DOMINGO
XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C 31 de julio de 2016
Alguna vez he oído decir a padres
que ellos darían todos los bienes que ellos tienen con tal que su hijo recupere
la salud. Nos pensamos que nuestras riquezas son como un seguro de protección
ante eventuales desgracias, de tal modo que nos ponemos bajo su amparo, pedimos
su protección que es tanto como rendirlos culto. Tal y como hacían los paganos
con sus dioses antiguos, se les ofrece incienso y sacrificios para obtener su
protección. Es curioso porque es tanto
como pensar que con mi propio trabajo, con el dinero que yo gano marco mi
propio ritmo de vida, voy gestando -como un niño en el seno materno- mi
particular universo; compro lo que quiero comprar, viajo donde .quiero viajar,
se ama como se desea amar…. A mayor dinero y afectos adquiridos mayor capacidad
de autonomía se va adquiriendo y se va marcando las propias normas de vida
conforme a lo que uno considera importante. Y a este universo que uno mismo
se ha creado se le ha dado unas leyes de funcionamiento donde lo bueno o lo
malo queda a expensas del agrado o desagrado del interesado. Los hijos que se
tengan dentro de la convivencia se van a ir nutriendo de lo que ellos mismos
vean y asumirán como algo normal ese particular universo que han heredado. Han
heredado un espectacular castillo de naipes, pero ellos aún no lo saben.
Se creen seguros en ese particular
barco donde guardan en su camarote todas sus riquezas, posesiones, afectos y
seguridades. Sin saber cómo, de un modo repentino todo empieza a arder, las
bodegas se inundan de agua y el barco naufraga en medio del océano sin poder
hacer nada por evitarlo. ¿Qué provecho sacas ahora de todo lo que tienes? Uno
empieza a buscar desesperadamente una tabla de salvación, un chaleco salvavidas
y uno se arrepiente porque más de una vez se le había ofrecido y mil veces lo
rechazó, porque en ese universo creado por ese hombre Dios no tuvo la más
mínima cabida. «Vanidad de vanidades,
dice Qohélet, todo es vanidad» nos recuerda el libro del Eclesiastés.
Dios actúa en lo cotidiano. Sin
embargo uno se acostumbra a lo cotidiano, a lo que acontece cada día y pasamos
por alto las acciones maravillosas del Señor. Nos decimos cristianos pero
nuestro proceder es de paganos. No soy cristiano porque acuda a un culto
cristiano. Soy cristiano porque he sido
bautizado y porque quiero vivir del espíritu de Cristo resucitado. Nos dice
San Pablo en la segunda de las lecturas a los colosenses: «Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios».
¿Tengo experiencia de la exigencia que supone vivir del espíritu de Cristo
resucitado? ¿Podrías tú hablar de los
frutos conseguidos en tu vida por haber vivido del espíritu de Cristo
resucitado? No se ustedes, pero yo percibo con mayor intensidad los frutos
de aquellos que viven las normas de su particular universo. En la iglesia nos
alegramos de que los niños asistan a las catequesis de primera Comunión o de
confirmación, o que los novios acudan a los cursillos prematrimoniales. Sin
embargo entran en las catequesis como paganos y salen como paganos porque se
limitan a cumplir con la ley (acudir a unas reuniones mas o menos entretenidas)
y no se arriesgan a vivir en el espíritu
de Cristo resucitado, o bien porque aquellos que deberían de introducirles
no saben, no pueden o tal vez porque ellos mismos aún ni lo han descubierto, y
un ciego ¿cómo puede guiar a otro ciego?
San Pablo nos está hablando de ser
hombres nuevos en Cristo. Es más, nos dice lo siguiente: «Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras, y revestíos de
la nueva condición, que se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar
a conocerlo». Es decir que ni yo ni
nadie puede decir que es cristiano si actúo y pienso como un pagano. Si un
creyente se acerca a la Eucaristía y no está dispuesto a perdonar y a rezar por
los que le odian está siendo un mal cristiano y un ejemplo lamentable para
todos. Si uno se dice cristiano pero no defiende la moral de la Iglesia está
siendo un ejemplo dañino para muchos. Nadie puede ser cristiano y vivir con
posturas relativistas del 'todo depende de cómo se mire'. Esto genera un
conflicto sin precedentes en nuestra alma. Dice Jesucristo: «El vino nuevo se echa en odres nuevos»
(Mt 9, 17).
Nadie puede vivir su ser cristiano
si se mueve conforme a sus propias normas de vida, en donde uno establece lo
que está bien o mal, apetece o no apetece. Cristo es la medida de todas las
cosas y nosotros le obedecemos. Nosotros no somos la medida de todas las cosas,
es Cristo.
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