jueves, 14 de abril de 2011

El sacramento de la Penitencia y de la Conversión

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA CONVERSIÓN



ORACIÓN ANTE EL SANTÍSIMO: «Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, san José mi padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí».



Hoy nos adentramos en uno de los sacramentos de la curación. Los siete sacramentos se agrupan por familias. Los primeros son los sacramentos de la INICIACIÓN CRISTIANA que son: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Luego están los sacramentos de LA CURACIÓN, que son dos: El sacramento de la Penitencia y el de la Unción de los Enfermos. Y luego están los sacramentos que les podíamos llamar ‘del estado de vida’ o sacramentos AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD: El sacramento del Matrimonio y el del Orden Sacerdotal. Se pueden dar cuenta como se han agrupado los siete sacramentos como en estas tres familias. Primero es la iniciación en la vida cristiana, luego es la sanación en la mediada en que esa iniciación, esa vida nueva ha sido herida. Y finalmente hemos nacido a esa nueva vida de los Hijos de Dios y hemos sido sanados no para ‘mirarnos al espejo’ sino para ponernos al servicio de los demás, ya que Dios nos da una vocación de servicio.



El punto 1422 del Catecismo de la Iglesia Católica dice así:


«Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones (LG 11) ».



Emplea una expresión llena de belleza: los que se acercan a la penitencia OBTIENEN de la misericordia de Dios. Ese ‘obtener de la misericordia de Dios’ nos recuerda a aquel pasaje bíblico ‘del buen ladrón’, el cual obtuvo de Cristo el perdón en aquel momento. Esa expresión ‘obtener de’ no quiere decir como si yo arrancase algo a Dios por iniciativa mía, por iniciativa propia, como si a base de pedirle el perdón él me lo hubiera dado. Sin embargo como San Agustín dice bien en ese pasaje del ‘buen ladrón’, Jesús estaba deseando dar ese perdón. El ‘buen ladrón’ ha conseguido el mejor botín de todos los robos que él haya podido dar durante su vida, el de obtener de Dios el perdón, aunque en realidad era Dios el que estaba deseando darle a él el perdón.


Es hermoso ver cómo en el sacramento de la penitencia, el Señor comparte con el hombre esa iniciativa de búsqueda. Parece como que Dios desea que el hombre desee buscar y rogar por la misericordia, aunque en realidad es Dios el que estaba deseando darla, pero Dios desea que nosotros seamos sujetos activos de la salvación.


Cuando se dice que los que se acercan a este sacramento obtienen el perdón de Dios y de la Iglesia. Con esto estamos cayendo en la cuenta cómo el pecado ha cometido una doble ofensa: la ofensa a Dios y la ofensa a la Iglesia. Parece que hoy por hoy la dimensión que más se subraya es el pecado en su dimensión horizontal: esa famosa frase del ‘ni robo ni mato’, y parece que para que el pecado exista tiene que haber un signo sensible y contundente de que ‘yo le hago daño a los demás’, y claro, así casi se olvida la dimensión vertical del pecado de que ‘el pecado ofende el corazón de Dios’. Pero lo cierto es que el pecado, al mismo tiempo, tiene las dos dimensiones: El pecado ofende a Dios y al mismo tiempo también es una ofensa con la Iglesia. Por tanto en el perdón ha de ser una reconciliación con Dios y también con la Iglesia. Nuestros actos tienen siempre una doble dimensión. Por ejemplo, es imposible ofender a mi hermano sin estar el mismo tiempo ofendiendo a Dios, porque Dios es su padre. Hemos visto muchas veces cómo un padre cuando su niño ha sido maltratado en la calle, cuando ha sido ofendido, el padre enseguida pide explicaciones de cómo se ha tratado a su hijo. Es imposible ofender al hijo sin ofender a su padre al mismo tiempo. Y por lo tanto el pecado contra Dios y el pecado contra el prójimo, contra la Iglesia va todo unido en el mismo paquete. Nuestro pecado ofende a Dios y nuestro pecado ofende a la Iglesia. Por eso el sacramento de la penitencia nos reconcilia en esa dimensión vertical y también en esa dimensión horizontal que es la Iglesia.


Y también se dice que esa Iglesia a la que hemos ofendido, nuestra madre la Iglesia, nos mueve a la conversión. La Iglesia está llamada a mover nuestros corazones a la conversión y lo hace de tres formas: con su amor, su ejemplo y sus oraciones.


La Iglesia nos llama a la conversión con el amor porque ella sufre con nuestros pecados. Una madre no puede quedar indiferente ante lo que tú hagas. Si tú vas por el mal camino tu madre sufre y tu madre no puede dejar de sufrir. Es como aquel hijo que llega a unas horas tardísimas a casa y le dice su hijo: “¡mamá tú no te preocupes por mí, tú duerme tranquila!, ¡a ti que más te dará!, ¿por qué estas en vela aquí sin dormir porque son las seis de la madrugada y que yo no haya vuelto?”. Eso no se puede decir a tu madre porque es como decirle una tontería, la estás diciendo algo que es imposible que tu madre deje de hacer. Tu madre no puede dejar de sufrir. Por lo tanto la primera forma en que la Iglesia, nuestra madre, nos mueve a la conversión es por su amor, porque el amor sufre por la persona amada. Y la Iglesia está llamada a estar especialmente cerca del pecador que está alejado. Por eso la Iglesia nos pide que tengamos una disposición especial hacia aquel que está lejano. Esto puede crear que se tengan celos, que nos centremos tanto en los alejados, tal y como sucedió con el hijo mayor de la parábola del ‘hijo pródigo’, que el mayor tenía celos de que su padre estuviera tan atento del hermano menor. El amor de la Iglesia tiene que prodigarse y preocuparse del que está lejano sin que por eso se tenga celos.


La Iglesia también nos llama a la conversión con SU EJEMPLO. La Iglesia pone en ‘su escaparate’ pone a todos los santos, expone el testimonio de los santos, su ejemplo que nos mueva a la conversión, que nos mueva a una entrega de vida. La Iglesia canoniza y propone como modelo de vida para la imitación a sus mejores hijos. Las personas que pasarán a la historia de la Iglesia serán lo santos que son puestos como modelo. Les voy a poner una comparación: Hace unos días me decía un amigo, amante de la música que hoy en día nos fijamos mucho, tiene mucho renombre un cantante de ópera determinado y nos quedamos con los nombres de los que interpretan determinadas obras. Sin embargo cuando pasen unos años, unos cien, nadie se acordará de los tenores de hoy por hoy, como ahora no nos acordamos de los tenores del pasado. Ahora bien, lo que sí nos acordamos eran de las obras que interpretaban. Es decir, lo que queda para la posteridad es la partitura musical, la obra musical que se estaba interpretando, el quien lo ha interpretado se olvida muy fácilmente y rápidamente. Lo que quedará para la historia no es quien lo interpretaba, sino las obras que han sido interpretadas. Esto mismo ocurre en el seno de la Iglesia: lo que va a pasar a la posteridad es el nombre de los santos, los nombres de aquellos que han hecho vida la doctrina que predicamos. El nombre de los predicadores se va a olvidar totalmente. Del mismo modo que el pecado caduca, también caduca el nombre de los hombres que no han sido santos. La Iglesia pues nos mueve a la conversión con su ejemplo, es la imagen de los santos, es el testimonio de los santos el que nos mueve a la conversión.


Y por último la Iglesia también nos llama a la conversión con SUS ORACIONES. La Iglesia no deja de pedir, con sus oraciones, e intercediendo por sus hijos, especialmente por los más lejanos. La Iglesia no puede dejar de pedir, es su quehacer principal: Tener esa alma intercesora por cada uno de sus hijos.



El punto 1423 del Catecismo de Nuestra Madre la Iglesia nos habla de los nombres de este sacramento y se describe los matices con que ha sido designado este sacramento: Sacramento de la Conversión, Sacramento de la Penitencia, Sacramento de la Confesión, Sacramento del Perdón, Sacramento de la Reconciliación. Este es uno de los sacramentos que ha recibido más nombres, todos ellos se complementan, se iluminan. Con estos cinco nombres se están como fotografiando aspectos concretos de este sacramento que se complementan.


Se denomina sacramento de la conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la ‘vuelta al Padre’ del que el hombre se había alejado por el pecado. Es una realización a una llamada de Cristo: “¡Convertíos!, ¡está cerca el Reino de Dios!, ¡el tiempo se ha cumplido!”. Jesús empalmando en esto con su primo Juan Bautista, comienza su predicación, comienza su vida pública con una llamada contundente a la conversión. Es urgente, es apremiante, ¡convertíos!. Es lo mismo que dice Lucas 15, 18 cuando el hijo pródigo dice: ‘Me levantaré, iré a mi padre y le diré, Padre he pecado contra el cielo y contra ti’. Es el acto de la conversión, es decir, voy a convertirme, voy a volver, voy a romper con esto.


