sábado, 24 de septiembre de 2016

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, ciclo C

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
Hay actores de series o de películas de televisión, que interpretan tan bien su papel que son conocidos por su nombre artístico antes que por el suyo propio. Se meten tanto en su personaje llegando a crear como una realidad paralela. Introduciéndose como una burbuja donde se ve como normal una realidad sacada y montada en la misma mentira. Se piensa, se siente, se actúa, se ama como lo hace el personaje de ficción llegando a dar por auténtico al inventado. Esto mismo nos pasa a cada de nosotros.
El Demonio, que conoce nuestros puntos débiles, puede llegar a pervertir nuestro entendimiento de las cosas y de la propia realidad. Estoy totalmente seguro que de tener conciencia los árboles, si preguntásemos a un árbol totalmente inclinado si está recto, mirando hacia el cielo, no dudaría en decirnos que él es el más alto de todos y que siente en su copa, como el primero y en primicia, las brisas del amanecer y los primeros rayos del sol. Y es tontería llevarle la contraria, es tanto como darse cabezazos con las paredes, porque se cerrará totalmente en sí mismo. Es el famoso ‘no es no’ o ‘¿qué parte del ‘no’ no entiende usted?’, popularizado por un político de nuestros tiempos. Y llevarle la contraria es estar de mal humor todo el día. El rico Epulón estaría totalmente seguro de que obraba correctamente. Se creía tanto el papel del personaje que tenía que interpretar que se fusionó con él. Epulón hizo un acto de voluntad consciente y deliberada, poniendo en juego todo su entendimiento, voluntad y libertad para fusionarse, ser uno con ese personaje. Es verdad que vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día, pero eso formaba parte de lo cotidiano, era lo que tocaba hacer en ese momento.
El rico Epulón como el árbol totalmente torcido no dudarían en afirmarnos que personas mejores que ellos sería prácticamente imposible encontrarlas. Un pasaje del Nuevo Testamento nos cuenta cómo los discípulos, estando a solas con Jesús le preguntaron que por qué ellos no pudieron expulsar a ese espíritu maligno que poseía a esa persona. A lo que Jesucristo les contestó que esta clase de demonios no pueden ser expulsada sino con oración. (cf. Mc 9,28-29).
El mendigo, Lázaro, estaba echado en el portal del rico, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Lázaro, al estar ahí, de ese modo, estaba cuestionando constantemente al rico. Lázaro estaba como aquel que intenta convencer a alguien y termina dándose cabezazos con la pared, sin conseguir nada. Por eso el rico, estando en el infierno, en medio de los tormentos gritaba a Abrahán a lo que Abrahán le respondió, que si querían evitar los hermanos de Epulón ir al infierno tenían que escuchar a Moisés y a los profetas.  Cristo dijo: «Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con oración».
¿Y por qué Abrahán le contestó así al rico Epulón? Lo hizo porque sólo la Palabra de Dios tiene poder exorcizante para poder llegar a conocer la auténtica verdad de las cosas y de nuestro ser. Sólo Cristo tiene el poder ya que Él es el KYRIOS, el SEÑOR.
Epulón era ese personaje que estaba tan identificado con su papel de rico que se había fusionado de tal manera que había olvidado la auténtica verdad de las cosas. Había llevado a cabo conscientemente un borrado de mente para olvidarse que él era un peregrino por este mundo hacia la Patria del Cielo. Como nos dice el profeta Amós: «¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión, confiados en la montaña de Samaría!». La vida le sonreía, tenía todo lo que una persona deseaba, en palabras del profeta Amós «se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen corderos del rebaño y terneros del establo (...) beben vino en elegantes copas, se ungen con los mejores aceites, pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José ». Lo único que podía salvar al rico Epulón lo tenía muy cerca, pero no escuchaba, no hacía caso. Lo único con capacidad de exorcizarlo y hacer que su persona se pudiera liberar del personaje que libremente interpretaba era la Palabra de Dios. La Palabra de Dios le hubiera puesto ante su cara la verdad de su existencia. Hubiera visto anticipadamente el infierno que le esperaba si seguía por esas sendas de perdición. Epulón rechazó la fuerza sanadora de la Palabra. Y de hecho, incluso estando siendo torturado en el infierno, ante las palabras sabias de Abrahán que le dice  «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen», y de ese modo evitar que los hermanos de Epulón fueran a parar a aquel lugar de tormentos, el mismo Epulón sigue rechazando la fuerza de la Palabra de Dios, tal y como lo hizo en su vida mortal. Por eso le replica a Abrahán «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán ».  A lo que Abrahán, ante la soberbia y el desprecio culpable que siente el rico por la Palabra de Dios, dicta sentencia: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto».
Cada vez que nos acercamos a la Palabra de Dios se van aflojando nuestras ataduras porque reconocemos cuales son nuestros pecados, dónde reside la falsedad en nuestra vida y nos urge la conversión y la pronta reparación.

Lecturas:
Am 6, 1a. 4-7
Sal 145
1 Tim 6,11-16
Lc 16, 19-31

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, ciclo C, 25 de septiembre de 2016

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sábado, 17 de septiembre de 2016

Homilía del Domingo XXV del Tiempo Ordinario, ciclo C

DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
            Hermanos, les tengo que reconocer que las lecturas de hoy me han quedado como 'fuera de juego'. Me han descolocado totalmente. Para poderme hacer entender les voy a poner un ejemplo, con todas mis torpezas. No hace mucho estaba en la casa de una familia, comiendo, y los niños estaban todo entretenidos, sentados en la moqueta, jugando con la consola. Se trataba de aquellos juegos en los que uno debe de ir superando diversos niveles, en los cuales la dificultad van aumentando. Normalmente te suelen dar tres vidas, las cuales puedes ir gastando y recuperando hasta que llegas al último nivel. Y uno llega, y si llega, con muy poca vida. A todo esto hay que sumar que es ahora, al final, cuando uno tiene que enfrentarse con el malo malísimo, con el villano de los villanos. Con muy poca vida y además haciendo frente al mayor de los desafíos que uno se tiene que hacer frente en todo el juego. Por este motivo uno ha de 'devanarse los sesos', buscar estrategias adecuadas para luchar contra él.
            Muchas veces confundimos, aun sin pretenderlo, este tipo de juegos con nuestra vida cristiana. Vamos superando pantalla a pantalla, nivel a nivel y damos por conseguido y superado todas las etapas o niveles que hemos traspasado ya. Es que resulta que en la vida real no disponemos de tres vidas como en los video juegos, sino únicamente tenemos una. Y durante cada nivel nos vamos encontrando con pruebas duras, pero es que al final nos encontramos con toda la crudeza y comportamientos retorcidos y crueles del malo malísimo, de Satanás. Satanás no va a escatimar ni medios ni esfuerzos para confundirnos y para atraparnos. Algunos son atrapados por las redes de las riquezas. Y si tienen que robar para conseguirlo, lo hacen sin problema: «Disminuís la medida, aumentáis el precio,
usáis balanzas con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias, vendiendo hasta el salvado del trigo
». Esto nos lo recordaba la Palabra del profeta Amos. Lo que pasa es que a veces no queremos escuchar porque no lo sentimos como necesario porque creemos que esto ya lo tenemos superado, pero no es así. Y atención, que si nos comportamos sin hacer caso a los avisos que nos hace la Palabra puede ser que estemos atrapados por la red tendida por Satanás. El administrador injusto de la parábola de hoy sabía muy bien lo que hacía. Él se conocía todos los trucos; él había traspasado una infinidad de pantallas o de niveles en su particular juego; se conocía al dedillo donde estaban las trapas para poder sortearlas pero su vida se fundaba en la mentira. Su ser no estaba formado de roca sólida sino de arenisca, y la mentira en sí misma no se puede mantener, se desploma, se desintegra, se vaporiza.
            En la vida cristiana no funcionamos, como por ejemplo, como las esclusas del Canal de Castilla, que de una se va pasando a otra y a otra, y la que está pasada ya está superada. Podemos encontrarnos con catequistas, presbíteros o incluso obispos que se supone que están o estamos por delante en la vida cristiana, pero que 'hacemos aguas' en muchas cosas. Me he encontrado a personas con ciertos años que me comentan que determinados pecados ya no les afectan porque son cosa de jóvenes. Que eso es algo superado para ellos. Que eso ya no les afecta. Y claro está, están totalmente engañados. Un bautizado que ha recorrido una etapa importante como cristiano, y que se supone que ha ido descubriendo mucho más que otros, debería de brotar de su alma muchos ecos y palabras sinceras tan pronto como la Palabra de Dios fuese escuchada por sus oídos y calentase su corazón. Y si esto no ocurre ¿no será porque nos creemos que tenemos superadas etapas anteriores cuando lo que pasa en realidad es que no somos capaces de reconocer nuestras importantes lagunas espirituales?
            De ahí que cuanto más responsabilidad o más recorrido se haya realizado en la vida cristiana mayores dosis de humildad se han de tener porque de gloriarnos sólo nos hemos de gloriar en el Señor. En palabras de San Pablo: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de presumir si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo y yo un crucificado para el mundo!» (Gal 6, 14).
            Lo importante y fundamental es lo que nos dice San Pablo: «He combatido bien mi combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe. Sólo me queda recibir la corona de la salvación, que aquel día me dará el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa» (2 Tim 4, 7-8).
           
