapaces de percibirlo. Por eso en las representaciones medievales de la navidad ese buey y ese asno suelen tener rasgos que parecen humanos, tienen ojos y tienen expresiones casi humanas, porque están representando a la humanidad que no se percata de ese misterio que se está allí celebrando.

La aplicación de este principio es clara: Los que no le conocieron fueron los señores sabihondos, los entendidos en Biblia, aquellos que estaban con el corazón muy ocupado o como, en el caso de Herodes, tenían un afán de dominio, una ambición de mando y una manía persecutoria prepotente que les tenía cegados.

Sin embargo los que le conocieron fueron los pastores, los Magos de Oriente, María y José. El buey y la mula nos interrogan, ¿comprendes tú el misterio de Dios que está aquí presente?.

Dicho esto vamos a centrarnos en la figura de José. José quiere manifestar, por una parte, el hombre atento a Dios. Duerme José, pero a la vez está en disposición de oír la voz del ángel, en Mt 2,13 aparece un José que está durmiendo pero que tiene un dormir que está velando la voz de Dios que le habla. Parece desprenderse de la escena lo que el Cantar de los Cantares había proclamado. Dice el Cantar de los Cantares capítulo 5 versículo segundo «Yo dormía pero mi corazón estaba vigilante». En esta tienda abierta tenemos como una figuración del hombre cuyo corazón está lo suficientemente abierto como para recibir lo que el Dios vivo y su ángel le comunica. Y sin embargo la mayoría de las veces nos hayamos invadidos de inquietudes, agobios, expectativas, deseos de toda clase, tan apremiados por tantísimas cosas que hace que la voz de Dios no la oigamos. Por eso aquí, a San José especialmente le referimos como el hombre atento a la voz de Dios.

Es un hecho que con la llegada de la edad moderna los hombres hemos ido dominando cada vez el mundo, cada vez lo dominamos más y disponemos las cosas más a la medida de nuestros deseos. Pero sin embargo también estamos dominados por las propias cosas que nosotros mismos hemos creado. Hemos dominado la creación pero al mismo tiempo estamos dominados por las propias cosas que hemos transformado, en el fondo estamos viendo nuestra propia imagen y estamos incapacitados para oír la voz profunda que desde la Creación nos habla hoy también de la bondad y de la belleza de Dios.

Este José que duerme se haya pronto para oír lo que resuene desde dentro y de lo alto. Es el hombre que se une desde lo íntimo, con el recogimiento y también con la prontitud para la respuesta. José es el hombre que nos invita a retirarnos del bullicio de los sentidos, de una forma de vivir la vida desparramada, exteriorizada, perdida y dispersa y que quiere que nos recuperemos: que tengamos capacidad de recogimiento, que sepamos dirigir la mirada hacia lo interior y hacia lo alto para que Dios pueda tocarnos el alma y comunicarnos su Palabra.

El primer paso es contemplar la imagen de San José como un hombre que tiene que una especial capacidad de interioridad.

En segundo lugar otra reflexión: San José el hombre de la pronta respuesta. Lo tenéis en Mt 1,24, también en Mt 2,14. Mt 1,24 y 2,24 insiste también en esto; este José que está pronto para erguirse y como dice el Evangelio, cumplir la voluntad de Dios. «Aquí tienes a tu siervo, dispón de mí». Coincide su respuesta con la de Isaías en el instante de recibir el llamamiento «heme aquí, Señor, envíame», lo tenéis en Isaías 6,8 «Entonces oí la voz del Señor, que decía: “¿A quién enviaré?, ¿quién irá por nosotros”. Respondí: “Aquí estoy yo, envíame”», lo tenéis también en Primera Samuel capítulo 3:

«El joven Samuel servía al Señor en la presencia de Elí. La palabra del Señor era rara en aquellos días, y la visión no era frecuente.

Un día, Elí estaba acostado en su habitación. Sus ojos comenzaban a debilitarse y no podía ver.