La palabra conversión contiene una ruptura, supone un antes y un después. No se puede seguir a Dios en esa especie ‘de tonteo’, de ‘estar tonteando’ de tener al mismo tiempo ‘un doble juego’, ‘una doble vida’ pensando que se sigue al Señor pero sin romper con esto, sin romper con lo otro. Existe una tendencia a querer poner enseguida a dos señores, como se dice popularmente ‘poner una vela a Dios y una vela al diablo’, y claro, este doble juego no sirve delante de Dios. Es necesario una conversión.


Pero yo estoy observando una cosa. La palabra ‘conversión’, si se fijan, hoy en día en nuestra cultura actual, en nuestro momento es una palabra que está bajo sospecha, que suscita incluso una cierta antipatía. Porque está bien visto decir ‘hay que ir madurando’, ‘tenemos que ir creciendo’, ‘tenemos que ir dando pasos’, pero el convertirse está mal visto: es una palabra que tiene ‘mala prensa’. ‘Mala prensa’ porque parece que enseguida ‘se pone bajo sospecha’ el tener cambios de vidas así como radicales, que haciendo eso parece que ‘te han comido el coco’. Parece que enseguida se pone bajo la sospecha de que ‘te han comido el coco’ a todo aquel que ha tenido un cambio de vida radical. Y en el fondo es una sospecha hipócrita porque resulta que si alguien ha tenido fe y por lo que fuera se ha alejado de su fe para entrar en un montón de dudas es cuando se dice; ‘es que ha tenido una crisis’, y parece que eso se respeta, claro. Y se les dice ‘es que hay que respetar su momento de crisis’. Sin embargo como alguien estuviese alejado de Dios y se acerca radicalmente a Él, entonces se ve bajo sospecha un cambio tan radical de vida, parece que ‘le han comido el coco’. Bueno, ¿y porque no decimos que le ‘han comido el coco’ a aquel que se ha alejado de Dios?. Lo curioso es que únicamente se ve bajo sospecha al que se acerca a Dios y al que se aleja no. Es necesario denunciar esta hipocresía porque en el fondo es no abrirnos plenamente a la novedad del Evangelio de transformarnos, de dejar que nos cambie, de ‘hacernos hombres nuevos’. Por supuesto que muchas personas que se han podido alejar de Dios y a veces de algunas maneras muy repentina no están entrando en una crisis sino que han sido ‘seducidas por el mundo’. Muchos de nuestros hermanos nuestros que se han alejado de Dios no han entrado únicamente en crisis, sino que se les ‘ha comido el coco’ y se han dejado seducir por el mundo. Por eso nos tenemos que desacomplejarnos, quitarnos el complejo a la hora de describir lo que sucede a nuestro alrededor. Por supuesto que muchos adultos y jóvenes son seducidos por el mundo en el alejamiento de la fe. Y a eso que con mucha timidez llamamos ‘procesos de crisis’ no es otra cosa que un proceso de conversión al mundo en vez de ser una conversión a Dios. No nos avergoncemos que nuestra conversión sea al bien, que nuestra conversión sea a Dios. Y no llamemos con términos de ‘crisis personales’ cuando se trata de alejarse de Dios y luego nos acomplejemos de lo contrario, de que el acercamiento a Dios no únicamente se produce por procesos largos, sino que también hay momentos de gracia en los que Dios toca los corazones y derriba del caballo, como hizo con Pablo. Hay momentos de conversión de los que no tenemos que sospechar, de los que no tenemos que poner bajo sospecha de que allí ha habido una especie como de radicalismo poco madurado, poco personalizado… no pongamos de sospecha, de entrada cuando alguien ha tenido un regreso radical a Dios, una ruptura con su forma anterior de vida. Tenemos que permitir a Dios ser Dios, y Dios es Soberano, y Dios es muy dueño de que los caminos que tiene para cada uno sean únicos e irrepetibles y algunas personas tienen procesos de conversión largos y sin embargos hay otras personas que tienen momentos en los que Dios ‘les derriba’ de una manera bastante escandalosa ante los ojos del mundo y se dan cambios de vida que el mundo no entiende y lo pone bajo sospecha. Ahora bien, ¿quién somos nosotros para decirle a Dios con qué ritmos tiene que hacer las cosas?. Confiemos en que Dios puede hacer obras grandes con cada uno de los que confianza se acercan a Él.


