Homilía del domingo VIII del Tiempo
Ordinario, ciclo a
26 de febrero de 2017
Imagínense estar en una ciudad, toda
en ruinas, siendo asolada por las bombas y tanques de los enemigos. Sin agua,
sin luz, sin comida, con los niños llorando, con los muertos por las calles, con
los edificios derrumbados y con metralla los muros de las casas. Los maridos
han tenido que dejar a sus esposas e hijos para ir al frente, para tal vez, no
volver. La angustia, el miedo, el dolor y la ansiedad por el incesante
sufrimiento es la tónica diaria. Y en medio de aquel lugar apocalíptico,
resguardado, protegido esté el profeta, rezando y suplicando a Dios,
escribiendo este poema materno sobre Sión, sobre esta ciudad que está siendo
pasto de todo tipo de destrucción.
Allí se ve sangre, muertos,
destrucción, huérfanos y viudas que o bien ya saben de la muerte de su esposo y
padre o estarán por saberlo en breve. Pero el profeta quiere levantar los ánimo
y los corazones. Y para eso representa a Dios como una madre que sin esposo se
hace fuerte abrazando y mostrando todo el amor a sus hijos, sacándoles adelante
a pesar de la miseria y del hambre. Incluso donde ya no cabe la esperanza, Dios hace resurgir
la vida.
Y precisamente de guerra nos habla
San Pablo en la segunda de las lecturas, aunque aquí no hay tanques, ni
flechas, ni metralla, ni derramamiento de sangre, sino grandes divisiones y situaciones muy
complicadas de convivencia. Y en este tipo de guerras, sin quererlo
o pretendiéndolo, por desgracia sí podemos estar metidos. Un conjunto de malos
entendidos; de cosas que a uno le ha hecho daño y que en vez de aclararlo se ha
enquistado; manifestaciones de egoísmo personal que tienen su repercusión
negativa en la vida comunitaria; las críticas hirientes que son lanzadas como
flechas incendiarias, etc. Ante esto el apóstol San Pablo nos plantea la terapia espiritual:
frente a todas las divisiones que se han podido enquistar en la comunidad, él nos
confiesa que es el último entre los últimos para así servir al Evangelio.
Que él no quiere ningún tipo de gloria, manifestando que el único juicio al que
teme es el juicio de Dios. Pide ser juzgado por Dios y no por los diles y diretes de los demás-como
dardos incendiarios-, que no dejan de ser fruto de la estrategia elaborada y
ejecutada por Satanás.
San Pablo nos dice que no juzguemos
antes de tiempo, que no entremos en la dinámica ni en la redes lanzadas por el
Maligno. Permitamos que el Señor entre y ponga paz, porque Él conoce aquel
pecado que se queda escondido en nuestros corazones enfermos y que nos genera
esa fiebre manifestada en actitudes poco cristianas. Muchas comunidades
cristianas se pueden destrozar si bajamos la guardia no haciendo caso al apóstol.
Porque si bajamos la guardia nos hacemos esclavos de nuestros ídolos
-empezaremos a valorar todo con criterios económicos, de rentabilidad y de
eficacia- y dejaremos de poner nuestra confianza en Dios. El Señor es el único
al que merece totalmente la pena una entrega incondicional. Hagamos nuestro el
versículo del Salmo Responsorial de hoy: «Sólo
en Dios descansa mi alma».
Lecturas:
LECTURA DEL LIBRO DE ISAÍAS 49, 14-15
Salmo 61, 2-3. 6-7.
8-9 ab (R.: 6a)
LECTURA DE LA PRIMERA CARTA DEL
APÓSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS 4, 1-5
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN
SAN MATEO 6, 24-34
26 de febrero de 2017
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