La lámpara de Dios aún no se había apagado, y Samuel estaba acostado en el Templo del Señor, donde se encontraba el Arca de Dios.

El Señor llamó a Samuel, y él respondió: «Aquí estoy».

Samuel fue corriendo adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Pero Elí le dijo: «Yo no te llamé; vuelve a acostarte». Y él se fue a acostar.

El Señor llamó a Samuel una vez más. El se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Elí le respondió: «Yo no te llamé, hijo mío; vuelve a acostarte».

Samuel aún no conocía al Señor, y la palabra del Señor todavía no le había sido revelada.

El Señor llamó a Samuel por tercera vez. El se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Entonces Elí comprendió que era el Señor el que llamaba al joven,

y dijo a Samuel: «Ve a acostarte, y si alguien te llama, tú dirás: Habla, Señor, porque tu servidor escucha». Y Samuel fue a acostarse en su sitio.

Entonces vino el Señor, se detuvo, y llamó como las otras veces: «¡Samuel, Samuel!». El respondió: «Habla, porque tu servidor escucha». ».

José tiene esta disposición: «Heme aquí, envíame». Para entender esta respuesta pronta de José nos viene a la mente aquellas palabras que se le profetizan a Pedro: «Cuando seas viejo otro de ceñirá y te llevará a donde tú no quieras». José ha hecho de estas palabras la bandera de su vida, la regla de su vida, porque está preparado para dejarse conducir, aunque la dirección no sea él quien la lleva. José es el tipo de hombre que se deja conducir por Dios. José es la imagen del hombre dócil que es conducido por el Espíritu: A donde tú no sabes, a donde tu no quieres, a donde tú ahora mismo no te imaginas… Al igual que le sucediera a Moisés ante la zarza ardiente, también José se encuentra ante un misterio que a él le supera, del que le toca ser testigo y copartícipe de lo que está viviendo y se le pide que se descalce, ¡descálzate ante el misterio que se te presenta!,¡pero no te vayas, porque yo te quiero aquí!. A Moisés le dijo exactamente lo mismo; descálzate pero quédate. Estas pisando un lugar sagrado, quiero que te descalces, quiero que tomes conciencia de que es sagrado el lugar que pisas pero yo te necesito a ti. Y esto es una constante en la vida de José. José es conducido y es llevado a donde él no conoce y donde Dios le va indicando. Comienza prediciendo que el nacimiento del Mesías no podrá suceder en Nazaret, que tendrán que partir para Belén que es la ciudad de David. Después tiene que entender que va a sucede no como a él le hubiera gustado, ya que el nacimiento va a suceder entre los suyos y él va a sufrir la humillación de que los suyos no le acogieron. Y José también es partícipe de la humillación del Verbo Encarnado que no es recibido. José que toca, que llama, que golpea las puertas de sus conocidos, de sus familiares, de sus amigos y se encuentra que no es recibido y participa del rechazo que el Verbo Encarnado recibe de entre los suyos. Ya se va a puntando a la hora de la cruz porque el Señor nace a las afueras, en un establo, como a las afueras de la ciudad de Jerusalén morirá crucificado.

Luego más tarde viene una nueva comunicación: La salida de Egipto. José corre la suerte de los que no tienen casa y no tienen patria. Corre la misma suerte que los refugiados, los extranjeros, los desarraigados que buscan un lugar para instalarse con los suyos. Y tiene la experiencia de “otro te llevará donde tú no quieras”. Dios introduce a José en una pedagogía donde José va aprendiendo a no poseerse a sí mismo, a no poseer sus caminos, a no pretender ser dueño de sus destinos. Y más tarde sufrirá la dolorosa experiencia que nos cuenta Lucas 2,46, la dolorosa experiencia de los tres días en los que Jesús está perdido. Tres días que son como un presagio de lo que mediará entre la crucifixión y resurrección. Días en los que parece que el Señor ha desaparecido y José se siente vacío, se siente angustiado por esa ausencia.