Lecturas:
Lectura del Profeta Amós 8, 4-7
Sal 112, 1-2. 4-6. 7-8 R. Alabad al Señor, que ensalza al pobre.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a Timoteo 2, 1-8
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 16, 1-13
18 de septiembre de 2016

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domingo, 11 de septiembre de 2016

Homilía del Domingo XXIV del tiempo ordinario, ciclo c

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C

            En los numerosos estudios de los científicos sobre la evolución de la especie humana y de los animales nos cuentan que un elemento clave para la supervivencia de las especies fue la adaptación ante los importantes desafíos e inclemencias de fenómenos atmosféricos, desastres naturales, escasez de comida y de bebida, etc. Muchas especies han desaparecido de la faz de la Tierra y conocemos de su existencia por los fósiles que se encuentran en numerosos estudios de investigación.

            Sin embargo nosotros, los hombres, siempre hemos tenido a Alguien con mayúsculas que siempre ha velado por nosotros. Su mano todopoderosa nos protegía para que ningún mal fuera tan poderoso como para borrar nuestras huellas de la faz de esta tierra. Ya el salmo 70 nos lo recuerda en éste precioso versículo: «En el vientre materno ya me apoyaba en tí, en el seno tú me sostenías, siempre he confiado en tí». Fíjense en la belleza de esta frase: «En el seno tú me sostenías». Antes de poder hacer yo algo, cuando era un feto, un niño gestándose en el seno materno, ya recibíamos dosis infinitas de amor de Dios sosteniéndonos.

El hombre al intuir la existencia de algo sobrenatural empezó a darse cuenta que no estaba allí solo. Los hombres salían a cazar y muchos no volvían y esos cuerpos no eran arrojados a los animales, sino que esos cadáveres eran tratados de un modo muy especial. Hombres y mujeres se unían y fruto de esas uniones nacían sus hijos, surgía una nueva vida. Una nueva vida que año tras año se iba desplegando como si fuera un abanico. Los siglos fueron pasando y la especie humana fue evolucionando. No fue nada fácil, ya que éramos como esos grandes y frágiles navíos de la época de los piratas que ante el mar embravecido y las tormentas violentas amenazaban constantemente con hundirse en el fondo del océano. Sin embargo no se hundieron, porque Dios estaba constantemente velando por nosotros. «Todos aguardan a que les eches la comida a su tiempo; se las echas, y la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes; escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra» reza el salmo 103.

Los hombres somos libres y podemos hacer lo que consideremos más oportuno. Podemos pervertirnos, como se pervirtió el pueblo hebreo recién sacado de Egipto por el mismo Dios. Además el Señor dice a Moisés: «Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado». No han tardado en adentrarse en el océano del pecado, que siempre está siendo agitado por el violento oleaje, con el altísimo riesgo de hallar en el océano su propia tumba. ‘No han tardado en darme la espalda’, dice el Señor. Y como una madre, en medio de la noche, que espera que sus hijos regresen a casa, está pendiente, en vela –aunque esté muerta de cansancio. Tal y como nos enseña el salmo, si el Señor nos retira su aliento, morimos y volvemos a ser polvo. De ahí que Él permanezca siendo fiel a la alianza de amor, aunque nosotros lo hayamos despreciado. De ahí que el Padre de la parábola saliera todos los días con la esperanza de ver regresar a ese hijo pródigo. Nos dice el Evangelio: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio  y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos».

