sábado, 15 de agosto de 2015

Homilía del Domingo XX del Tiempo Ordinario, ciclo b

DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b, 16 de agosto de 2015
Lectura del Libro de los Proverbios 9, 1-6
Sal. 33, 2-3. 10-11. 12-13. 14-15 R: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 5, 15-20
Lectura del santo Evangelio según San Juan 6, 51-58

            Hermanos, en el momento en que uno empieza a decir SI a Jesucristo, un nuevo inquilino empieza a habitar dentro de uno. Cuentan los universitarios que comparten piso que cuando uno se suma a vivir con ellos, todo se ha de reajustar. No sólo el tema de los gastos, sino también el de la limpieza, las comidas, las coladas, e incluso el asunto de llevar a los amigos a ese piso. Lo que antes estaba acomodado, ahora toca replantear todo para poder integrarlo.
            Pues bien, Cristo es el inquilino de nuestra casa y la dirige desde su amor. Hermanos, voy a ser muy claro. Cuando uno dirige su vida como considera oportuno teniendo como criterios los suyos propios, estamos colaborando -de forma muy decidida y eficaz- en la secularización y en el vaciamiento de Dios en esta sociedad. No hay cosa que ocasione mayor daño que un cristiano que se comporta como un ateo. El cristiano que falta a las obligaciones correspondientes a su estado de vida -el casado como casado, el consagrado como consagrado, el presbítero como presbítero, etc.-, ese cristiano que falta con sus obligaciones hace mucho daño e impide que el Mensaje de Cristo sea conocido. Cuando rezamos al principio de la Eucaristía el «yo confieso, ante Dios todopoderoso...» decimos que hemos «pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Pues de la «omisión» de lo que no hacemos, del bien que no hemos realizado, de esa falta de cumplimiento de nuestras obligaciones, de eso, de esas obras de omisión pedimos perdón a Dios. ¿Por qué pedimos perdón a Dios de esas obras de omisión?, porque no hemos vivido conforme a la vocación a la que Dios nos ha convocado y al no colaborar con Dios hemos colaborado -de modo indirecto- con las fuerzas del mal.
            Hay un pensamiento de un escrito, filósofo y político irlandés de mediados del siglo XVIII llamado Edmund Burke decía que «lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada». Por eso, y por otros infinitos de motivos, es tan importante lo que reza el Salmo Responsorial de hoy:
            «Guarda tu lengua del mal, 
            tus labios, de la falsedad;
            apártate del mal, obra el bien,
            busca la paz y corre tras ella».
            Integrar a ese nuevo inquilino, que es Cristo en nuestra vida  nos lleva irremediablemente a un cambio en la escala de valores. En poner nuestra vida de lleno y sin reservas en las manos de Alguien que no percibimos con nuestros sentidos. En Alguien que se nos hace impalpable y del que no tenemos garantías tangibles en el aquí y en el ahora. Cristo quiere que nos dejemos alcanzar por Él. Que como nos dice San Pablo en su epístola a los Efesios:
            «Dejaos llenar del Espíritu. Recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor».

            Tan pronto como nos dejemos alcanzar por Cristo; tan pronto como Cristo sea nuestro inquilino; tan pronto como lo que nos mueva sea la fe en Él nos vamos a colocar en un camino incómodo, empezaremos a buscar, a ser nómadas y al mismo tiempo fecundos porque ya no iremos como vagabundos por el mundo, sino con el gozo ardiente en el corazón de tener la certeza de alcanzar un fin y un glorioso destino.

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