Y ahora viene otra lección: vuelve a encontrar a Jesús en el Templo sentado rodeado de los doctores de la Ley, pero José le está educando siendo muy conciente que no puede poseer a Jesús, sino que tiene que ser custodia sin pretender poseer eso que está custodiando. Es impresionante la respuesta que Jesús da a sus padres «¿Por qué me buscabais?¿no sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? ». Y Jesús está recordando a José que está llamado a servir sin poseer ese misterio sin dominarlo. Dios te ha puesto aquí como testigo de este misterio y al mismo tiempo tú no lo posees, tú no lo dominas. José ha recibido el encargo de custodiar el misterio de la encarnación sin ser dueño de él.

Y otro aspecto también muy importante: Que José morirá sin haber visto empezar la misión de Jesús. Y esto es un aspecto muy relevante, el hecho de que José muriese antes que Jesús empezase su vida pública. El Señor le pidió a José lo de Moisés, el morir sin entrar en la Tierra Prometida o como Abrahán el morir sin haber visto cumplir plenamente la promesa.

La vida de José no ha sido la de aquel que pretende realizarse a si mismo. Nosotros muchas veces tenemos una dinámica muy egocéntrica que hemos hecho del objetivo de nuestra vida ‘el realizarme’. Ha sido el hombre que se niega a sí mismo, que se deja llevar a donde no quería o donde no pensaba, donde no sospechaba, y no ha hecho de su vida cosa propia, sino que ha hecho de su vida cosa que dar, cosa que dar a los demás.

No se ha guiado por un plan preestablecido suyo, un plan que él hubiese concebido, que hubiese decidido su voluntad, sino que ha hecho de su vida una respuesta a los deseos divinos. Ha renunciado a su voluntad para entregarse a la de Dios.

Estoy totalmente seguro que cuando Jesucristo nos enseñó a rezar el Padre Nuestro, vio también realizado ese pleno cumplimiento de «hágase tú voluntad» tanto en la figura de María como en la figura de José. Por eso San José nos ha enseñado con su renuncia y con su abandono que en cierto modo él estaba adelantando la imitación de Jesús crucificado, sus caminos de fidelidad que conducían a la resurrección y a la vida.

Ahora bien otro punto muy práctico: La autoridad paterna de José de Nazaret. Hay que decir que solamente Dios es padre en sentido estricto. Padre es el nombre propio de la primera persona de la Santísima Trinidad. Solamente Él es padre en sentido pleno y perfecto. También es cierto que aunque el Señor dijo que «no llaméis a nadie padre en la tierra, ya que solamente tenéis un Padre, el del Cielo», también sabemos que la Tradición no entendió eso literalmente como tampoco entendió literalmente aquello de «si tu ojo te hace caer, arráncatelo». Hay pasajes evangélicos que la Tradición los ha asumido pero no los ha entendido desde esa literalidad. De hecho hoy llamamos padre, llamamos maestro y llamamos consejero. De hecho en las órdenes religiosas se habla de consejeros, etc. Esto no es un incumplimiento del ideal evangélico, sino más bien hemos entendido en la Tradición de la Iglesia que toda paternidad humana es recibida y es un sacramento de la paternidad divina. El mismo San Pablo dijo que «de Él procede toda paternidad en los cielos y en la tierra» (Ef 3,15). San Pablo nos dice que es una paternidad que participa de la paternidad de Dios Padre. Toda paternidad humana está derivada de Él, lo mismo ocurre en toda maternidad. Una paternidad y maternidad especial fue la recibida por José y por María. La paternidad de San José de Nazaret que hizo las veces de padre suyo en la tierra y que ejerció, según dice la Tradición, como la sombra de Dios Padre junto a Él.

