domingo, 10 de agosto de 2014

Homilía del Domingo XIX del Tiempo Ordinario, ciclo a


Domingo XIX del Tiempo Ordinario, ciclo a

LECTURA DEL PRIMER LIBRO DE LOS REYES 19, 9a. 11-13a
SALMO 84
LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS ROMANOS 9, 1-5
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 14, 22-33

            Las lecturas de este domingo lanzan una pregunta: ¿Dónde se manifiesta Dios? Parece que el Señor no se revela en los acontecimientos extraordinarios, ni en el huracán, ni en el ruido, ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa tenue, en el susurro, en el silencio de la noche y en el nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia.

A Jesucristo se le encuentra y se le sigue en el seno de la Iglesia. Ahora bien, el cristiano realiza su vocación en la Iglesia en comunión con todos los bautizados. Estamos en un contexto cultural donde esto de ‘la comunión’ no se lleva, es más lo que está en alza es todo lo contrario. La cultura actual subraya que el hombre es autónomo, que es autosuficiente. Dice un sabio refrán que «quien se tiene a sí mismo por maestro tiene a un tonto por discípulo». Los valores en alza en nuestros días son la autodeterminación, la autorrealización. Es decir, que está en alza todo aquello que suponga sacudirse todo tipo de tutela porque es juzgado y mal visto con recelo y bajo sospecha como si se te tratasen como un niño, como un infantil. El ideal máximo que se plantea esta cultura es el ‘se tu mismo’, tu auto- realízate, sé rebelde y no tengas dominio propio. Es más, se insiste que el hecho de que alguien te dirija desde fuera es tanto como anular o frustrar tus propias potencialidades. Se pueden dar perfectamente cuenta cómo en estos planteamientos mundanos no se manifiesta Dios, es más, no aparece ni en pintura la presencia divina. Estos planteamientos vigentes en nuestra sociedad son demoledores para la vida cristiana y se nos están colando en la Iglesia. En el fondo hay una ingenua concepción de la naturaleza humana donde se sostendría que el hombre tendría en sí mismo todo aquello necesario para su plenitud y la realización del hombre se conseguiría buceando en nuestro interior y desarrollando esas capacidades que tienes personalmente. Si se dan cuenta en este tipo de planteamientos y concepciones la ausencia de Dios es total. Según esta concepción madurar sería no recibir nada de fuera, sino simplemente explotar al máximo lo que ya tienes dentro de ti. Pero todo esto rezuma inconsistencia en sí mismo, ya que los talentos se nos han dado y se desarrollan gracias a los estímulos que vienen de fuera de nosotros mismos. Una persona, por muchos talentos que tenga como no tenga unos puntos de referencia que le eduquen, que le animen sería tanto como no tener esos talentos.

Ahora bien, la fe nos da un conocimiento especial porque sabemos que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios y que llevamos su huella impresa en nosotros y sabemos que no podemos alcanzar la plenitud sin el auxilio de la gracia, sin la redención de Jesucristo. El ideal del hombre no es el hombre autónomo, sino el hombre en comunión. Aquel que entiende que ha de encontrar su plenitud en Cristo y con sus hermanos. Es encontrase uno mismo pero fuera de uno mismo, con los demás; realizarse a través del olvido propio. Es decir si quieres realizarte a ti mismo tienes que salir de ti mismo y en la comunión con los demás madurarás. El hombre maduro no es aquel no que necesita dirección, sino aquel que es movido por el Espíritu Santo. Por el contrario el inmaduro es aquel que es arrastrado por sus pasiones. Dense cuenta de San Pablo, modelo de hombre maduro en la fe que tiene su conciencia «iluminada por el Espíritu Santo», guiada por el Espíritu Santo, movida por el Espíritu Santo.

El hombre no puede entender el sentido de la existencia sin la Palabra de Dios. La Palabra de Dios da la clave de interpretación a la existencia. Muchas personas me dicen «yo hablo con Dios pero no me responde, ¿cómo se yo lo que Dios me dice?». Pues lee la Palabra de Dios porque ahí tienes una guía y una respuesta concreta. Ahí ves cómo Dios se manifiesta. O ¿es que acaso de que otro modo pensabas que te iba a hablar Dios? La Palabra de Dios es una guía muy concreta donde Dios ilumina mis pasos. Es un modo eficaz donde Dios se revela con claridad. Y esta Palabra nos llama constantemente a la comunión con los hermanos, a ir avanzando por el sendero de la corrección fraterna, del encuentro, de compartir desde las experiencias,  la comprensión y la aportación mutua. Y como Dios está en medio de todo esto surgen las experiencias que nos engrandecen. Todo del prójimo se aprovecha en nuestra vida, todo nos sirve de provecho; sus virtudes y sus defectos. Sus virtudes porque aprendemos muchas cosas buenas de las personas que están junto a nosotros. Pero también sus defectos ya que forman parte del plan de Dios para que uno se vaya puliendo, purificando, para ir ganando en capacidad de superarse y para poner en práctica aquello de ‘sufrir con paciencia los defectos del prójimo’. Todo queda integrado en una especie de plan de Dios que nos purifica, que nos va puliendo.  

Además de la Iglesia recibimos la gracia de los sacramentos que nos sostienen en el camino. La Iglesia no sólo nos muestra el ideal de Cristo, sino que también nos alimenta para poder vivir ese ideal. Aquí también se manifiesta Dios. La Iglesia como madre alimenta a sus hijos, como por un cordón umbilical, por el que nos proporciona la vida, nos entrega a Cristo a través de los sacramentos.

Además, de la Iglesia aprendemos el ejemplo de la santidad. De hecho lo que queda al final, en la historia de la Iglesia, es la vida de los santos. ¿Alguien se acuerda qué obispo tuvo Santo Domingo de Guzmán o San Juan María Vianney?, pues ni nos acordamos de eso, lo tendríamos que consultar en las enciclopedias. De quien nos acordamos son de los santos. Los que han quedado para siempre son los santos, de lo contrario lo vamos olvidando de nuestra memoria. Lo que queda de la Iglesia son sus ejemplos de santidad; es lo que la Iglesia nos propone como modelo de imitación. Pues aquí tenemos otra manifestación bien clara y patente de Dios. Hermanas, lo que perdura en la historia es la santidad. Sabemos que aquí en esta tierra la santidad vende poco; pero nosotros somos ciudadanos del Cielo y lo nuestro es andar, constantemente y sin cansarnos, acercándonos a Cristo Jesús, nuestro Señor.

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