DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a–19 de febrero
2017
Empieza la primera
lectura de hoy diciéndonos algo que es cotidiano para la vida de cualquier
cristiano, aunque –por desgracia- no nos demos cuenta: «El Señor habló así a Moisés».
Dios nos habla todos los días a cada uno de nosotros. De un modo muy evidente
lo hace cuando la Palabra
de Dios es proclamada en la
Asamblea.
El Señor nos pone
en algunas circunstancias para que –a pesar de nuestra ceguera espiritual- nos
demos cuenta de cómo Él siempre actúa. Nos pone un ejemplo, Jesucristo nos dice
«Amad
a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen». Esto
desconcierta a cualquiera. Realmente es pedir en demasía, es algo humanamente
imposible. Sería tanto como pegar un salto de un lado del acantilado al otro, estando
separados a mucha distancia habiendo un precipicio entre medias.
Algo en nuestra
vida cristiana no cuadra: Decimos que nos fiamos de Dios pero no terminamos de
abandonar nuestras propias seguridades. Algunos pueden decir que ellos no
tienen seguridades. ¡Ya, ya!: El tener una familia que te acoja cuando las
cosas no te van bien o has perdido el empleo, el tener una cuenta de ahorros
con dinero para poder usarlo en un ‘por si acaso’, un seguro de vida por si
hiciera falta hacer uso de él, el asegurarte un bien puesto de trabajo para
tener una estabilidad económica y social, etc. Y eso de amar a nuestros
enemigos, eso es muy exigente. Porque en el fondo amar a nuestros enemigos es
un acto de profunda humillación. Satanás te está todo el rato
diciéndote al oído: «no seas tonto, no te dejes pesar, defiéndete ya que tú
tienes toda la razón, ni se te ocurra humillarte ante ese prepotente, no
permitas que el otro pueda quedarse como vencedor». Y realmente puede ser que
uno tenga la razón en alguna cosa, pero tan pronto como entra en escena
Satanás todo queda envenenado. La batalla que uno ha de afrontar no está en
lo que tu hermano ha hecho o dejado de hacer, sino en tu interior en esa
soberbia que se revuelve o en ese orgullo que está hay haciéndose notar. Mi
enemigo, tu enemigo no está fuera, sino dentro.
Lo que hace impuro
al hombre no es lo come- se alimenta en la mente o en el cuerpo-, sino todo aquello que sale de él. Cristo
aceptó la grandísima humillación de ser contado entre los pecadores y ser
crucificado. Seguramente que llamaría poderosamente la atención a Poncio Pilato
y a Herodes el hecho de que Jesús de Nazaret tuviese una mirada serena y un
rostro en profunda paz aunque estuviese sufriendo en su carne lo que no está
escrito. Y al aceptar ese camino de humillación nos abrió las puertas del Reino
de Dios. Dense cuenta de cómo el mismo Satanás no se cansaba de tentar a
Jesucristo incluso estando clavado en la cruz: «¿No eres tú el Mesías? ¡Sálvate
a tí mismo y a nosotros!» (Lc 23, 39). También le decían: «A
otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, que el rey de
Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos» (Mc 15,
32). Y Cristo respondió con palabras de bendición: «Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen» (Lc 23, 34). E incluso le dijo al buen ladrón: «En
verdad te dijo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Hasta el punto que el centurión, al ver lo
ocurrido allí al pie de la cruz, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente,
este hombre era justo».
Esta muy claro que
ante los ojos de aquellos que vivan bajo los auspicios del mundo pasaremos por tontos y bobos. ¿Y por
qué lo hacemos de este modo? Porque el Señor nos ha ido dando razones y pruebas,
más que de sobra, que nos aseguran que Dios nunca abandona a aquellos que se acojan a Él.
¿Acaso el cuerpo de Cristo se quedó
pudriéndose en aquel sepulcro escavado en la roca? ¿Acaso María Magdalena y
aquellas mujeres que fueron muy de mañana al sepulcro llevando los aromas para
embalsamar el cuerpo de Jesús pudieron hacerlo? ¿Acaso pudieron embalsamar su
cuerpo? No pudieron embalsamar el cuerpo de Cristo porque su cuerpo no estaba
allí. La fuerza de la resurrección había desplazado la roca que tapaba la
entrada al sepulcro, los sellos (cfr. Mt 27, 66) que pusieron en la piedra para
asegurarse que nadie robase el cuerpo saltaron por los aires como si hubiera
habido una potente explosión fruto de la
intervención directa del mismo Creador, resucitándolo de entre los muertos.
Dense cuenta de lo
que suele pasar en nuestros pueblos, tantas familias que no se hablan con
otras, o incluso entre los miembros de la misma familia que ni se saludan por
motivos de herencias, de malos entendidos, de heridas del pasado sin
cicatrizar. Satanás contemplando este espectáculo se brota las manos y lo goza.
Pero si un cristiano se deja llevar por
el Espíritu Santo, se humilla, pide perdón –aunque los demás no quieran
acoger ese perdón que uno le da-, muestra su deseo de amar sellándolo con la oración, «Señor
no nos tengas en cuenta este pecado»; es entonces cuando Satanás se empezará a poner muy nervioso
y se revolverá con ira ya que nuestra alma se aleja de sus garras para
acercarse a la luz de la salvación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario