domingo, 23 de febrero de 2025

Homilía Domingo VII del Tiempo Ordinario, Ciclo C Lc 6, 27-38

 

Homilía del Domingo VII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 6, 27-38

 

         La semana pasada habíamos meditado sobre las bienaventuranzas que Jesús había pronunciado a todos aquellos que acepten su mensaje y su propuesta de hombre nuevo. La última de esas bienaventuranzas era esta: «Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre». El Señor nos dice que si razonas, si hablas, si vives de una manera evangélica te molestarán y te perseguirán todos aquellos que sigan otros principios, otros planteamientos, otras metas que tengan en la vida. La propuesta de Jesús es hacerse pobre y darle todo/vivir para el hermano mientras que los otros lo que plantean es acumular cosas para sí.

         Si uno acepta la propuesta del hombre nuevo que nos plantea Jesús nos constituimos en molestia para todos aquellos que viven según el hombre viejo, ya que obstaculizamos sus planes y sus proyectos ya que cuestionamos su propio modo de entender la vida. En la segunda carta a los Timoteo cuando las comunidades cristianas han tenido esta experiencia de la persecución «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (cfr. 2 Tim 3, 12). Si piensas y vives como los demás no tendrás problemas y te dejarán tranquilo, ya que no les molestas con tu forma de vivir mostrándoles ese modo de ser un hombre nuevo en Cristo. Hay muchas formas de persecución, no solamente la cruel con el derramamiento de la sangre; sino también la burla, la marginación, el insulto, el acoso en los medios de comunicación social, el desprecio de los signos de nuestra fe, etc. El impulso espontáneo es pagarles con la misma moneda; responder a la violencia con la violencia, al insulto con insulto, a la amenaza con la amenaza. El evangelio de hoy nos da las claves de cómo estamos llamados a comportarnos cuando se esté dando esta persecución. Escuchemos el modo de pensar de Jesús:

 

         «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian».

         De la boca de Jesús han salido cuatro imperativos muy claros, los cuales no dejan margen de mal interpretación o de malentendidos. Si tú actúas de un modo diverso no actúas como un discípulo de Cristo.

         El primer imperativo es «amad a vuestros enemigos»: haz del bien al que te haga el mal. El verbo que se usa aquí no es el verbo que indica el amor hacia el amigo o un amor de amistad. Jesús era amigo de publicanos y de pecadores, pero no de Herodes Antipas ni de Anás y Caifás. Jesús los amaba y les quería salvar, pero no eran sus amigos. La amistad viene espontánea con aquellos con los que nos sentimos en sintonía y no puede ser impuesta con un imperativo. El verbo usado aquí es ἀγαπὰω, que indica un amor firmado, un amor sellado como hijo de Dios; indica el amor que viene de arriba, no el amor de naturaleza biológica, sino que viene del Cielo. Recordemos lo que Jesús dice a Nicodemo que es preciso nacer de lo alto, que estamos urgidos a nacer del agua y del Espíritu de Dios, y no de lo terreno. Da la bienvenida a una vida que viene de lo alto, que viene de Dios y que a ti te hace hijo de Dios, porque Dios te dona de su propia naturaleza. El impulso que te hace hacer el bien y solo el bien, procede de ese amor sellado por Dios, sin esperar nada a cambio, un amor sin condiciones. Y lo que se pretende es que el otro sea feliz, incluso si es tu enemigo.

 

         El segundo imperativo es «haced el bien a los que os odian». No confundamos el odio con la antipatía, con la aversión de aquellos que no nos resultan simpáticos. El problema está en que si no lo controlamos esta antipatía se puede convertir en odio; es decir, querer el mal para el otro. Es el que desea que el otro desaparezca porque está convencido que el mundo será mucho mejor sin él, sin su existencia: esto es el odio. Muchos por ser de Cristo y vivir en esas categorías de la nueva humanidad puede generar que otros nos odien. La pulsión natural es odiarle y desearle una desgracia. Pero esto no lo podemos hacer, ya que el espíritu que tenemos dentro de nosotros nos impulsará en sentido opuesto al odio, porque Dios ama a todos, a buenos y a malos, y manda la lluvia a justos e injustos. El hijo de Dios quiere que todos tengan la vida y la tengan en plenitud. Jesús nos invita y urge a aprovechar todas las oportunidades para hacer el bien posible a esas personas que nos odian. ¿Conseguiré que esa persona que me odia cambie? Tal vez no, tal vez se vuelva aún peor. Nuestra naturaleza de hijos de Dios es hacer el bien y amar; la vid produce uvas y no hace más que producir uvas porque esta es su propia naturaleza; lo mismo nosotros con nuestra propia naturaleza. Y si a esa vid le das una patada o le escupes, no dejará de producir uvas cuyo vino alegre a los hombres. La naturaleza del cristiano, que es hijo de Dios, es ἀγαπὰω, es el amor gratuito.