También los Apóstoles y aquellos que han recibido el ministerio apostólico fueron conscientes de haber recibido esa misión de Cristo enviado por el Padre y que eran depositarios de una paternidad espiritual. De hecho acordaros de ese pasaje de San Pablo a los de Corinto que les dice «que aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio». O sea, San Pablo se considera padre de esta comunidad de Corinto. Aquí dice “yo os he engendrado en Cristo” hay una paternidad recibida y San Pablo distingue entre ser pedagogo de ser padre, ya que son dos cosas distintas. Ser pedagogo es aquel que enseña cosillas, pone ejemplos. Pero no es lo mismo ser pedagogo que ser padre y él les ha engendrado en Cristo. Y también la administración de los sacramentos, de la administración del bautismo, el nuevo nacimiento por el sacramento del perdón todo esto implica una paternidad que nos engendra una vida nueva en Cristo. Por eso San Pablo reivindica ese ser padre.

Ahora también tiene que haber una reflexión sobre lo peculiar que es la paternidad de San José. La verdadera paternidad de José de Nazaret se fundamenta en el matrimonio con María. No es una paternidad directa; está fundamentada en el matrimonio con María. Para explicar esta paternidad tan humilde que entra, se podría decir, como de rebote. San Francisco de Sales a este respecto nos dice lo siguiente: «Si una paloma llevara en su pico un dátil y le dejara caer en un jardín, la palma que del dátil brotara pertenecía por derecho al dueño del jardín. Quien duda, pues que traído por la celestial paloma del Espíritu Santo el dátil divino al jardín del seno de María la palma real del hombre Dios nacida de esa celestial semilla es propiedad del dueño de ese jardín del patriarca San José». Eso dice San Francisco de Sales diciendo que a él le ha tocado ser padre de Jesús, pero no directamente, sino por virtud de ser esposo de María. Y por eso los Padres de la Iglesia no dudan en verle junto a Jesús como una especie de sacramento del Padre Eterno, o como la sombra de Dios Padre. De hecho hay una vida de San José que tiene ese título “La sombra de Dios Padre”. San José no llevó sólo el nombre de Padre de Cristo, sino que participó de todo lo que eso significa: consagrarse sin reservas, desgastar sus fuerzas, sus inquietudes, sus cuidados, poner todo su proyecto al servicio de Jesucristo, y hacer todo por el bien de su hijo. Es por lo tanto una paternidad humilde, una paternidad peculiar. Y es una paternidad salvífica. Dios entra como dueño en su santuario doméstico para inaugurar una economía superior, que no es la economía de la carne ni de la sangre. José es padre no por los vínculos de la carne y de la sangre; sino que José es padre por una paternidad espiritual. Su paternidad espiritual está en el plano de aquella pregunta que lanzó Jesucristo: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.» (Mt 12,47-48). El parentesco de la sangre no se constituye en un parentesco por el cual tengamos algún derecho en el Reino de Dios. Jesús entra a formar parte de una nueva familia que es la que tiene su origen en una iniciativa divina y no en los derechos de la carne ni de la sangre. Y esto también es algo que debe ser subrayado. Acordaos también de aquel otro texto en el que una mujer de entre la multitud dice a Jesús: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!» Pero él (Jesús) dijo: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan.» (Lucas 11,27-28). Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen, haciendo entender que el Señor tiene más parentesco con María por sus vínculos en el espíritu que por sus vínculos de carne. Y cuanto más decir de José, cuyos vínculos son totalmente vínculos espirituales al no existir vínculos carnales. La conclusión para que meditemos ante el misterio de Belén: Que la paternidad de José de Nazaret, que recoge en gran manera la paternidad de Abrahán que no se limita a los descendientes del hijo de la promesa, a Isaac, sino que tiende a todos los pueblos de la Tierra. Si esto ocurrió a Abrahán que es nuestro padre en la fe, pues cómo no le ha ocurrido a José que se extiende su paternidad a todos los pueblos de la Tierra. Así es la paternidad de José, no según la carne, sino según la fe y el espíritu. Y estamos llamados a sentir su paternidad y cuando veamos el Belén y meditemos el Belén y contemplemos al Niño Jesús cuidado por José y por María, también es importante que yo también me sienta cuidado por José y por María como sacramentos de Dios que han sido puestos por Dios para mi cuidado. Si Dios ha querido que el Verbo encarnado fuese cuidado por José y por María, también quiere que ellos sean verdaderos cuidadores y que tengan una verdadera paternidad y maternidad con cada uno de nosotros. El quiere, al igual que dijo al pie de la cruz “Hay tienes a tu madre”, también Jesús nos da a José como padre nuestro y quiere que a través de él recibamos los cuidados y la protección que Jesús recibió. Y si la providencia deseó que José fuera patrono de la Iglesia es preciso tener con José una relación filial más profunda de la que tenemos, y sentirnos custodiados por aquel que custodió al Verbo Encarnado.

