DOMINGO
XVI DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C 17 de julio de 2016
Cuando uno llega a descubrir el amor
que le tiene Cristo se siente en deuda
para con todos. En un primer momento Abrahán sólo reconoció en esos
visitantes a tres huéspedes humanos, a tres personas que fueron recibidos con
una magnífica hospitalidad. Nos cuenta la Palabra que «Abrahán, en cuanto los vio, corrió a su encuentro desde la puerta de su
tienda. Esto es una consecuencia de
alguien que se sostiene en la Palabra de Dios. Sin embargo, todos tenemos
'daños colaterales' causados por nuestro pecado que nos demuestra que no nos
sostenemos en la Palabra de Dios. El tiempo trascurre y las rutinas nos van
'como domesticando', sin darnos cuenta nos vamos enfriando en el trato personal
y fraterno creyendo que el leño que echamos hace tiempo en la hoguera aún se
está consumiendo generando ese calor; y de ese leño sólo quedan las cenizas. Al
no sostenernos en la Palabra de Dios cumplimos con los deberes asumidos,
asistimos a lo que tenemos que asistir pero
no reina ese espíritu de lo divino en nuestras relaciones humanas. Y como
una herida mal curada se genera un callo, acostumbrándonos a la ausencia de lo
trascendente en medio de lo cotidiano. Abrahán sí se sostenía en la Palabra y
de ahí que pudiera disfrutar del carácter divino de esas tres personas que se
hospedaron en su tienda aquel día tan caluroso.
Como bautizados que somos llevamos
muchos años en las parroquias y en las diversas comunidades. Y cuando hacemos
nuestras revisiones anuales o cuando compartimos se carece de esa fuerza que genera la comunión que nos trae el Espíritu
Santo. Podemos estar mil años juntos, pero no haber entrado en la dinámica gozosa de la comunión entre nosotros.
Que un hermano sufre, todos sufrimos con él, que un hermano llora, todos
lloramos con él. En palabras de San Pablo: «¿Qué
un miembro sufre? Todos los miembros sufrimos con él. ¿Qué un miembro es
agasajado? Todos los miembros comparten su alegría» (1 Cor 12, 26). Es en
estos casos cuando uno descubre la presencia real de lo divino en las
relaciones humanas cotidianas, tal y como sucedían con los antiguos aventureros
que acudían en masa a los ríos para cribar el agua y así encontrar entre tanta
piedrecita las ansiadas pepitas de oro.
El mundo necesita ver que nos
amamos, que estamos como inmersos en esa dinámica de lo divino donde nadie es extraño,
sino que se participa ya aquí y ahora de esa comunión de los santos en el que
el otro es como si fuera una prolongación de mi propio yo porque Cristo está ahí
en medio, actuando y manifestando la fuerza de su obrar.
Muchos han sido bautizados en la
Iglesia y actúan como auténticos paganos, por eso es tan importante que nos
esforcemos en ese proceso de conversión personal, que nos dejemos sostener por la Palabra divina, para poder llegar a
ser, con la fuerza del Todopoderoso, como ese
faro encendido puesto en lo alto del acantilado que oriente hacia Cristo a
tantos bautizados desorientados. San Pablo desea que «todos lleguen a la madurez en su vida cristiana» (Col 1, 28). Nacemos
y crecemos en la Iglesia y las diversas experiencias de lo divino que vayamos
adquiriendo nos irá ayudando a aceptar las limitaciones de nuestros hermanos,
reconociendo las propias, dándonos cuenta que si esto sale adelante es porque
Dios está en medio de nosotros.
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