domingo, 26 de agosto de 2018
sábado, 25 de agosto de 2018
Homilía del domingo XXI del tiempo ordinario, ciclo b
DOMINGO
XXI DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
La
vida cristiana es un combate sin cuartel. El catecismo de nuestra Madre la
Iglesia, en el número 2015 nos enseña lo siguiente: «El camino de perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf. 2 Tm 4) (…)». Y este número del Catecismo nos lo ilustra
con una cita de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo que le dice lo
siguiente: «Proclama la
palabra, insiste a tiempo y a destiempo; reprende, amenaza, exhorta con toda
paciencia y doctrina. 3 Porque vendrá un tiempo en que los
hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias
pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír
novedades; 4 apartarán sus oídos de la verdad y se
volverán a las fábulas. 5 Tú, en cambio, pórtate en todo
con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador,
desempeña a la perfección tu ministerio».
Pero
puede llegarnos un momento en que uno haciendo lo en conciencia considera lo
correcto, ya que se lucha por ser obediente a su voluntad, uno no cosecha éxitos, sino lágrimas. Tal vez –a modo de ejemplo-
puede ser que una familia cristiana que ha llevado a sus hijos a la iglesia
desde pequeños, que les han enseñado a rezar, donde sus padres han trabajado
muchísimo por sacar todo adelante y resulta que una hija queda embarazada
siendo adolescente, o que el hijo que se había ordenado presbítero se ha ido con
una mujer o que el esposo se ha liado con una amiga del trabajo o que la esposa
ha caído en el alcoholismo. El hecho de cuidar la vida cristiana y de cumplir
lo que Dios nos pide no es garantía de que las cosas nos marchen ‘de
rechupete’. Dios no es un seguro a todo riesgo. Dios es Dios.
Nos
cuenta la primera de las lecturas [Josué 24, 1-2a.
15-17. 18b] cómo Josué habiendo acaudillado al pueblo de Israel en la
conquista de la tierra prometida y habiendo repartido la tierra entre las
tribus, el pueblo está cansado y también
decepcionado –ya que las cosas no fueron como ellos soñaron ni tan fáciles
como pensaron-. A lo que Josué con su planteamiento en el fondo les está
preguntando: ¿Consideráis que ha merecido la pena todo lo que se ha hecho, y
por todo lo que hemos pasado por obedecer a Yahvé? Es como si Josué les dijera
que si alguno quiera ir tras otros dioses o ídolos, ahora es el momento. No les
trata como niños sino como adultos. A lo que el pueblo responde con una
profesión de fe, recordando lo que Dios ha hecho con ellos y reafirmando su
amor hacia Yahvé.
Hay
una frase que pronunció Santa Teresa de Calcuta que ilumina este texto
evangélico y nuestra propia vida de luchas constantes: «Dios no me ha llamado a tener éxito. Él me
llamó a ser fiel».
Reza
el Salmo Responsorial [Sal. 33, 2-3. 16-17. 18-19. 20-21. 22-23] que «cuando uno grita, el Señor
lo escucha y lo libra de sus angustias».
Y que cierto es esto. Dios no nos envía una miríada de ángeles para protegernos
pero siempre se nos hace presente de manera misteriosa. Cuando habla la segunda
lectura [San Pablo a los Efesios 5, 21-32] de
los deberes de la esposa y del esposo no nos está diciendo nada de que el
marido sea un déspota o un tirano con su esposa; ni tampoco nos dice que la
esposa sea tratada en situaciones de inferioridad. Yo que sepa los dos tienen
la misma dignidad y nadie está sobre nadie. El matrimonio se asemeja más bien a
una yunta de bueyes. El esposo y la esposa, los dos juntos, unidos, haciendo el
surco en la tierra por donde Dios les vaya indicando. El esposo apoyándose en la esposa y la esposa en el esposo. Y esto
tiene concreciones cotidianas: ¿Cuántos matrimonios se han mantenido fieles
entre sí porque ambos se respaldaban antes situaciones muy delicadas que
planteaban los hijos o algunos familiares? O aun teniendo las tareas domésticas
repartidas, no importar quién las hacía siempre pensando en el otro y en la
marcha correcta del hogar.
