sábado, 18 de febrero de 2017

Homilía del Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo a

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a–19 de febrero 2017
Empieza la primera lectura de hoy diciéndonos algo que es cotidiano para la vida de cualquier cristiano, aunque –por desgracia- no nos demos cuenta: «El Señor habló así a Moisés». Dios nos habla todos los días a cada uno de nosotros. De un modo muy evidente lo hace cuando la Palabra de Dios es proclamada en la Asamblea. 
El Señor nos pone en algunas circunstancias para que –a pesar de nuestra ceguera espiritual- nos demos cuenta de cómo Él siempre actúa. Nos pone un ejemplo, Jesucristo nos dice «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen». Esto desconcierta a cualquiera. Realmente es pedir en demasía, es algo humanamente imposible. Sería tanto como pegar un salto de un lado del acantilado al otro, estando separados a mucha distancia habiendo un precipicio entre medias.
Algo en nuestra vida cristiana no cuadra: Decimos que nos fiamos de Dios pero no terminamos de abandonar nuestras propias seguridades. Algunos pueden decir que ellos no tienen seguridades. ¡Ya, ya!: El tener una familia que te acoja cuando las cosas no te van bien o has perdido el empleo, el tener una cuenta de ahorros con dinero para poder usarlo en un ‘por si acaso’, un seguro de vida por si hiciera falta hacer uso de él, el asegurarte un bien puesto de trabajo para tener una estabilidad económica y social, etc. Y eso de amar a nuestros enemigos, eso es muy exigente. Porque en el fondo amar a nuestros enemigos es un acto de profunda humillación. Satanás te está todo el rato diciéndote al oído: «no seas tonto, no te dejes pesar, defiéndete ya que tú tienes toda la razón, ni se te ocurra humillarte ante ese prepotente, no permitas que el otro pueda quedarse como vencedor». Y realmente puede ser que uno tenga la razón en alguna cosa,  pero tan pronto como entra en escena Satanás todo queda envenenado. La batalla que uno ha de afrontar no está en lo que tu hermano ha hecho o dejado de hacer, sino en tu interior en esa soberbia que se revuelve o en ese orgullo que está hay haciéndose notar.  Mi enemigo, tu enemigo no está fuera, sino dentro.
Lo que hace impuro al hombre no es lo come- se alimenta en la mente o en el cuerpo-, sino todo aquello que sale de él. Cristo aceptó la grandísima humillación de ser contado entre los pecadores y ser crucificado. Seguramente que llamaría poderosamente la atención a Poncio Pilato y a Herodes el hecho de que Jesús de Nazaret tuviese una mirada serena y un rostro en profunda paz aunque estuviese sufriendo en su carne lo que no está escrito. Y al aceptar ese camino de humillación nos abrió las puertas del Reino de Dios. Dense cuenta de cómo el mismo Satanás no se cansaba de tentar a Jesucristo incluso estando clavado en la cruz: «¿No eres tú el Mesías? ¡Sálvate a tí mismo y a nosotros!» (Lc 23, 39). También le decían: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, que el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos» (Mc 15, 32). Y Cristo respondió con palabras de bendición: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). E incluso le dijo al buen ladrón: «En verdad te dijo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).  Hasta el punto que el centurión, al ver lo ocurrido allí al pie de la cruz, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente, este hombre era justo».
Esta muy claro que ante los ojos de aquellos que vivan bajo los auspicios del mundo pasaremos por tontos y bobos. ¿Y por qué lo hacemos de este modo? Porque el Señor nos ha ido dando razones y pruebas, más que de sobra, que nos aseguran que Dios nunca abandona a aquellos que se acojan a Él. ¿Acaso el cuerpo de Cristo se quedó pudriéndose en aquel sepulcro escavado en la roca? ¿Acaso María Magdalena y aquellas mujeres que fueron muy de mañana al sepulcro llevando los aromas para embalsamar el cuerpo de Jesús pudieron hacerlo? ¿Acaso pudieron embalsamar su cuerpo? No pudieron embalsamar el cuerpo de Cristo porque su cuerpo no estaba allí. La fuerza de la resurrección había desplazado la roca que tapaba la entrada al sepulcro, los sellos (cfr. Mt 27, 66) que pusieron en la piedra para asegurarse que nadie robase el cuerpo saltaron por los aires como si hubiera habido una potente explosión fruto de la intervención directa del mismo Creador, resucitándolo de entre los muertos.

Dense cuenta de lo que suele pasar en nuestros pueblos, tantas familias que no se hablan con otras, o incluso entre los miembros de la misma familia que ni se saludan por motivos de herencias, de malos entendidos, de heridas del pasado sin cicatrizar. Satanás contemplando este espectáculo se brota las manos y lo goza. Pero si un cristiano se deja llevar por el Espíritu Santo, se humilla, pide perdón –aunque los demás no quieran acoger ese perdón que uno le da-, muestra su deseo de amar sellándolo con la oración, «Señor no nos tengas en cuenta este pecado»; es entonces cuando Satanás se empezará a poner muy nervioso y se revolverá con ira ya que nuestra alma se aleja de sus garras para acercarse a la luz de la salvación. 

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