II DOMINGO DE PASCUA, 1 de mayo 2011
Hermanos, en la vida hemos tenido experiencias que nos han marcado, ya sean positivamente o negativamente. Sin embargo, ya sean positivas o negativas hemos entresacado algo que nos ayude a nuestro vivir.
Hoy nos encontramos en la primera lectura a una comunidad cristiana que cuida con esmero su vida de oración, que mima su vida de piedad. Nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que «los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones».
El Señor quiere a los cristianos corrientes metidos en la entraña de la sociedad, laboriosos en sus tareas, en un trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la noche. Jesús espera de nosotros que, además de mirarle y tratarle en los ratos dedicados expresamente a la oración, no nos olvidemos de Él mientras trabajamos, de la misma manera que no nos olvidamos de las personas que queremos ni de las cosas importantes de nuestra vida.
Jesucristo es lo más importante de nuestro día. Por eso, cada uno de nosotros debe ser «alma de oración», ya que Dios no nos abandona nunca. A todos aquellos que amamos les llevamos en nuestra mente y en nuestro corazón, de tal manera que cuando algo les sucede, ya sea una desgracia o una bendición, sufrimos y gozamos con ellos, aunque la distancia sea muy considerable.
Con frecuencia para tener presente a Jesús durante el día echamos manos de jaculatorias, de ‘comuniones espirituales’, de ‘miradas’ amorosas a Nuestra Santísima Madre, al rezo del Santo Rosario. A todos nos ocurre que cuando queremos acordarnos de algo durante el día ponemos los medios para que aquello no se nos olvide. Si ponemos el mismo interés en acordarnos del Señor, nuestro día se llenará de pequeños recordatorios, de pequeñas ideas que nos llevarán a tenerle presente.
El padre o la madre de familia lleva en el coche una fotografía de la familia para acordarse de ella mientras viaja. ¿Cómo no vamos a llevar una imagen de Nuestra Señora en la cartera o en el bolso, para que al mirarla le digamos: ¡Madre!, ¡Madre día!. ¿Por qué nos tener muy a mano un crucifijo que nos ayude a ofrecer nuestro estudio o el trabajo cuando se haga más costoso?.
El encuentro con Cristo resucitado es una experiencia que nos marca positivamente. Del tal manera que aunque muchos de sus hijos se dejen atrapar por los ajetreos diarios y por lo material, cuando el sufrimiento se hace presentes en sus vidas, ellos tienden a volver hacia Jesucristo, conscientes de que le han fallado pero seguros de ser acogidos, de nuevo, por Él en su Iglesia.
San Juan María Vianney, que era un hombre enamorado de Dios decía esta oración: «Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente… Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro».
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