Dios tiene un proyecto precioso con cada uno: Crear en nosotros un corazón puro, renovarnos por dentro con espíritu firme; tal y como reza el salmo responsorial de hoy.

            Adquirir ese espíritu puro y esa renovación por dentro con espíritu firme no se alcanza de la noche a la mañana. Es un proceso largo y muy costoso, donde muchas veces se dan más retrocesos que avances. Sin embargo el Señor tolera determinadas cosas –no las quiere, ni tampoco las desea-, pero las tolera para que el alma vaya madurando en el amor. Cuando uno pasea por la calle y ve a un joven tirado borracho por la calle, siente lástima por el estado de cómo está esa persona. Pero si ese joven es tu hermano, o tu hermana de sangre, o tu primo o tus sobrinos... ya no sientes lástima sino que un sentimiento de pena y dolor profundo invade tu corazón. Ese dolor profundo y constante es el que sufre Dios con cada uno de nosotros cuando pecamos. Por eso es de agradecer que San Pedro, en su segunda carta, nos aliente recordándonos «que la paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación» (2 Pe 3,15).

            Bellísimas son las palabras de San Pablo en su carta a Timoteo: «Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por eso precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en Él y tener vida eterna».

 

 

 

 

 

Lecturas:       Éx 32, 7-11. 13-14

                        Sal 50

                        1 Tim 1, 12-17

                        Lc 15, 1-32

 

11 de septiembre de 2016

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viernes, 9 de septiembre de 2016

Homilía del funeral del señor Crisanto

HOMILÍA DEL FUNERAL DEL SEÑOR CRISANTO
El padre de la Hna. Magdalena, Abancay - + 7 de septiembre de 2016 - 9 de septiembre de 2016
(A la Hna. Magdalena y a su familia acompañando en su dolor ante el Sagrario)

            Mas fuerte que la ley de la gravedad que nos atrae hacia la tierra es la fuerza del corazón. La fuerza del afecto, del cariño, del amor hacia un  ser querido es tan potente que ni el tiempo es capaz de borrar, por mucho que calque la tierra. La fuerza del amor lleva en sí misma una fuerza desbordante que genera que los recuerdos fluyan impidiendo que ese ser querido sea olvidado. La muerte nos priva de su presencia física y nuestro recuerdo nos llenan de lágrimas nuestros ojos porque desearíamos escuchar sus voces, compartir momentos inolvidables, dar esos paseos largos o disfrutar de aquellas puestas de sol otoñales. La muerte nos ocasiona esa congoja en la garganta y esa sensación de desear despertar de una pesadilla que nos hace sentir frágiles, inestables y resquebrajados.
            Nuestra alma se queda apenada y en estos momentos no suenan con la misma intensidad aquellas palabras del Evangelio que tantas veces hemos escuchado. Nos duele profundamente los momentos que no aprovechamos para decirle que le queríamos y nos escuece aquellos en los que estábamos enfadados. La simple idea de pensar que su rostro no lo volveremos a contemplar en esta vida apena enormemente el corazón.
            Para aquellos que entienden su vida al margen de Dios es el final de todo, y lo único que ha podido ganar ese ser querido difunto es todo aquello que haya podido disfrutar. Y esto genera una espiral de desazón que puede conducir hasta la locura o a la mayor de las barbaridades.  Sin embargo, aquellos que deseamos ser fieles a Jesucristo y día a día nos afanamos en ir conquistando cotas de conversión, con la ayuda imprescindible del Espíritu del Señor, existe la certeza de que esto de la resurrección es algo real. Cierto que se puede ni medir, ni pesar, ni calcular, ni oler, ni tocar. Pero es real. De vez en cuando Dios nos hace algunos guiños desde la Gloria para recordarnos que aquello que no vemos y que esperamos realmente existe. Recordemos el milagro que Dios ha permitido realizar bajo la intercesión de la Madre Teresa de Calcuta y que ha propiciado que sea elevada a los altares como santa: un hombre brasileño, que se encontraba en fase terminal por graves problemas cerebrales, en estado de coma en UVI y que salvó su vida por la intercesión de la beata. Por la noche unos familiares y un presbítero pusieron una estampa de la beata Madre Teresa de Calcuta en su frente y que después se fueron a la capilla a rezar. Al regresar el quirófano al día siguiente por la mañana, el doctor que le trataba se encontró al paciente sentado, asintomático (no presentaba síntomas de enfermedad), despierto, perfectamente consciente, preguntándose qué hacía ahí. El médico explicó durante la fase de estudio de este milagro que había visto «nunca un caso como este» y que todos los pacientes similares que había tratado en sus diecisiete años de profesión habían fallecido.
            De hecho cada uno de nosotros tenemos experiencia de que Dios realmente existe y que Él ha actuado y actúa en nuestra vida. Por lo tanto la existencia del cielo existe. No sabemos cómo será. Sabemos cómo no es: no es la proyección de nuestros deseos terrenales realizados en lo celestial. Es estar con Dios. Y cuando uno ama a alguien le desea todo lo mejor, aquello que colme de alegría intensa e infinita su corazón, y estar con Cristo es sin duda lo mejor. Crisanto, el padre de nuestra hermana Magdalena, con toda seguridad estará contemplando el rostro del Padre. No obstante, y porque creemos en la Comunión de los Santos, rezamos por él para que si aún no lo estuviese viendo pueda gozar contemplando el rostro de Dios lo antes posible. Dale, Señor el descanso eterno. Y brille para ellos la luz perpetua.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Homilía del Domingo XXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
Lectura del libro de la Sabiduría 9, 13-19
Sal 89, 3-4 5-6. 12-13. 14 y 17 R. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a Filemón 9b-10. 12-17
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 14, 25-33

            San Pablo en su escrito a Filemón está mostrando una calidad tanto humana como cristiana altísima. Resulta que Onésimo, que es el esclavo de Filemón, se ha escapado: un esclavo que se ha fugado de la casa de su amo. En aquel contexto social donde la esclavitud era lo normal, esto estaba penado incluso con la pena de muerte. Filemón, el amo de este esclavo, es cristiano. Y San Pablo le ofrece luz para que pueda discernir el proceder de un seguidor de Cristo ante un suceso de tal gravedad. Es como si San Pablo, mediante este escrito, ofreciese unas dosis de sabiduría cristina a Filemón.
            Por de pronto el mismo Pablo se presenta como encarcelado, como prisionero de Cristo Jesús. No se presenta con las credenciales de 'apóstol', sino como prisionero. Resulta que Filemón está buscando a un esclavo y el mismo Pablo se presenta como esclavo, como prisionero. Ante esto Filemón perfectamente puede pensar: ¿Cómo es que San Pablo se pone al mismo nivel de un esclavo? En principio el esclavo es un ser que vale menos que una persona libre y del cual se puede usar de él para obtener unos fines. Y San Pablo le dice que Cristo ha llamado a la fe a Onésimo, a ese esclavo, y que ahora es cristiano. Un esclavo que además es cristiano. Las cosas se le complican a Filemón porque se ha dado cuenta cómo Cristo ha entrado en escena y las cosas ya no pueden ser como antes. Estoy seguro que Filemón sería un buen amo, comedido, moderado con el esclavo. Pero el mandamiento del amor de Cristo «de amaros como yo os he amado» parecía que no incluía a los esclavos.   Y si Cristo ha entrado en escena las cosas tienen que cambiar, las relaciones humanas se han de purificar, en una palabra, que hay aspectos serios donde uno tiene que ser claro para reconocer nuestra incoherencia y ponernos manos a la obra para convertirnos.
            Y San Pablo, que es un buen maestro, sabe por experiencia que si a una persona 'le fuerzas a que tome una decisión' te dirá que sí, pero a la larga es un 'no'. Lo que interesa es que Filemón descubra en este acontecimiento de la fuga de su esclavo un paso del Señor en su propia vida. Cómo Cristo ha dejado una huella en la vida de Filemón. Por eso, para no forzar la situación, el mismo Pablo le dice «pero no he querido hacer nada sin contar contigo». San Pablo lo hace para destacar que la conversión supone un acto firme y constante de la voluntad.
            Recordemos que Filemón no era cualquier cristiano, sino que en su casa se reunían para rezar, por lo que él estaba manifestando su fe públicamente. Pero en el momento en que Filemón acoge de nuevo a Onésimo y le acoge haciendo caso a las palabras de San Pablo «recíbelo como si fuera yo mismo» entra en escena unos modos de proceder totalmente nuevos que irán probando si esa conversión sale adelante o 'se vuelve a las andadas'.