 

         El tercer imperativo es «bendecid a los que os maldicen». “Barak” בָּרַך en hebreo significa ‘dar vida’; maldecir es lo opuesto, ‘es querer la muerte’. Bendecimos a Dios porque reconocemos que recibimos de él la vida, la alegría; Dios nos bendice dándonos vida. La vida de los hijos de Dios, de todos nosotros, es como la del Padre del Cielo, no puede hacer otra cosa más que bendecir, buscar y desear la vida de todos. Cuando alguien me maldice es porque desea mi propia muerte y que desaparezca de la faz de la tierra. Nuestro corazón no está creado para ser un cementerio maldiciendo a los demás, sino un lugar de vida para los demás. Este modo de pensar a la hora de maldecir a alguien, para Jesús, es ya un homicidio. El discípulo no puede hacer otra cosa más que bendecir y ponerse a disposición de la vida, incluso de aquellos que le maldicen.

 

         El cuarto y último imperativo es «orad por los que os calumnian». Practicar los otros tres imperativos es complicado por eso pone Jesús el tema de la oración. Sólo la oración puede apagar nuestra agresividad; la oración desarma nuestro corazón. Con la oración se comunica los sentimientos del Padre Celestial y nos da la fuerza para vivir como sus hijos. La oración por el enemigo es el punto más alto en el amor porque presupone un corazón dispuesto a dejarse purificar de toda forma de odio. Cuando rezamos y ponemos delante a Dios no podemos mentir, no podemos engañarlo; en la oración pedimos a Dios que a mi enemigo le llene de bienes, le llene de regalos; esto es posible porque uno tiene el corazón en sintonía con el corazón del Padre del Cielo que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos.

 

         Además, Jesús explica sus imperativos con cuatro ejemplos prácticos.

         «Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames».

         El primer ejemplo se trata de la violencia física representada con la bofetada. Si uno te pega en una mejilla preséntale la otra. Quiero decirnos Jesús que tú no puedes responder a la violencia con la violencia; no es con la violencia como se construye el mundo nuevo. La violencia es incompatible con el Reino de Dios. Cuando Pedro ha pensado recurrir a restablecer el orden y la justicia recurriendo a la espada, Jesús le dice ‘vuelve a meter la espada en su sitio’. Un padre de la Iglesia, Tertuliano del siglo I, dice ‘tomando la espada de la mano de Pedro, Jesús lo tomó de las manos de todos sus discípulos’. En el escrito de la Didajé (didaché) (Διδαχὴ τῶν δώδεκα ἀποστόλων) da unas disposiciones muy claras al respecto, dice cosas como estas: ‘el soldado que está bajo la autoridad de un superior no matará a nadie; y si recibe la orden de matar no matará a nadie’; ‘El cristiano que quiere ser soldado es excomulgado porque ha despreciado a Dios’. En los primeros siglos el rechazo de la violencia era completo. No recurras a la violencia para restablecer la justicia.

         El segundo ejemplo nos habla del comportamiento del bandido que cuando te encuentra te roba la primera cosa que logra quitarte. Y la primera cosa que podía quitarte era la capa y uno se quedaba únicamente con la túnica. Jesús dice que le demos también la túnica. Si uno se quita la túnica, uno siente y experimenta el mismo frío que los pobres tirados en la calle o que duermen debajo de un puente. Es significativo lo que Jesús les pide a sus discípulos.

         El tercer ejemplo es la petición de ayuda que a veces se hace sin discreción y que crea cierta situación vergonzosa. Jesús dice a sus discípulos que no busquemos excusas para evitar la necesidad del hermano; si tú puedes ayudarlo, hazlo. Ten cuidado que lo que hagas sea realmente para el bien del hermano. En la Didajé, que es una especie de catecismo, hablando de la limosna y del bien que puedes hacer al hermano se dice que ‘ten cuidado a quien se lo das, no sea que des limosna a quien no lo necesita’.

         El cuarto ejemplo se refiere a la injusticia económica. Alguien que se apropia de lo tuyo. Jesús da pautas de cómo reaccionar. Jesús no invita a la pasividad y no nos dice que nos comportamos como unos tontos e ingenuos. Jesús sugiere la acción positiva para ayudar al malvado a que se de cuenta de que se está comportando mal. El cristiano no es alguien que tolere pasivamente las injusticias; pero cuando la única vía para obtener la justicia sea la violencia, es entonces cuando el discípulo se detiene y acepta soportar el peso de la injusticia.

 

         «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo».

         Jesús nos da ejemplos prácticos. Jesús continúa introduciendo el tema de la gratuidad, que es la característica el amor cristiano. Aunque en la traducción se dice ‘mérito’, no es esa la palabra adecuada en la traducción. Lucas tiene muchas más finura y delicadeza, no dice mérito, sino que elige otro término griego χάρις, ‘gracia’, ‘gratuidad, gratuito’.  La traducción sería ‘si amas sólo a los que os aman, ¿dónde está la gratuidad?’ Amar a los que nos aman es un amor que procede de lo biológico, que viene de la tierra y no tiene la característica de un amor diferente. La gratuidad es la característica de un amor diferente; es la gratuidad lo que garantiza el amor firmado que sólo puede venir de Dios. El impulso natural nos lleva a una dirección opuesta; nos lleva a pensar en nosotros mismos y pensando siempre en obtener la recompensa o beneficio oportuno, espera la reciprocidad. Es la gratuidad la que nos permite identificar de modo inconfundible que somos hijos de Dios, porque uno ama como le ama el Padre que está en el Cielo. Y este amor que nos viene de Dios a cada uno es un amor gratuito. Y a través de esta gratuidad se trasparenta y se comunica a todos los hombres el esplendor del amor del Padre Celestial. El amor gratuito es la prueba irrefutable de la presencia en nosotros de una vida que no procede de la tierra, sino de lo alto. Una gratuidad, una gracia que es un reflejo del amor de la belleza de Dios.

