DOMINGO
XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b, 13 de septiembre 2015
Is.
50,5-9a
Sal 114
Santiago 2,14-18
Mc 8,27-35
El Reino de Dios no se
construye con el poder, sino con la
entrega de la propia vida a favor de los demás. Aceptar a Dios como alguien
real supone esperar pacientemente su discreta y progresiva manifestación. Y
para esperar es necesaria la paciencia. Esta es «la paciencia (que) todo lo alcanza», ya nos lo indica Santa Teresa
de Jesús. Entregar la propia vida a favor de los demás no garantiza ni el
reconocimiento ni la propia aceptación. No estamos exentos de sentirnos como
basura por el modo de cómo seamos tratados por aquellos a los que servimos.
Nosotros lo hacemos porque amamos a Dios y no porque vayamos tras el aplauso de
los demás. Es tiempo de perseverar sin forzar la máquina en lo que hacemos y
tenemos. Es tiempo de soportar las burlas de los demás por ser cristianos, de
‘hacer de tripas corazón’ para no ‘dar un mamporro’ al paisano que se comporta
como insensato porque aún no ha descubierto el gozo de tener a Cristo cerca,
siendo la oportunidad de oro para hablar sobre él al mismo Dios. Y hermanos, no nos olvidemos que estar ‘dentro de la Iglesia ’ no implica ni
supone haber descubierto la alegría de tener a Cristo cerca o tener una experiencia
de fe que mantenga toda la existencia como la columna vertebral a nuestro
cuerpo.
Es hora de apostar sin
miedos por el apostolado, dejándonos llevar por el Santo Espíritu, ya que
amando con diligencia a los que tenemos cerca vamos, primero proyectando el
holograma de Jesucristo en esa realidad para luego hacerle presente como principio y fundamento de ese nuevo ser.
Y amar con diligencia es un ejercicio agotador; es atravesar la ardiente arena
del desierto estando descalzos y casi sin agua en la cantimplora sin poder
divisar la llegada en el horizonte. Y comento que amar con diligencia es algo agotador porque la ideología, el
planteamiento filosófico de fondo, el relativismo, junto con el materialismo,
consumismo y sensualismo reinante están
creando a personas que amen a ‘muy baja intensidad’, de amores de ‘usar y
tirar’.
Hermanos, nosotros somos
rebeldes, somos auténticos traidores para este mundo,
somos hijos desagradecidos que rechazan los dictados que se esfuerzan en
inculcarnos desde muchos frentes para que nos rindamos ante lo que todos hacen,
piensan y sienten. Somos los delincuentes que se suben a las alambradas y a los
muros para saltar de la tiranía del pensamiento único al reino de la libertad
que ha venido a traer Cristo. Quizá sea el tiempo de ponernos al trasluz de la
prueba e ir abandonando los escudos, las excusas que nos elaborábamos para
ponernos, tal y como somos, ante Dios. Y es precisamente aquí, cuando
Jesucristo, el Hijo del Dios vivo, fija en ti sus ojos y te pregunta: « ¿Quien
dices tú que soy yo?». ¿Jesucristo es nuestro caudal del agua del río
que hace girar las ruedas verticales con palas del molino para poder moler el
trigo? ¿Acaso Jesucristo son esos rayos solares que son recogidos en las placas
solares para poder ofrecer esa luz eléctrica que permite que los
electrodomésticos y las bombillas funcionen?
Y me van a permitir que
‘de una vuelta de tuerca más’: Cuando las cosas se complican; cuando el dolor
se manifiesta; cuando un hecho concreto va a acontecer o ha acontecido que
cambian nuestros planes; cuando uno se tiene que posicionar políticamente o
sobre cuestiones que afectan de lleno a la moral o a la ética y mencionado
posicionamiento genera rechazo por parte de los otros..., es entonces cuando se
cae en la cuenta de la dureza que supone seguir a Cristo pero a la vez uno constata que lo
sobrenatural existe porque el
Todopoderoso nos manda su sabiduría para que nos asista en nuestros trabajos. Su
sabiduría nos va guando y nos va guardando, protegiéndonos de un mal que puede
ser evitado.
Ante esto Jesucristo te
vuelve a hacer de nuevo la pregunta: « ¿Quien dices tú que soy yo?». A lo
que podríamos contestar: «Señor, con franqueza te digo
que mi vida antes de conocerte era más fácil, más sencilla, no me hacía
problema del pecado que cometía o de cómo me comportaba o me dejaba de
comportar. Hacía lo que todos hacían y entraba en su dinámica aunque me quedara
totalmente vacío andando en un sin sentido. Mas ahora, cuando te conozco, tu
presencia me resulta, muchas veces muy molesta, porque tu Palabra me denuncia, y
me resisto a comportarme como un cristiano. Pero cuando escucho lo que TÚ me
dices, cuando me calmo de mi particular enfado, cuando me desahogo llorando por
mi equivocación cometida te agradezco la paciencia que tienes conmigo y las
razones que me vas planteando van
creando en mí algo nuevo y gozoso, de lo que antes mi propio pecado me
estaba privando. Y como Pedro yo también digo que TÚ ERES EL MESÍAS, y tal como
dice el Salmo, ‘aquel que salva mi vida’».
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