sábado, 2 de abril de 2011

Homilía del domingo cuarto de cuaresma, ciclo a

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA, ciclo a

Para Dios no valen nada las apariencias. Lo único realmente valioso es lo que el hombre lleva dentro, lo que piensa, lo que intenta, lo que realmente es. Lo demás no sirve para nada. A lo más valdrá para engañar a los hombres, pero de ninguna manera para engañar a Dios. En la primera lectura, tomada del primer libro de Samuel, el mismo Dios nos elige a un muchacho que perfectamente podría haber pasado desapercibido, sin embargo, Dios se fijó se él para ocupar un cargo muy importante en el pueblo judío.

Ese muchacho se llamaba David y se dedicaba a guardar el ganado. Un zagal que cantaba y componía versos, un muchacho más a propósito para paje que para rey. Pero Dios se había fijado en él. Y cuando llegue el momento se despertará el fiero guerrero que duerme en sus dulces ojos. Y confiando en el poder de Dios, él, un zagalillo, lanzará con rabia su onda contra el temible Goliat, aquel gigante filisteo que tenía amedrentados a los guerreros de Israel.

Y David, persuadido de la ayuda divina, le clavará un redondo guijarro entre ceja y ceja, haciendo rodar por tierra al poderoso enemigo, vencido, muerto... Dios es así. De un pastorcillo olvidado de todos hace el más grande rey de la historia de Israel. Y es que su mirada es diferente de la nuestra, totalmente distinta. Él no se fija en lo que externamente aparece. Dios ve y valora lo que hay dentro del hombre.

¿Cómo podemos ir adquiriendo una mirada como la del Señor?. ¿Cómo educar nuestra mirada para mirar más allá de lo aparente?. Es que resulta que no basta con tener ojos para ver. El ojo necesita luz para ver. Hay que recibir la luz para ver. Y esa es la lección que nos da Juan en este Evangelio. La luz es Cristo. Aquel que cree en Jesucristo es aquel que va haciendo suyos los sentimientos del Señor.

La Cuaresma es toda una catequesis que nos ha de llevar a “caminar como hijos de la luz, buscando lo que agrada al Señor”, como dice San Pablo hoy a los cristianos de Éfeso. Jesús es la LUZ, con mayúsculas, esa que nos ayudará a verle a Él cerca de nosotros, y a vernos a nosotros mismos, y reconocernos como sus discípulos, invitados a dar testimonio de lo que Dios ha hecho con nosotros y en nuestras vidas. No somos “súper-hombres”, ni “súper-mujeres”, tampoco David y el ciego lo fueron, pero con la fuerza de Dios llegaron a ser “como una luz” en medio de las personas con las que convivían, y eso si que está a nuestro alcance.

Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía, Jesús nos abre los ojos, nos limpia la mirada, para que podamos descubrirle aquí, y también ahí fuera, en los hermanos, especialmente entre los que sufren, entre los necesitados, entre los pequeños, entre los abandonados, siempre entre los más pobres. Ojala que podamos abrir nuestro corazón para que Él sea nuestra LUZ. “Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”.

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