viernes, 1 de julio de 2016

Homilía del Domingo XIV del Tiempo Ordinario, ciclo C

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo C
Isaías 66,10-14c; Salmo 65,1-7.16.20; Gálatas 6,14-18; Lucas 10,1-12.17-20
            Nos cuenta el Evangelio que los setenta y dos volvían entusiasmados a Jesús diciéndole que «¡Señor, hasta los demonios nos obedecen en tu nombre!». Lo nuestro es obedecer a Dios. Con otras palabras, hacer de nuestra vida un servicio de Dios para así entrar en comunión con Él.
            Dios para salvar a la humanidad suscita la fe de Abrahán, y para asegurarse que realmente Abrahán deposita toda sus esperanzas en Dios le hace pasar por la obediencia: «Sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te indicaré» (Gn 12,1). Más adelante Dios le dice de nuevo a Abrahán: «Yo soy el Dios Poderoso. Camina en mi presencia con rectitud» (Gn 17,1). Y la prueba de fuego, donde Dios le pide algo horrible, le dice que debe de renunciar a su porvenir: «Toma a tu  hijo único, a tu querido Isaac, ve a la región de Moria, y ofrécemelo allí en holocausto, en un monte que yo te indicaré» (Gn 22,2). Toda la existencia de Abrahán reposa en la Palabra de Dios. No olvidemos que esta Palabra no se lo puso nada fácil. Le impone avanzar a ciegas y realizar cosas de las cuales él no llegó a entender su sentido. De tal modo que la obediencia es para Abrahán una prueba de Dios. Abrahán es capaz de sacrificar lo más valioso que tiene en aras de la obediencia al Señor. Abrahán pasó con honores esa prueba puesta por Dios, y Dios le recompensó: «Juro por mi mismo, palabra del Señor, que por haber hecho esto y no haberme negado a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré inmensamente tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de la playa» (Gn 22,16).
            A cada uno de nosotros Dios nos hace pasar por la obediencia para probar la consistencia de nuestra fe. Incluso nosotros mismos de tener un cargo de responsabilidad nos queremos rodear de colaboradores que previamente hayan dado muestras más que evidentes de lealtad, de laboriosidad, de responsabilidad y del bien hacer las cosas, ¡cuánto más si se trata de nuestra salvación eterna!
            San Pablo escribe a una comunidad cristiana, la de los gálatas, que está atravesando una grave crisis de identidad cristiana. Cuando las personas nos empezamos a fiar más de nuestras seguridades, si nuestro entendimiento, voluntad y corazón se llega a creer que por el cumplimiento de una serie de normas nos podemos salvar estaremos haciendo la competencia a Cristo quitándole del medio. ¿Tengo que entender mi propia salvación con las mismas categorías que se emplea en el pago de las mensualidades al banco para saldar una deuda? Es que resulta que en esa comunidad de los gálatas se habían colado unos falsos predicadores del evangelio que intentaban desprestigiar la predicación de Pablo. Ellos sostenían que los cristianos debían de observar fielmente la ley de Moisés, incluido el rito de la circuncisión. Es realmente más cómodo, más sencillo e implica menos exigencia el cumplir con una serie de normas para tener la conciencia tranquila…pero esto no es vivir en cristiano, será otra cosa pero a todas luces esto no es seguir a Cristo. San Pablo les corrige diciéndoles que «lo que importa es ser nuevas criaturas» (Gal 6,15b), para ello nos tenemos que ajustar a esta norma, es decir, obedecer al Espíritu Santo.

            El hecho de estar en la Iglesia no supone que estamos obedeciendo a Dios. Si le obedecemos se irá notando en nuestras obras, la Palabra de Dios nos irá iluminando internamente el alma y lo empezaremos a compartir con nuestros hermanos porque la alegría de tener a Cristo cerca se contagia por todos lados.

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