            Y respecto a 'volver a las andadas' Jesucristo es muy claro en el evangelio de hoy: «Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?  No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar». Es que resulta que cuando uno quiere vivir su vida matrimonial, como novios, como solteros siendo cristianos, o sea edificar su vida en Cristo, es muy costoso, que hay que cargar con la propia cruz y a esta cruz no se le puede poner unas ruedas en la base para manejarlo con soltura. Sino que el Señor nos avisa diciéndonos que nuestra conversión es frágil e inestable. Y que si iniciado ese proceso de conversión 'tiramos la toalla' nos la liamos. Fijaros lo que nos dice la Sagrada Escritura: «Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; pero, al no encontrarlo, piensa: 'Me volveré a mi casa de donde salí'. Pero resulta que, al llegar, la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio» (Lc 11, 24-26). Por eso no podemos 'tirar la toalla', no podemos hacer un acto de voluntad aportándonos de Dios justificándonos que nos pide cosas difíciles o imposibles, sino seguir adelante apoyados en la fe y unidos los hermanos en el amor. 

jueves, 1 de septiembre de 2016

Enseñar al que no sabe es una obra de misericordia

Enseñar al que no sabe es una obra de misericordia.
¿Cómo ha de enseñar el que enseña? ¿Qué ha de buscar? ¿Qué ha de pretender aquel que se pone a enseñar? Realicemos una prueba de radio-diagnóstico a las motivaciones arraigadas en el corazón de aquel que enseña. ¿Qué pretende?, ¿qué busca?, ¿qué anhela? Porque hermanos, seamos claros, nos podemos encontrar a personas generosas, desprendidas, preocupados por los demás, pero que no sea más que un simple barniz. Yo he oído muchas veces cosas como estas: ‘Fíjate, con lo bien que me he portado con esa familia y ahora cuando estamos sufriendo nosotros no son capaces de estar a nuestro lado y de acompañarnos’; ‘mira a estos que se caían de hambre por las calles e iban como pordioseros  y mi abuelo les tenía que dar de comer ya ahora, como todo les va muy bien, se lo tienen muy creído’. Hermanos, en el momento en que empezamos a buscarnos a nosotros mismos, nuestros propios intereses, el amor se nos pudre. Si no somos capaces de alzar la mirada hacia Dios para descubrir la verdad de las cosas, estamos totalmente perdidos. No podemos llamarnos cristianos portándonos como paganos. El hecho de que mi hermano, o ese vecino o ese conocido me agradezcan o deje de agradecer nos debe de dar igual. Las cosas las hacemos no para ser reconocidos, sino porque amamos a Dios. ¡Por amor a Dios! Nos dice Jesucristo: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial.  Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Ti, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará» Mt 6, 1-4.  Nuestra sociedad está acostumbrada a vivir en el aquí y en el ahora, de tal modo que lo trascendente ha quedado como olvidado.
Las almas de muchísima gente tienen una joroba bien acentuada; más aún que la Quasimodo, el Jorobado de Notre Dame. Y esta gente tiene una joroba bien acentuada en su alma porque están convencidos que en este mundo o ‘pisas o te pisan’. Entonces intentamos hacer un ‘cóctel’ muy raro, porque uno se llama cristiano pero a la vez marca su territorio para que nadie ‘le pise’. Entendido de este modo las relaciones humanas son transacciones económicas y mercantiles en donde tú me das y yo te doy. ¿Donde queda el amor? Sólo hay intereses creados. Si uno tiene la mirada siempre orientada al suelo, a causa de esa malformación por las malas posturas en la columna vertebral del alma, lo más normal es que cada cual ‘se saque las castañas del fuego como pueda’. Entonces ¿dónde queda la misericordia?, queda en ‘papel mojado’ e inservible.  