San Pablo decía: «¿Quién
sufre sin que yo sufra con él; quien desfallece sin que yo también desfallezca?» (2 Cor 11, 29). Esto es igual en la
vida matrimonial, en la vida comunitaria y presbiteral. Si el esposo está
enfermo, triste, deprimido, en el paro…, la esposa sufre con él y hace propio
las tareas que el otro no puede hacer; si un hermano de comunidad está enfermo
o débil, los demás sufren con él y le respaldan en su tarea, etc. No hay
sumisión, sino amor.
Y el Señor se da
cuenta que muchos se tiran para atrás al sentir la exigencia que implica la
llamada. Otros porque esperaban éxitos, y no han cosechado ninguno –por lo
menos aparentemente-. A ti hoy el Señor te pregunta, “¿tu también quieres
irte?”. Al sufrir porque tus hijos no te obedecen porque siempre te traen
problemas, porque estás cansado de estar sacando adelante a tu familia y las
tareas tanto de fuera como de dentro del hogar; al no sentirte correspondido ni
comprendido ni respaldado en tu tarea pastoral y al experimentar la soledad del
ministerio presbiteral; al estar en una comunidad y no sentirte aceptada,
integrada, comprendida, escuchada, tenida en cuenta….¿tú también quieres irte? [San Juan 6, 61-70], a lo que san Pedro le responde
con toda la sinceridad de la que era capaz: «68Señor,
¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna.»
Yo responderé igual
que san Pedro, ¿y tú?
26 de agosto de 2018
Homilía del domingo XX del tiempo ordinario, ciclo b
DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo B
Durante estos cuatro domingos la liturgia de la
Palabra se ha centrado en el discurso eucarístico. Jesús ha mostrado gran
interés por mostrarnos catequéticamente qué es la Eucaristía es una buena
oportunidad para preguntarnos cuál es nuestra salud de la vivencia de la
Eucaristía. Dicho de otro modo, ¿qué nota pondría yo a la vivencia que tengo de
la Eucaristía? ¿Qué importancia ocupa para mí en la vida?
Es recurrente la pregunta de qué hacer para que la
Eucaristía sea atrayente. Y nos preocupa por lo que implica el que acudan a la
Eucaristía las nuevas generaciones y cómo hacer que la Eucaristía resulta
atrayente a los jóvenes. Y el otro punto es cómo lograr que la Eucaristía no
resulte algo monótono o cansino, domingo tras domingo, a las personas adultas
que podemos terminando dejando, abandonando. Hay algunos que montan un show en
la iglesia en nombre de la participación sin lograr, ni de lejos, descubrir lo
que allí se celebra. Y los shows tienen éxito, pero son algo que nacen
estériles. ¿Cómo lograr que la Eucaristía resulte atrayente?
Quizás el problema resida en que estamos en un mundo
en el que existe una profunda
competitividad por atraer los sentidos. Hoy los publicistas tienen un profundo
problema en cómo atraer la atención de la gente. Cuando hay tantos anuncios y
uno tiene que ser tan original para que atraiga la atención y esto es un serio
problema, este es el gran caballo de batalla de los publicistas. Los hombres
parece que estamos dentro de una dinámica de haber quien ofrece más para atraer
nuestros sentidos, es como si estuviéramos haciendo zaping con el mando a
distancia para dejarnos seducir por lo que más nos haya atraído, ofreciéndonos
destellos para atraer nuestra atención. Esto no lo podemos buscar en la
Eucaristía.
En la Eucaristía no podemos pretender hacer carrera a
esta atracción de los sentidos; no podemos pretenderlo. Hay que hacer las cosas
litúrgicamente bien, cuidar los gestos, cuidar el modo de cómo se proclama las
lecturas, cuidar el modo de presentar las ofrendas, cuidar el lavabo, el
ajustarse a las oraciones y plegarias del Misal, el preparar la homilía, etc.,
esto hay que cuidarlo con esmero, pero esto no está enmarcado en esa carrera
por atraer la atención de los sentidos. Porque hay cristianos que prefieren ir
al campo, o jugar al futbol o quedarse en la cama antes de ir a la Eucaristía
porque para ellos aquello es más atrayente para sus sentidos, mientras dicen
que la Eucaristía no les dice nada. Pero por mucho que estemos preparando la
Eucaristía no vamos a estar compitiendo en ese bazar de novedades que se
convierte nuestra sociedad para poder atraer nuestra atención. La cosa va por
otro camino. Y para entenderlo vamos a usar la palabra que la fe de la Iglesia
utiliza para decir qué es la Eucaristía: Transustanciación. Éste término ha
quedado sólo reservado para la Eucaristía –el cambio de la sustancia del pan y
del vino por la del cuerpo y la sangre de Jesús. La palabra que nos evoca en el
mundo es la palabra ‘transformación’. Pero son dos cosas muy distintas la
‘transformación’ y la ‘transustanciación’. Por transformación decimos ‘vaya
cambio que ha tenido esa persona’, porque se ha maquillado, ha adelgazado, se
ha vestido de una determinada manera, etc., ha cambiado externamente pero sigue
siendo la misma persona de antes. Sin embargo con la palabra
‘transustanciación’ decimos lo contrario, aunque parezca lo mismo, sin embargo
sustancialmente ha cambiado el ser. Una cosa es la transformación y otra la
transustanciación.
Para renovar la vivencia de la Eucaristía no podemos
estar pensando en cómo variar las formas, sino que la clave para renovar la
vivencia la clave está en que
profundicemos en lo que ocurre dentro. Que demos una vuelta de tuerca más
sobre el misterio que se celebra. Y la liturgia nos ofrece la oportunidad para
profundizar más, caer más en cuenta de cosas y aspectos que aún no lo habíamos
descubierto. La Eucaristía es un misterio del que nos queda mucho más por
descubrir, luego no busquemos novedades, no busquemos formas distintas, no busquemos
atracciones. Hay que partir de que ahí, en la Eucaristía, hay un misterio en el
que yo aún no he penetrado suficientemente, ya que aún nos hemos quedado en el
exterior, y necesito unos ojos de fe para adentrarme en lo que ahí está
aconteciendo.
¿Por qué eligió Jesús el pan entre todos los alimentos
para hacer de él un signo? Podía haber elegido la cebolla, el pimiento, una
tortilla de huevos o cualquier otro, pero Jesús eligió el pan de entre todos
los alimentos para hacer de él su sacramento de vida. El pan se caracteriza por
ser alimento básico de muchas culturas. El pan se caracteriza por ser comido a
diario y por acompañar en las comidas, por acompañar a todos los alimentos. El
pan es el que acompaña a todos los alimentos. Tal vez por eso Jesús eligió el
pan como del elemento del que se iba a servir para darnos el don de su gracia.
Porque realmente esto es la Eucaristía, para que Jesús esté con nosotros para
que nos pueda acompañar a toda la vida. La Eucaristía no tiene como finalidad
el estar aquí, sino que como ocurre con el pan que el pan acompaña a todo,
tiene como finalidad que Jesús, recibido aquí, sea el que de alimento y sabor a
todo lo que hagamos durante el día y durante la semana. No es un alimento más
entre otros, sino que es el que acompaña a todo. Sin Cristo el resto de nuestra
vida no tiene sabor, no termina de alimentarnos, no termina de saciarnos, no
termina de llenarnos. Sin Jesucristo nuestra vida está incompleta. Es Cristo en
todo. El alimento básico que acompaña al resto. Pedimos a Jesús profundizar más
y no dejarnos seducir por la atracción de los sentidos, sino que Él nos permita
adentrarnos en este misterio y así, día a día, poder disfrutarlo con mayor
intensidad.
sábado, 11 de agosto de 2018
Homilía del domingo XIX del Tiempo Ordinario, ciclo b
HOMILÍA DEL DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
Nos encontramos ante la dificultad de aquel que desea
ser fiel al Señor. Uno desea vivir su vocación en fidelidad pero siente cómo la
violenta ventisca y las fuerzas contrarias nos lo ponen muy difícil.
Precisamente cuando uno pone interés en hacer bien las cosas es cuando más
dificultades se nos presentan para que nos desalentemos. Y corremos el algo
riesgo de llegar a creer que esa meta no la vamos a poder alcanzar y es mejor
dejar de luchar.
Algo parecido le sucedió al bueno de Elías. Él deseaba
hacer las cosas bien. Resulta que hay un rey llamado Ajab que era un mal bicho,
siempre ofendiendo con su conducta al Señor. Y su esposa, la reina fenicia
Jezabel era perecida a su esposo. Ajab y Jezabel eran los que gobernaban y por
lo tanto con su modo de gobernar influían al pueblo de una manera negativa, ya
que las creencias y los modos de proceder paganos se colaban por todos los
rincones, tal y como ocurre con el agua de los pantanos cuando terminan
llegando a nuestras casas por los grifos. El caso es que Elías, ni corto ni
perezoso ‘la tuvo muy gorda con el rey’, una de esas broncas que pasan a la
historia. La razón de la bronca era porque tanto Ajab como el pueblo actuaba
como si Dios no existiera. A veces nosotros somos ese Ajab que nos creemos muy
seguros de nosotros mismos y actuamos al margen de lo que Dios nos plantea,
sobre todo porque lo que Dios nos plantea es más exigente. El caso es que Elías
se enfadó tanto que le dijo al rey que no iba a llover en dos años, ni agua ni
rocío. Elías tenía una idea un tanto idealizada de lo que debía de ser el
pueblo y se encontró de bruces con la realidad, un pueblo que se dejaba llevar
por cualquier ídolo o por cualquier forma de pensar y de actuar. Nosotros
tenemos una idea de lo que es la vida consagrada, de lo que es el ministerio
ordenado, de lo que es el matrimonio o el noviazgo… y nos encontramos ‘de
bruces’ con la pobre realidad cuando lo estamos viviendo. El Demonio quiere que
nos desalentemos, sin embargo Dios nos dice ‘ánimo, cuento contigo, adelante’.
El caso es que Elías les dijo que se les acabó el
llover castigándoles con la sed. Probablemente Dios no estaría muy de acuerdo
con el castigo que les había impuesto Elías porque le dijo que se fuera al
oriente, a esconderse en el torrente Querit que está al este del Jordán. ¿Por
qué el Señor mandó al profeta que fuera hacia el oriente? Porque Elías actuando
y castigando por su cuenta al pueblo se había separado de la voluntad de Dios.
Y era necesario que dirigiera sus pasos hacia oriente para encontrarse de nuevo
con el Señor. Nuestro oriente es el sacramento de la reconciliación, nuestro
oriente es la intimidad con el Señor en la oración, nuestro oriente es el
nutrirnos del Pan de Vida que es Cristo, etc. Y el Señor nos envía al oriente para purificarnos de nuestro mal
proceder y retomar nuestra vocación viviéndola con la santidad que corresponde,
actuando en el amor por Jesucristo. San Pablo a los Efesios nos lo dice: «Sed imitadores de Dios, como hijos queridos,
y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y
víctima de suave olor» (Ef 4, 30–5, 2). El Señor no se cansa de nosotros,
sino que sana nuestras heridas.
Elías siente el peso del cansancio se sentó bajo una retama, y se deseó la muerte (1 Re 19, 4-8). Nosotros también sentimos el peso de ese
cansancio, o ¿es que acaso no nos cuesta perdonar al otro aun sabiendo que
uno tiene la razón? ¿Es que acaso estar abierto a la vida es algo fácil? ¿Es que
acaso es sencillo posicionarse en cuestiones delicadas de moral ante amigos y conocidos
que piensan distinto? ¿Es que acaso vivir un noviazgo lo más casto posible es
algo que esté de moda en esta sociedad? ¿Es que acaso es algo sencillo ponerse a
rezar el matrimonio con los hijos estando un poco tranquilos? ¿Es que estar
pendiente de lo que tus hijos ven en la televisión teniendo que estar con ellos
batallando es un plato de buen gusto?
Y resulta que pasa el tiempo y la gente se interroga y
te pregunta que por qué llevamos a nuestros hijos a la Eucaristía, que por qué
seguimos eligiendo la clase de religión en la escuela, que por qué estas
embarazada si ya tienes hijos, que por qué te metes en un convento de clausura
o en un seminario, que por qué te vas a casar tan pronto, que por qué… ¿Es que
acaso tú no eres igual que nosotros? Eso se lo dijeron a Jesús sus propios
paisanos: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No
conocemos a su padre y a su madre?» (San Juan 6, 41-52). Entonces, ¿por qué actúa así? Fundamentalmente porque nos fiamos del Señor, porque
en medio de nuestras debilidades, que son muchas, al alimentarnos de Cristo Pan
de Vida, nos levanta de nuestro pesimismo, de nuestro agotamiento y nos anima
aún en medio de nuestras miserias a seguir siéndole fiel y así, como dice la
Escritura, nunca morir.
12 de agosto de 2018
sábado, 4 de agosto de 2018
Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, ciclo b
Homilía
del domingo XVIII del tiempo ordinario, ciclo b
Todos,
y aquí no se salva nadie, necesita comer. Es una necesidad que tiene toda
persona. El comer no es una cosa de la que podamos prescindir. Otra cosa es
ayunar para mortificarse por amor al Señor acordándonos de nuestros hermanos
hambrientos. Y comidas hay muchas y de muchos tipos, tantos como clases de
panes.
Dependiendo
del tipo de pan que comamos nos alimentaremos de una manera o de otra. El
Demonio sabe que necesitamos comer para vivir, a lo que el maligno nos
proporciona de su comida. Nos atiborra de todo aquello que él mismo sabe que no
nos conviene pero que a él sí le interesa dárnoslo. Ese tipo de pan maligno nos
envenena en la mente, en la voluntad y en el corazón. Es un pan que no quita el
hambre, que no alimenta pero que engaña al estómago. Aquellos que se alimentan
de este pan maldito deambulan por la vida siempre murmurando de los demás,
echando a Dios las culpas de todo lo que les pasa, y hacen las cosas sin
discernimiento, simplemente movidos por el propio interés. Los alimentados por
este pan procedente del Demonio hace que pensemos que Dios no sabe lo que
nosotros realmente necesitamos y de saberlo, no le da la gana dárnoslo. Nos
dice el libro del Éxodo que «en aquellos
días, la comunidad de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el
desierto» (Éx 16, 2-4.12-15). El Demonio nos vende muy bien ese pan porque
nos dice cosas como estas: ¿Por qué tienes que ser fiel a tu esposa teniendo a
mujeres tan preciosas a tu propio alcance? ¿No te das cuenta cómo aún puedes
estar con ellas sin que la bruja de tu mujer se entere? ¿Por qué vas a tener
que estar toda la vida con la pesada de tu esposa cuando perfectamente puedes
divorciarte e ir con esa que tanto te atrae? El Demonio nos ofrece ese pan
envenenado pero presentándolo como muy delicioso. Ahora bien, el Demonio
siempre ataca allá donde hay una promesa hecha ante Dios. Los esposos ante el
Altar, en el día de su matrimonio se prometieron que iban a ser uno con una,
fielmente y para siempre: Unidad o fidelidad e indisolubilidad.
No
olvidemos del pan envenenado que el Demonio intenta vender, y muchas veces lo
puede llegar a conseguir, a los propios clérigos. El Demonio nos dice: ¿Ponte a
ver esa película o serie que tanto te gusta y ya rezarás ese rollo de la Liturgia
de las Horas? ¿Por qué vas a obedecer a ese obispo cuando tú mismo ves que él
hace lo que le da la gana y nunca él te ha ayudado en nada? O el Demonio puede
decir también a los clérigos: ¿Célibe?, anda, no luches contra eso y disfruta
de los placeres de la carne que demasiado dura es ya la vida de por sí.
Disfruta y no seas tonto o ¿es que acaso crees que esto del celibato se lo cree
la gente?. El Demonio atenta contra las promesas hechas en la ordenación: el
rezo la de la Liturgia de las Horas, la promesa de la obediencia al Obispo y a
sus sucesores y el voto del celibato por el Reino de los Cielos. El Demonio nos
da el pan del Infierno, el pan de la muerte, el pan del pecado que hace que
nuestra hambre no se sacie y que estemos viviendo engañando al estómago.
Por
eso es muy importante lo que nos dice el Apóstol san Pablo: «Hermanos, esto es lo
que digo y aseguro en el Señor: que no andéis ya, como es el caso de los
gentiles, en la vaciedad de sus ideas (…). Despojaos del hombre viejo y de su
anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras» (Ef 4,
17.20-24). Si nos dejamos envenenar por el pan del Demonio la muerte es nuestro
destino y seremos como troncos de árboles totalmente huecos por dentro, sin
consistencia, sin discernimiento en las decisiones, sin libertad interna, sin
amor en nuestros actos.
Cristo
es el pan vivo que ha bajado del cielo (Jn 6, 24-35). Dice el Señor: «Porque el
pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». Todo aquel que se
nutra de este pan divino irá adquiriendo la sabiduría que procede de lo alto.
Gozará de un discernimiento a la hora de actuar con sabiduría buscando el amor
que llena de gozo el corazón. Es verdad que el pan que Cristo no es tan dulce
como el que ofrece el Demonio, ya que el Maligno siempre nos ofrece el placer y
el gozo inmediato, sin embargo Cristo nos ofrece un pan amargo porque
constantemente uno ha de morir a sí mismo para que el mundo pueda vivir y uno
ser conducido a la Patria Celestial. ¿Es que acaso es fácil rechazar a una
bella mujer que se le insinúa a uno –o viceversa- estando casado? ¿Es que acaso
es fácil obedecer al obispo cuando te envía a un pueblo casi incomunicado? Recordemos
la sentencia de San Ignacio de Antioquía en su carta a los Romanos: «Soy trigo
de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras». Cuando recibimos el
sacramento de la confirmación entramos a formar parte al ejército de los
soldados de Cristo para luchar contra el pecado muriendo a nosotros mismos para
que Cristo pudiera lucir en nuestras almas, y así poder ser hombres libres y
herederos de la Vida Eterna.
El
Pan de Cristo es la Eucaristía, el Pan de Cristo es la Palabra de Dios, el Pan
de Cristo son los diversos sacramentos que nos alimentan y nos nutren para que
su presencia entre nosotros sea tan intensa que no dudemos en rechazar la
tentación porque tenemos la esperanza cierta de alcanzar las promesas de
nuestro Señor Jesucristo.
Ya
que tenemos que comer, porque nuestro cuerpo y nuestra alma lo necesita
clamemos a una sola voz: «Señor, danos siempre de este pan».
5 de agosto de 2018
Suscribirse a:
Entradas (Atom)