V DOMINGO DE CUARESMA, ciclo a
Cuando he tenido que llevar algo o alguna ropa litúrgica a una tintorería siempre he señalado a la dependienta donde estaban las manchas y si habían sido causadas por cera de las velas, por el carbón del incensario, por el vino de misa o simplemente por el barro. Realmente al conocer la causa de la suciedad ayuda a poder solucionar el problema. Pues bien, hoy el profeta Ezequiel nos habla, no de suciedad, sino de otra cosa aún peor, de podredumbre, de putrefacción. Nos dice que Dios va a abrir nuestros sepulcros y que nos sacará de allí para conducirnos a la vida sin fin. Yo aún no he tenido que exhumar o desenterrar ningún cuerpo humano, pero supongo que sea algo muy impactante. Sin embargo Dios que hizo todo “a partir de la nada”, que “llamó a la existencia” lo que no existía y que tiene el poder de crear con su palabra, nos resucitará. ¿Cómo será eso?, ¿cómo podrá recomponer cuerpos que se han descompuesto?, ¿qué sucederá con los que han sido incinerados?. Ni yo ni nadie puede dar respuesta a estas preguntas. Sólo Dios lo sabe y sólo Dios lo llevará a cabo. Y esto de resucitarnos lo hará, porque Dios siempre cumple sus promesas.
Después, en la segunda lectura, cuando San Pablo escribe a la comunidad de los Romanos nos está señalando esas manchas que podemos tener en nuestra vida e incluso nos dice por qué cosas pueden estar causadas. San Pablo quiere que “abramos los ojos”, que nos demos cuenta que «vivir según la carne» es llevar una existencia ignorando a Dios, apartándolo al margen de nuestra realidad, aferrados tan sólo a aquello que vemos, tocamos y podemos poseer. Una vida así, aunque nos parezca razonable, es muy limitada y trágica, pues nos encontramos ante los límites de la muerte, el dolor y la soledad. Vivir sin tener en cuenta a Dios convierte la existencia en un intervalo lleno de luces y de sombras, pero marcado por el sufrimiento y la falta de sentido.
Ahora bien, «vivir según el espíritu» es reconocer que todos procedemos de Dios, en Él tenemos nuestras raíces más hondas, y Él nos sostiene en la existencia. Vivir así es acoger a Dios y darle un lugar en nuestro devenir diario. Quien abre su corazón a Dios, está dejando que el amor empape toda su vida. Y esta vida ya no es un lapso de tiempo vacío sin sentido, sino un camino que comienza en la tierra y se alarga hasta la eternidad. De ahí las palabras de San Pablo: “el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos, dará la vida a vuestros cuerpos mortales”. Pablo regresa a la médula de su mensaje, de su predicación. El ansia de todo ser humano, la sed de trascendencia y de inmortalidad, se ve colmada con Jesucristo y su resurrección. No es un deseo ni una ilusión, es una esperanza firme, confirmada por la experiencia que los apóstoles han tenido al ver a Jesús resucitado.
Vivir según el espíritu no sólo entraña una gran paz y coraje interior. Esta forma de vivir tiene consecuencias prácticas, y a esto se refiere Pablo cuando habla de obrar según el espíritu, y no según la carne. Creer en Dios, vivir con esa perspectiva trascendente, ha de modificar nuestra forma de actuar y de estar en medio del mundo.
Quien vive así, ya no puede ser frívolo, inconsecuente o insensible ante los demás. Vivir según la carne significa una vida centrada en uno mismo y en el propio bienestar, sin preocuparse del mundo ni de cuantos nos rodean. Vivir según el espíritu nos llevará a seguir el ejemplo de Cristo, generosamente, abiertos a los demás e imitando la bondad de Dios.
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