Resulta curioso porque luego todo el mundo ‘se echan las manos a la cabeza’ y gritan enloquecidos porque el amo de la casa se ha levantado y ha cerrado la puerta. Y los que se han quedado fuera empiezan a aporrear la puerta diciendo «Señor, ábrenos», «pero Él os contestará “No sé de dónde sois”». Y se le contestará desesperadamente diciéndole «¡Nosotros hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas!. Pero él contestará, «”No sé de dónde sois! ¡Apartaos de mí todos lo que pasáis la vida haciendo el mal» Lc 13,22-30). Incluso, si fuésemos muy atrevidos, podríamos hacer una contrarréplica al Señor para que nos abriese esa puerta: “Señor, es que todo el mundo se comportaba así. Todos lo hacían. Cada cual se preocupaba de sus cosas”. Contrarréplica que ni siquiera sería tomada en cuenta ni oída.
Si quitamos a Dios de nuestra vida el otro es un obstáculo para conseguir mis intereses, lo que yo quiero, por lo tanto el otro es un ser molesto, incómodo al que hay que quitar del medio, ignorarle, pasar totalmente de él, como si no existiera. Si la columna vertebral del alma está encorvada, con una joroba como la de los camellos o dromedarios es porque he entendido como normal el vivir la vida para uno mismo, ‘el vivir para sí mismo’. Y muchos de los aquí presentes se pueden preguntar: ¿Yo? ¿Cómo es posible que yo si estoy esté viviendo ‘para mí mismo’? Si yo no tengo pecados, no robo ni mato ni hago cosas malas. Si del trabajo a casa, yo no hago mal a nadie. Ahora bien, llega la hora de irme a tomar unos vinos con mis amigos y dejo lo que tengo que dejar, aunque mi esposa esté cargada de bolsas de comida y las tenga que subir por las escaleras hasta el noveno piso teniendo además algún hijo o nieto a su cuidado. Que uno se sienta en el sofá y se adueña del mando a distancia y si los demás se atrevieran a poner una cosa que uno no quiere, que se preparen, porque se hace la víctima  montando el numerito para denunciar tal injusticia. Cambiando lo cambiable al revés, con la esposa o con los hijos. Todo esto llevándolo al extremo. Esto es un ejemplo de cómo se ‘vive para sí mismo’,  y no se vive ni para Dios ni para los demás. A lo que el Señor nos exclama: ¡Velad!, ¡Vigilad!, ¡Estad despiertos!  Uno se piensa que como ya está casado, y por lo tanto, el amor ya está conquistado. Pero el amor no es como una estatua de bronce, sino una delicada flor que precisa de muchos cuidados y sacrificios. Cuando no hacemos caso a la exhortación y enseñanza de Jesucristo de que ‘velemos’, de que ‘estemos vigilantes, despiertos, atentos’ el amor se va apagando constantemente y a pasos agigantados. Como un avión en caída libre somos nosotros tan pronto como abandonamos o nos enfriamos en la vida espiritual. Vamos perdiendo tanta y tanta calidad en el amor que llega un momento en donde todo nos da igual. Si perdemos la conexión directa con el Sagrario, si dejamos de acercarnos a la Palabra de Dios y a los sacramentos estamos totalmente perdidos, convirtiéndonos en marionetas cuyos hilos son manejados por Satanás.
Nuestra sociedad está siendo envenenada por una serie de mensajes contradictorios que nos van diciendo sobre qué cosas hacen grande y bella la vida. Desde la escuela hasta las universidades, ya no se subraya como antaño lo que uno debe de aportar al bien común, sino que se valora casi exclusivamente lo que uno siente y puede reclamar de los otros. Se cargan las tintas mucho destacando la importancia de la información científica y técnica, y se tiende a menospreciar aquellas disciplinas que profundizan sobre el sentido de las cosas y de la vida. Esta sociedad nuestra, en contra de lo que nos enseña Cristo, nos invita a entrar por la puerta ancha, por la espaciosa; por la puerta que conduce a la perdición.
Jesucristo nos enseña que educar no es adoctrinar, ni manipular, ni adiestrar.  El alumno, el que está siendo educado, pide algo más: pide el testimonio de la grandeza de la vida y las razones de por qué es grande; pide que se le indique donde está la verdad y cómo alcanzarla. No afrontar estas cuestiones tan importantes y fundamentales para la vida de toda persona es como abandonar una barca en alta mar, dejando que afronte una navegación del todo incierta, sin rumbo, sin ideales y sin habilidades reales. Uno puede ser muy inteligente y dominar muchos saberes humanos, pero sin la enseñanza de Cristo morimos de sed en medio del océano. Morimos de sed, para muestra un botón: Al no ser humildes nos metemos en muchos problemas porque no se acepta los propios defectos ni tampoco se tratan de superarse, ni a Dios se le da las gracias por las cosas buenas. Porque cuando hay alguien que no reconoce tu trabajo ya te empiezas a sentir descalificado, te sientes que te han ‘hecho de menos’, sin tenerte en cuenta y lo vueltas y más vueltas. Te pones de mal humor porque no te han pagado lo que esperabas que te pagasen o porque las expectativas que tenías sobre un trabajo a realizar no se han cumplido. O porque nos hemos acostumbrado a tratar de cualquier modo a la esposa, al esposo, a los hijos y parece que ‘ese tratar de cualquier modo’ es lo normal. Jesucristo nos enseña que ‘todo lo bueno nos lo ha dado Dios’ y sólo cabe la acción de gracias.
Los medios de comunicación, los anuncios, las series televisivas, todo lo que vemos en Internet, todo nos educan con sus eslóganes subliminales en los que un fin bueno justifica medios torpes y justifican falsas perplejidades que luego dan lugar al relativismo moral. Un fin bueno es que los novios se aprendan a amar, que se conozcan mutuamente y un medio torpe es vivir como casados estando solteros. Esto es fruto –de los tantos- del relativismo moral porque si uno se adentra por una senda peligrosa donde empieza a confundir el amor con la satisfacción, el horizonte cristiano ha quedado borrado del mapa, y con ello el sentido auténtico del amor humano. ¿Por qué estoy contigo? Porque me haces sentir bien. Y esto no es cristiano. Las parroquias y los presbíteros al frente deberían de ser lugares idóneos donde desenmascarar la manipulación que conllevan algunos modelos de vida que nos ofrecen los medios. Dice el salmo 118 «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero».
La educación cristiana está dirigida a interpretar la vida y a acogerla en su complejidad y fragilidad. Y si se dan cuenta aquí cometemos un gravísimo error: se entiende por catequización y evangelización únicamente el aprendizaje de unos contenidos de la fe, pero nos olvidamos de lo más duro: el acompañamiento constante, sacrificado, ‘de tira y de afloja’ con el que es el catecúmeno. Del mismo modo que el niño va aprendiendo a leer y a reconocer los sonidos de las vocales y consonantes para luego poderlo escribir, también se les debe ir ofreciendo la presencia de lo religioso en su vida, para que lo vayan reconociendo, para que lo vayan integrando en su formación, para irles despertando ese sentido de lo trascendente que les vaya acompañando a lo largo de toda su vida. La educación cristiana de un niño, de un adolescente, de cualquier cristiano, es constante batalla en la que el maestro se desgasta a ‘pasos agigantados’, y en la cual el maestro se siente ‘vasija de barro’ sostenido por la gracia de Dios. Cada batalla ganada es un terreno ya no discutido, sino integrado y asumido.
Educar es mostrar el sentido de la ley moral que lleva inscrita en su corazón no como una exigencia de la sociedad, sino como una exigencia de la plenitud. Es verdad que el catecúmeno, el alumno en la vida cristiana se piensa que la plenitud es la satisfacción de sus caprichos o de sus opiniones. Por eso el maestro, el que enseña, el catequista, el presbítero que han de estar íntimamente unidos a Cristo ha de mostrar con el testimonio de su propia vida que existe un amor más grande por descubrir que nos conduce a lo bueno, a lo bello y a lo verdadero.

Cristo es nuestro maestro y cada uno de nosotros somos sus alumnos, sus catecúmenos.