DOMINGO
TERCERO DE PASCUA, ciclo a
Acoger
y trasmitir la Palabra de Dios es tan necesario en nuestra vida espiritual como
lo es el inspirar y el espirar con nuestros pulmones. Este doble movimiento
está inscrito en el código genético de cada cristiano: ‘Damos testimonio de lo
que hemos visto y oído’. Todos somos
discípulos que escuchan y testigos que anuncian. Somos discípulos que
escuchamos pero no de cualquier modo: escuchamos ‘afinando el oído’. Al igual
que un compositor y un director de orquesta se esfuerza en ‘afinar el oído’
adquiriendo una finura musical sumamente extraordinaria, también nosotros
cultivando ese oído interno podemos llegar a escuchar al Espíritu Santo que se
nos revela en la Escritura.
Jesucristo cuando estaba dialogando con
esos discípulos tan despistados, los cuales no fueron capaces de reconocerlo
durante el transcurso del camino, les planteaba la Palabra Revelada con una
gran familiaridad. Les estaba impartiendo una catequesis excelente sobre cómo acercarse
a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que Ella pueda entrar de lleno
en el fondo de su mentalidad y
sensibilidad, para ser permanentemente evangelizado por Ella.
Son
muchos los obstáculos y resistencias interiores y exteriores que ofrece el
corazón humano ante la Palabra. Vencer esos obstáculos y resistencias es una
tarea prioritaria que tenemos entre manos todos los que somos cristianos. La docilidad ante la Palabra Revelada es
un objetivo prioritario e imprescindible para que el cristiano entregue su
mente, sus proyectos, sus desafíos, sus opciones y sus actitudes al mismo
Cristo. Al saber que mencionada Palabra procede de los labios de Dios uno reconoce su soberanía, su prioridad
absoluta sobre cualquier otra palabra, pensamiento o modo de proceder: «¿No
ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las
Escritura?».
Al
adentrarnos en esta misma dinámica a la que la Palabra nos llama enseguida
iremos captando las numerosas incongruencias que se van efectuando en la vida
cristiana tanto propia como ajena. Como si fuéramos una orquesta donde algunos
de los instrumentos no estuviesen debidamente afinados, enseguida nos
percataríamos de sonidos que tienden a desentonar de la armonía pretendida. El
pecado de mi hermano me daña y el mío propio perjudica. Uno puede captar las
consecuencias reales del pecado tan pronto como permitimos que la Palabra de
Dios pueda llevar a cabo su propia e intrínseca soberanía. Al estar uno repleto de la Palabra de Dios adquiere esa habilidad extraordinaria de poder
desechando todas aquellas mentiras de nuestra vida que, hasta hace poco tiempo,
han ido pasando por verdades. Esto es una auténtica gracia ya que sentimos
en nuestras propias carnes cómo Cristo nos libera de toda esclavitud ya que
hemos sido rescatados -según nos dice San Pedro- a precio de la sangre del
Cordero de Dios. El problema serio radica cuando el pecado se ha ido fundiendo
y confundiendo con lo más intrínseco de nuestro ser conviviendo con nuestras
esclavitudes con absoluta normalidad. Sin embargo tan pronto como uno se deja
encontrar por Cristo descubre la verdad de su propia vida, se choca de frente
con los errores cometidos, le duele profundamente el pecado cometido y uno vuelve
a permitir que Cristo sea el único soberano, dueño y Señor.
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