SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD 2011
El amor de Dios es el que cambia y transforma, el que santifica cuanto ama. Y es de suponer que sólo una actitud de acercamiento y de amor al mundo -por parte de los creyentes- podrá salvarlo del pecado. Porque los que odian y desprecian al mundo sólo pueden contribuir a su destrucción y perversión. Sin embargo, el que ama al mundo es capaz, por amor, de reconstruirlo, de purificarlo, de santificarlo. Si un día nos decidiésemos a amar de verdad al mundo (a amarlo más que para apropiárnoslo o para explotarlo) es posible que descubriésemos como este mundo tan malo -tan enrarecido y empecatado, tan hostil y cubierto de injusticias- empezaba a ser mejor, a ser como Dios quiere. Si Dios ama al mundo, ¿por qué nosotros no?.
¿Y como se yo que Dios ama al mundo?. Lo sé porque, en primer lugar en el Evangelio de San Juan nos dice que «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Y no sólo eso, sino que Dios, perfectamente, podía haber salvado al mundo a base de fuego y castigos para forzarnos a cambiar de conducta, sin embargo Dios optó por el camino de la misericordia, del amor y de la paciencia. La Sagrada Escritura nos sigue diciendo, en el Evangelista San Juan: «Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él». Es decir, Jesucristo ha venido para ganarnos para Dios, para ‘tendernos la mano’, para conquistar nuestro corazón a base de dosis altas de amor para podernos conducir a la salvación.
Ahora bien, Dios nos envía a su único Hijo para que nosotros seamos salvados, sin embargo es preciso poner unas cuantas dosis de duro realismo. Y esas dosis ya las puso el mismo Moisés en el Antiguo Testamento cuando, en esa conversación personal con Dios, le dice que «es un pueblo de cerviz dura», que tan pronto se ilusionan con un proyecto como a las pocas horas se olvidan de todo; que son como la ‘gaseosa’ que al principio sale, con todas sus fuerzas, la espuma burbujeante y después se queda ‘toda fofa’, o como decimos en los pueblos ‘sin chicha ni limonada ’, sin fundamento ni consistencia. Sin embargo, a pesar de ‘poner las cartas sobre el tapete’ y de dejar bien en claro que el pueblo es inconstante, que se olvida fácilmente de los compromisos y que es muy terco a la hora de cambiar de conductas, pues a pesar de eso, el propio Moisés hace una súplica a Dios: «perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya». Moisés tenía una profunda experiencia de Dios y con la confianza y con el bagaje de esa experiencia de amistad con Dios se atreve a ‘poner la cara por’ el pueblo porque tiene firme seguridad que, tan pronto como sientan el amor misericordioso de Dios, ellos van a cambiar de vida y van a orientar sus corazones hacia el Señor. El pueblo está formado por muchas personas y cada persona ‘es un mundo’ distinto. Habrá personas que tengan el corazón más duro que un diamante, y otros cuyo corazón se derrita ante la presencia de Dios. Por eso el Espíritu Santo riega nuestra particular tierra reseca para que nos predispongamos a creer y a seguir a Jesucristo, el Hijo de Dios resucitado y presente ahora mismo entre nosotros. Así sea.
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