Ahora mismo vamos a adorar al Señor en la custodia, ese instrumento litúrgico que expone a Cristo hacia los ojos de los hombres. Este instrumento litúrgico nos recuerda lo que fue la custodia de San José. Y esa advocación de custodio lo sigue teniendo con nosotros.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Segundo domingo tiempo de Adviento, ciclo b

SEGUNDO DOMINDO DEL TIEMPO DE ADVIENTO, ciclo b

El Apóstol San Pedro, en su segunda carta nos escribe lo siguiente: «Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan». Como cristianos que somos debemos de reconocer la primacía de la vida de Dios, la primacía de la gracia. Creer de verdad que Él es. Creernos auténticamente que Dios existe, que está aquí y que desea hacer una alianza de amor con cada uno. Es hacer de la fe el criterio de mi vida, la norma de mi conducta. Si alguien os preguntase quién es Jesucristo o qué es la Iglesia, seguro que la respuesta emanada de la mente sería la correcta, ya que muchos de ustedes tienen los conceptos claros y se acuerdan de las contestaciones del catecismo. Sin embargo si la pregunta variase y fuera, ¿quién es Jesucristo para ti?¿qué te aporta Jesucristo a tu vida cotidiana?, seguro que la contestación sería mucho más lenta. Les comentaba a las chicas de confirmación que los conceptos los podemos tener más o menos claros, pero la vivencia de Jesucristo la tenemos demasiado adormecida.

Ahora bien, la culpa de que esté adormecida nuestra experiencia de lo divino no procede de Dios, sino que los únicos culpables somos nosotros. Cuando acudimos a la consulta del médico nos dan una cita. Uno llega a esa cita y enseguida se percata que tiene que esperar mucho tiempo, ya sea porque van muy atrasados, ya sea porque algunos pacientes han requerido mayor tiempo por parte del doctor. Y nos toca esperar. Con Jesucristo pasa todo lo contrario: Es el Señor Jesús el que nos está esperando a que le hagamos una visita. Jesucristo, pacientemente, está aguardándonos en el Sagrario para podernos sanar el alma y rejuvenecer nuestra vida espiritual. Y es que resulta que para esta consulta de Jesucristo médico de los cuerpos y de las almas no hay cola para aguardar, pocos están para ser atendidos por el Señor.

Precisamente hoy Juan el Bautista grita a pleno pulmón lo siguiente: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». La fe nos ofrece al Señor, sin embargo tendemos a clasificar y a encajonar todo lo que esté relacionado con Jesucristo con la etiqueta de ‘Iglesia’ y lo empaquetamos como algo que no tiene que ver ni con la familia, ni con la escuela, ni con los medios de comunicación, ni con lo que ocurre en el pueblo, etc. Y claro está, este razonamiento está equivocado. Jesucristo es el centro de nuestra existencia. Del mismo modo que las placas solares se aprovechan de los beneficios del sol para generar energía, del mismo modo nosotros debemos aprovecharnos de la Eucaristía y de la Palabra de Dios para recargar nuestras vidas espirituales e ir descubriendo lo que Dios quiere de nosotros. De este modo, al dejar que Jesucristo entre en nuestra vida, iremos descubriendo cómo tenemos que ir reformando nuestra mentalidad para ser y vivir como cristianos plenamente. Mientras tanto, tal y como dice el Apóstol San Pedro, Dios está ejercitando la paciencia con nosotros para darnos tiempo para convertirnos y salvarnos.