PENTECOSTÉS 2011
Siempre me ha llamado la atención esas series de televisión en la que llega el hombre o la mujer a su casa de trabajar, sobre todo suele ser el hombre, se apoltrona en el sofá y con su cerveza se queda embobado mirando la televisión, mientras que su esposa está en la cocina preparando la comida. Y como la repetición crea hábito, se llega a pensar que ese beso de bienvenida y de acogida que se deberían de dar el matrimonio… pues es algo superfluo e innecesario. Uno entra en su hogar, donde está su esposa e hijos, como si se tratase de un cliente de una cantina. ¿Ustedes no echan algo de menos?. ¿Qué tipo de mensajes nos están haciendo llegar estas series de televisión?. Las personas no solamente nos comunicamos con palabras; hay una comunicación no verbal. La comunicación no verbal es aquella que expresa nuestro cuerpo, nuestros gestos, nuestra mirada, nuestras actitudes. Hablamos a través de nuestra mirada tierna o dura; a través de nuestra actitud acogedora o cerrada; por nuestro gesto afectuoso o reservado, por todo nuestro comportamiento. Con el ejemplo que les he puesto con la serie de televisión y con el lenguaje no verbal del que llega a su casa, después de trabajar, y ni siquiera da un beso a la otra persona con la que comparte su vida, sino que únicamente hay ansiedad de sentarse en el sofá con una cerveza fresquita para ver la televisión, se pueden dar cuenta que la ternura y la comunicación de los mutuos sentimientos están demasiado fríos. En otro tiempo esa ternura y esa comunicación de sentimientos estaban ‘al rojo vivo’ pero el tiempo lo ha ido enfriando.
Algo parecido les pasó a Pedro y al resto de los Apóstoles. Cuando Jesús estaba con ellos todo parecía más fácil… aunque en el fondo no entendían prácticamente nada, pero el simple hecho de estar a su lado les causaba esa seguridad de saber que estaban haciendo algo muy acertado. No olvidemos que Jesús, como coloquialmente decimos, les ‘había tirado de las orejas’ porque sus Apóstoles seguían pensando con criterios del mundo en vez de ir adquiriendo y ejercitando los criterios de Dios. Recuerden cuando la madre de los Zebedeos le pide a Jesús que siente un hijo suyo a la derecha y el otro a la izquierda. O en ese otro pasaje evangélico cuando Pedro no desea que le lave los pies en el marco de la Última Cena… entre otros ejemplos.
Sin embargo, a Jesucristo le condenan a muerte y le crucifican. Muere. Le entierran. Baja a los infiernos y resucita en el tercer día. Y durante cuarenta días, Jesús se les fue apareciendo dándoles evidentes pruebas de que estaba vivo y hablándoles del Reino de Dios. Después, Jesús asciende a los cielos para enviarnos el don del Espíritu Santo. En el espacio comprendido entre su ascensión a los cielos y el envió del Espíritu Santo… las cosas se enfrían, tienen mucho miedo, y esas palabras de Jesucristo que ellos retenían en su corazón se van apagando poco a poco. Es verdad que María, la Madre de Jesús, estaba animándoles en todo momento y asegurándoles que su Hijo seguía entre ellos, sin embargo los Apóstoles no le sentían. Sus miradas, sus gestos, sus actitudes denotaban desencanto, monotonía, rutina… se podría asegurar que se sentían totalmente incapaces de anunciar a Jesucristo y que el miedo les paralizaba. Habían visto a Jesús resucitado pero como un candelabro de nuestros altares, no tenía cera líquida para seguir prendida la llama.
Ahora recordemos las palabras de Jesucristo: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16, 7)».
Jesús, que siempre cumple su palabra, nos envía el Espíritu Santo para refrescarnos y hacernos entender las palabras pronunciadas por Jesucristo. Para darnos ese impulso vital para entender y gozar de nuestra vida con y desde los criterios del Evangelio. Ya no importa la persecución, la difamación o que peligre nuestra vida por seguir al Señor, no importa porque todo esto que vemos pasará, pero nos aguarda la firme esperanza de estar a su lado en el Reino de los Cielos. Cuando uno recibe el Espíritu Santo hace que sane nuestro corazón enfermo, que riegue nuestra tierra en sequía y que infanda calor de vida en nuestro particular hielo. El corazón de los Apóstoles empezó a palpitar de gozo y ya lo único que les importaba era anunciar a Jesucristo y ser sus testigos hasta los confines del mundo.
Decir que uno es cristiano y no saltar de alegría por seguir a Cristo es incompatible, y hay algo que no funciona.
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