De la misma manera que en vez de llamar ‘nuestros pecados’ lo que decimos es ‘nuestros errores’. No llamemos ‘errores’ a los pecados. El pecado es pecado. Tampoco lo llamemos ‘proceso de maduración’ a lo que es conversión. Parece que a veces estamos como ‘secularizando’, como quitando su contenido religioso, su contenido de impacto de frescura evangélica a la forma de hablar.


El mayor enemigo de la conversión es ‘la dureza del corazón’. La ‘dureza del corazón’ es aquello que impide, que retarda la llamada a la conversión.


Mateo 13,14, es un pasaje del Evangelio que emplea un lenguaje que debe ser interpretado correctamente. Eso de ‘no sean que vean con sus ojos, no sea que sus oídos oigan, que entiendan y se conviertan’, pareciendo como si Dios no estuviera queriendo que alguien se convirtiera. Cristo nos dice que en los que tienen dureza de corazón, en aquellos que se resisten a la conversión, a aquellos que ‘les rebota’ la llamada de Jesucristo a la conversión, en ellos se cumple la profecía de Isaías:


«Oir, oiréis, pero no entenderéis. Mirar miraréis, pero no veréis, porque se ha embotado el corazón de este pueblo. Han hecho duros sus oídos y sus ojos han cerrado. No sean que vean con sus ojos, sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan y yo los sane». Se utiliza esta forma tan provocativa de expresarlo y es una referencia al Antiguo Testamento, del profeta Isaías 6,10 en donde se enfatiza que Dios se oculta a quien no le busca y Dios se revela al alma que limpiamente le está buscando. En el fondo es como si Dios reafirma la libertad del hombre y del mismo modo que Dios condena al que se cierra a la gracia. Es el propio hombre el que se ha condenado y también está la condena de Dios del que libremente se ha cerrado a la gracia divina. Es como decir: tú libremente has tomado esa opción y Dios la respeta y la confirma. La dureza del corazón es la que nos hace refractarios a la conversión, no es que Dios no quiera que te conviertas. Dios está deseando tu conversión y es más, ha entregado a su único Hijo por nuestra salvación, pero es cierto que el Señor respeta en una decisión que la hace con dolor por parte de Dios. El dolor de Dios cuando respeta la decisión del que no se convierte es el mismo dolor del de un padre y de una madre que tiene que respetar la decisión de un hijo que va por el mal camino y ya es mayorcito de edad y no tienen otro remedio que respetarle. Le respeta no sin un gran dolor en su corazón, también es mismo le pasa a Dios. Esa dureza de corazón es lo que hace a uno inalcanzable a la misericordia de Dios, le rebota. Por eso dice el Señor a los duros de corazón que «oiréis pero no entenderéis». El refrán castellano dice: «No hay razones para quien no quiere entender». Siempre le rebotará porque no tiene una decisión de conversión. Porque tiene una disposición primera que le hace refractario.


Les voy a poner un ejemplo: Alexis Carrel, un autor del siglo pasado, del siglo XX, que tuvo una conversión pues muy sonada porque él formaba parte de un ámbito de la Francia atea, de un ámbito ateo, intelectual que se afanaba, que alardeaba de su ateísmo. Este hombre mantenía con la Iglesia una especie de alardeo de su alejamiento. Y resulta que al ser médico vivió un episodio milagroso de curación en Lourdes de un enfermo que él atendía. Era un enfermo al que era tan grave su estado de salud que Alexis Carrel se había atrevido a burlarse y a retar a las religiosas de Lourdes, Hijas de la Caridad en cuyo hospital él también trabajaba como médico. Y se burlaba diciendo a las Hijas de la Caridad: ‘¡Que se cure éste en Lourdes!, que se cure este en Lourdes y entonces yo me meto monje’. Se había atrevido a hacer esa especie de reto. El caso es que aquel hombre, aquel enfermo pues fue en los anales de la historia de Lourdes una de las curaciones más escandalosas y espectaculares y médicamente más inexplicables. Entonces este hombre, éste médico que había visto que en su soberbia él no podía reconocer esa curación milagrosa de la cual él había sido testigo ya que era un paciente suyo y había conocido el informe médico de primera mano y con todo lujo de detalles. Este médico cuando constató que esa curación se había producido, sin embargo era tal la dureza de corazón que tardó cuarenta años en reconocerlo después de haber sido testigo de ese milagro, de esa curación. Tardó cuarenta años en dar ese paso a la conversión. Y él lo cuenta en su biografía. Él nos dice ‘que tardó cuarenta años en dejarse conmover por ese signo de curación que Dios había hecho’. ¿Por qué?, porque en el primer momento convertirse para él no era aceptar una teoría, era un sentirse humillado ya que era una intelectualidad allá en París en donde allí él se había alardeado de su ateísmo, y suponía ser humilde, suponía romper con una vida, suponía romper con una imagen, ser como un niño y su soberbia no se lo permitía. Quiero decir con esto remarcando eso que dice la Sagrada Escritura ‘oiréis pero no entenderéis, miraréis pero no veréis’, porque la conversión requiere un corazón de niño; un corazón que cuando ve la verdad se arrodilla ante ella y no le importa ni quedar bien ni quedar mal, ni lo que piensen de mí, no soy el esclavo de mi imagen ni de lo que yo he dicho ni de lo que yo he mantenido, sino que somos libres, con un corazón de niño indispensable para que se pueda llegar a la conversión.


