DOMINGO
CUARTO DE CUARESMA ciclo C 6 de marzo 2016
El
Señor habla a Josué, y su palabra es como la lluvia que empapa la tierra y hace
germinar la semilla. En el libro del Génesis nos cuenta cómo Dios dijo ‘hágase
el cielo, la tierra, los continentes, el sol, las estrellas, los animales....’
y todo fue creado con su Palabra. Pues ahora el Señor habla a Josué y lo hace
para crear algo nuevo: un pueblo en una tierra que sea luz para los
demás pueblos. El Señor ha creado unos campos pensando en ellos; el Señor ha
creado unos manantiales pensando en ellos; el Señor ha creado unos animales
pensando en ellos. Hasta este momento ha sido el Señor quien les ha estado
socorriendo con el maná, es ahora cuando empiezan a comer de los frutos de la
tierra dada por el Señor. El Señor no
solamente les ha dado el maná, sino también una Ley que les hace sabios ante
los demás pueblos. Una Ley que les proporciona entendimiento y
discernimiento ante las demás naciones. Luego el Señor no solamente se ha
procurado el cuidado en lo corporal, sino también en lo espiritual. Y además
les ha concedido la libertad; ya no son esclavos de los egipcios. Ya no son esclavos del pecado porque han aceptado la soberanía de Dios en
sus vidas. Ahora son libres y gozan de esa libertad. Nos cuentan
numerosos textos del Evangelio que los demonios conocían perfectamente quien
era Jesucristo. Estas criaturas satánicas declaraban que Jesús era el hijo de
Dios, el hijo del Altísimo, pero nunca
le reconocieron como ‘el Señor’, como ‘el Kyrios’. Ellos jamás han dicho
que ‘Jesucristo es el Señor’, porque de declararlo estarán aceptando su señorío
sobre ellos y dejarían de ser ‘ángeles de las tinieblas’ para convertirse en ‘ángeles
de la luz’.
Nos
dice San Pablo en la segunda epístola a los Corintios: «El que es de Cristo es una criatura nueva». El que acepta el señorío de Cristo es su vida es una nueva criatura.
Es ahora cuando se hace más urgente el hacer caso a las palabras de San Pedro: «Sed sobrios, estad alerta, que vuestro
enemigo el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar;
resistidle firmes en la fe». Y es lógico, que el demonio quiere conquistar
lo que aún no tiene conquistado.
El pueblo de Israel será
libre en la medida en que reconozcan el señorío de Dios en sus vidas siendo
Dios el Alfa y la Omega
de su vida, la razón de su alegría y el fundamento de su existencia. La primera
lectura nos ayuda a entender cómo Dios va cuidando con solicitud a su pueblo.
Es más, el Salmo lo expresa con estas palabras: «Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias».
El problema está cuando –fruto de nuestra impaciencia- queremos ser atendidos por Dios aquí y ahora. Y como no obtenemos
lo pedido con la rapidez que exigimos entra en escena Satanás para inyectarnos
su veneno diciéndonos: Mira, ¿ves como Dios no te hace caso? ¿Ves como Dios
pasa de ti? ¿Te das cuenta cómo lo que tu esperas no va a llegar porque Dios te
lo está privando? Y nos dejamos envenenar por el príncipe de la mentira y volvemos a fabricar aquel becerro de oro
que el pueblo elaboró fruto de su extravío y de la tardanza de Moisés
cuando estaba en la montaña. Recordemos que cuarenta años estuvo el pueblo de
Israel por el desierto y durante todo este tiempo, muchos de ellos se
estuvieron dedicando en criticar, ‘despellejar’, murmurar contra Moisés y
contra Dios. Pero ¿acaso el pueblo murió en el desierto sin llegar a la tierra
prometida? ¿Acaso el pueblo no consiguió ver y disfrutar de la promesa hecha a
Abrahán? ¿Acaso el pueblo falleció fruto del desaliento, del abandono, de la
desesperación, del hambre y de la sed? ¿Acaso el pueblo de Israel se extinguió
formando parte únicamente del recuerdo de las mentes más preclaras? Pues resulta que en la lectura de hoy nos
cuentan que «los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel
año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán». O sea, que Dios
permaneció a su lado y por eso ellos sobrevivieron.
Nosotros somos esos
idólatras que hemos fabricado nuestro particular ‘becerro de oro’ poniendo
nuestro corazón en otras cosas que no son Dios. Nosotros hemos formado parte de
ese elenco de personas que nos hemos dedicado a murmurar contra Dios y contra
Moisés porque las cosas no estaban saliendo como nosotros deseábamos. Nosotros
somos ese hijo desagradecido que «juntando
todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y derrochó allí su fortuna viviendo
perdidamente». Esos somos cada uno de nosotros. Y eso ¿por qué? Porque
muchas veces echamos la gracia de Dios en saco roto, y porque aunque Cristo nos ha traído el hombre nuevo nosotros seguimos moviéndonos con los criterios del
hombre viejo.
Sin
embargo, si hacemos caso a San Pablo y nos reconciliamos con Dios, las heridas ocasionadas por nuestros
pecados empezarán a ser sanadas. Y son sanadas porque Dios nos ama con
misericordia. Con un amor que abraza incondicionalmente nuestra pobreza y que nos
dice que no estamos determinados por el error cometido. Cristo nos
devuelve la dignidad perdida y nos anima cada día a emprender de nuevo el
camino.
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