 

         «Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos».

         Jesús nos ha manifestado las ocasiones privilegiadas en las que podemos manifestar el amor gratuito. Cuando te encuentres con tu enemigo tienes la ocasión de hacer el bien a aquel que te ha hecho el mal. Y este amor no viene de la naturaleza biológica, sino que viene de la vida divina que Dios te ha donado, te ha regalado con su Espíritu. Jesús dice que no pierdas estas oportunidades. Para Jesús el bien se ha de hacer excluyendo toda búsqueda del propio beneficio; no lo hacemos para poder acceder a una posición más alta en el Paraíso, no lo hacemos por eso; recordamos que es un amor gratuito, sin esperar nada.

         La primera condición para ser su discípulo es ‘deja de pensar en ti mismo’; ‘estás llamado a pensar a amar gratuitamente a tu hermano, a estar disponible para su vida’. Es la gratuidad es la característica del amor que Cristo propone a sus discípulos. No lo hacemos para buscar la paz interior o la completa serenidad o el completo autocontrol de uno mismo, ya que si lo hiciéramos de este modo nos estaríamos buscando a nosotros mismos y a nuestra propia gratificación. El discípulo no puede dejarse tocar ni influir por pensamientos egoístas, ni aceptar planteamientos de autocomplacencia. Recordemos que Jesús nos dijo ‘que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha' (cfr. Mt 6,3). Se dio una espiritualidad del pasado de ir acumulando méritos para luego poder ir al cielo; ésta era una espiritualidad egoísta.

         ¿Qué recompensa promete Jesús a los que aman de esa manera gratuita? Es mucho más que un puesto en el cielo; serán hijos del Altísimo; el premio es ser semejante al Padre del Cielo que ama gratuitamente y tú y yo lo podemos ya experimentar en esta tierra ese amar con ese amor gratuito; por eso somos semejantes al Altísimo.

 

         El texto concluye con la exhortación a los miembros de la comunidad cristiana para que hagan visible a los ojos de todos este rostro del Padre Celeste.

         «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida que midiereis se os medirá a vosotros».

         Sed misericordiosos… esta palabra ‘misericordioso’, Dios nos ama porque somos sus hijos. Nos dice que no juzguemos porque la primera víctima de error es quien lo comete porque se termina deshumanizando; pero sigue siendo hijo de Dios. Dios está visceralmente enamorado del hombre. Es propio de la naturaleza de Dios el amar incluso a aquellos que hacen el mal. Dios no puede dejar de amar incluso al peor criminal; y es en este amor incondicional y visceral que no razona con la cabeza, razona con el corazón que revela la naturaleza de Dios.

         Nosotros no nacemos misericordiosos; nacemos replegados en nuestro yo, en nuestro propio egoísmo, en nuestros propios intereses. Poco a poco estamos urgidos a crecer, no a replegarnos en nosotros mismos, en esta vida divina que nos ha regalado Dios. Jesús nos da dos comportamientos que tenemos que evitar: no juzgar y no condenar. Pero ¿cómo no juzgar y condenar a un criminal de un crimen? Lo explico: son dos verbos muy distintos, uno es κρίνω, que significa ‘discernir, decidir’ y lo que dice Jesús que no se condena a la persona, sino que Dios condena el mal que hace daño a su hijo; condena el pecado, pero no a la persona. Condena el error y el pecado que has cometido y retoma la vida. Ámate a ti mismo y ama a los demás.

         Y el Señor nos da dos comportamientos positivos: el primero es perdonar. Pero la traducción debería ser la del verbo ‘ἀπολύετε’ que significa ‘disolver’, ‘desatar’; no mantener a las personas atadas con una cuerda alrededor de su cuello por haber pecado o cometido un error. Una persona que ha cometido un error no tiene por qué estar toda la vida atada a ese error. No se puede identificar a la persona con un error que ha cometido. Si tu disuelves ese error, te vuelves libre y uno comprenderá sus propias fragilidades y vivirás feliz y no atado a un error que ha cometido en el pasado.

         Dad y se os dará. ¿Qué cosa se nos dará en una mesura extraordinaria? Se nos dará la identidad con el Padre del Cielo; es decir, la semejanza con Dios, la cual es proporcional a nuestra capacidad para dar amor. Se nos invita a donar amor para que así podamos crecer en la semejanza del Padre que es misericordioso.

No hay comentarios: