DOMINGO
XIV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo C
Isaías 66,10-14c; Salmo 65,1-7.16.20; Gálatas
6,14-18; Lucas 10,1-12.17-20
Nos cuenta el Evangelio que los
setenta y dos volvían entusiasmados a Jesús diciéndole que «¡Señor, hasta los demonios nos obedecen en
tu nombre!». Lo nuestro es obedecer
a Dios. Con otras palabras, hacer de nuestra vida un servicio de Dios para
así entrar en comunión con Él.
Dios para salvar a la humanidad
suscita la fe de Abrahán, y para asegurarse que realmente Abrahán deposita toda
sus esperanzas en Dios le hace pasar por
la obediencia: «Sal de tu tierra, de
entre tus parientes y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te
indicaré» (Gn 12,1). Más adelante Dios le dice de nuevo a Abrahán: «Yo soy el Dios Poderoso. Camina en mi
presencia con rectitud» (Gn 17,1). Y la prueba de fuego, donde Dios le pide
algo horrible, le dice que debe de renunciar a su porvenir: «Toma a tu
hijo único, a tu querido Isaac, ve a la región de Moria, y ofrécemelo
allí en holocausto, en un monte que yo te indicaré» (Gn 22,2). Toda la existencia de Abrahán reposa en la
Palabra de Dios. No olvidemos que esta Palabra no se lo puso nada fácil. Le
impone avanzar a ciegas y realizar cosas de las cuales él no llegó a entender
su sentido. De tal modo que la obediencia es para Abrahán una prueba de Dios.
Abrahán es capaz de sacrificar lo más valioso que tiene en aras de la obediencia al Señor. Abrahán pasó con honores esa
prueba puesta por Dios, y Dios le recompensó: «Juro por mi mismo, palabra del Señor, que por haber hecho esto y no
haberme negado a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré
inmensamente tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de la
playa» (Gn 22,16).
A cada uno de nosotros Dios nos hace pasar por la obediencia para
probar la consistencia de nuestra fe. Incluso nosotros mismos de tener un
cargo de responsabilidad nos queremos rodear de colaboradores que previamente
hayan dado muestras más que evidentes de lealtad, de laboriosidad, de
responsabilidad y del bien hacer las cosas, ¡cuánto más si se trata de nuestra
salvación eterna!
San Pablo escribe a una comunidad
cristiana, la de los gálatas, que está atravesando
una grave crisis de identidad cristiana. Cuando las personas nos empezamos
a fiar más de nuestras seguridades, si nuestro entendimiento, voluntad y
corazón se llega a creer que por el cumplimiento de una serie de normas nos
podemos salvar estaremos haciendo la competencia a Cristo quitándole del medio.
¿Tengo que entender mi propia salvación con las mismas categorías que se emplea
en el pago de las mensualidades al banco para saldar una deuda? Es que resulta
que en esa comunidad de los gálatas se habían colado unos falsos predicadores
del evangelio que intentaban desprestigiar la predicación de Pablo. Ellos
sostenían que los cristianos debían de observar fielmente la ley de Moisés,
incluido el rito de la circuncisión. Es realmente más cómodo, más sencillo e
implica menos exigencia el cumplir con una serie de normas para tener la
conciencia tranquila…pero esto no es vivir en cristiano, será otra cosa pero a todas luces esto no es seguir a Cristo.
San Pablo les corrige diciéndoles que «lo
que importa es ser nuevas criaturas» (Gal 6,15b), para ello nos tenemos que
ajustar a esta norma, es decir, obedecer
al Espíritu Santo.
El hecho de estar en la Iglesia no
supone que estamos obedeciendo a Dios. Si
le obedecemos se irá notando en nuestras obras, la Palabra de Dios nos irá
iluminando internamente el alma y lo empezaremos a compartir con nuestros
hermanos porque la alegría de tener a Cristo cerca se contagia por todos lados.
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