Se denomina sacramento de la Penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador. La palabra ‘penitencia’ subraya que hay una virtud que tiene que ser desarrollada de una manera constante, que hay un proceso de crecimiento paulatino. El cristiano adulto tiene que haber ido creciendo conforme ha ido creciendo su vida de práctica piadosa, su vida de acercamiento a los sacramentos. Y el sacramento de la penitencia supone un cambio de mentalidad, supone una ‘metanoia’. No se trata únicamente de cambiar actitudes externas, no se trata únicamente de dejar de hacer ciertas cosas que están mal hechas o que son de poca educación. La conversión no es únicamente un cambio de acciones externas, no es ‘un lavado de cara’, se trata de una ‘metanoia’, es decir, de un cambio de mentalidad; un cambio de prioridades en la vida. Es marcar el Norte en Cristo y aquel que marca como Norte a Cristo cambia la perspectiva de su vida. Porque puede ocurrir que alguien que aunque exteriormente tenga una obras que son comedidas, que no son escandalosas, en el sentido de que ‘sabe guardar las formas’, que no hace ningún acto externo que sea llamativo o irrespetuoso, sin embargo es posible que él en sus criterios, en sus valores, en sus prioridades esté siguiendo la ‘bandera del mundo’, me refiero a que piense como el mundo; que tenga como aspiraciones en su vida la comodidad, el dinero, el poseer, el prestigio, el quedar bien… pero ¡ojo!, no se trata únicamente de una conversión de unas determinadas acciones externas. Se trata de un cambio de mentalidad, de que el ‘motor de tu vida’ no sea el prestigio, de que el motor de tu vida no sea el poseer, no sea el placer: Que el motor de tu vida sea Jesucristo. Por lo tanto la palabra ‘penitencia’ subraya mucho de que este sacramento que la moralidad que Cristo nos predica no se entiende como un cambio exterior de nuestras acciones, sino de un cambio de mentalidad, de un cambio de corazón. La cuestión no es que venga uno y te pregunte si ‘esto o aquello otro es o no es pecado’, la cuestión que interesa es ¿esto le agrada a Dios?, ¿esta forma de pensar, de amar, de actuar agrada a Dios?; ¿esto es conforme al designio de Dios con mi vida?. Esto es vivir nuestra vida conforme a la virtud de la penitencia y conforme al sacramento de la penitencia. No se trata de evitar determinadas acciones externas pero en el fondo pensando como piensa el mundo, sintiendo como siente el mundo.


El término de sacramento de la penitencia comprende este ‘cambio interior’ de aquel que sigue a Cristo y entiende que tiene que ir conformándose Jesucristo en su humildad y en su abajamiento, en su forma de ver las cosas. Dense cuenta del reproche que Jesucristo hizo a sus Apóstoles: «Vosotros pensáis como los hombres y no pensáis como Dios». Les reprocha que su visión sea meramente carnal. Jesús quiere que tengamos otra forma de ver las cosas, que veamos las cosas desde la perspectiva de los designios de Dios. No como aquel Pedro carnal que quería apartar a Jesús de la cruz que pensaba como los hombres y no pensaba como Dios. La penitencia subraya esta conformación con Cristo para llegar a juzgar, a sentir, a percibir nuestra vida desde estos criterios divinos.

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