DOMINGO TERCERO
DE CUARESMA, ciclo a
ÉXODO 17, 3-7; SALMO 94; SAN PABLO A LOS ROMANOS 5, 1-2. 5-8; SAN JUAN 4, 5-42
Tanto el Pueblo de Israel como la
Samaritana del Evangelio son símbolos de todos nosotros y de la humanidad
entera, siempre inquietos buscando aquello que
deseamos y no tenemos: la realización plena, la vida, la felicidad.
En la primera lectura nos
encontramos al Pueblo de Israel que está sediento. Llegan a tal extremo que los
más atrevidos se llegan a encarar con Moisés.
Le empiezan 'a echar en cara' las cosas: «¿Por
qué nos ha sacado de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros
hijos y nuestros ganados?» (Ex 17.3). La ausencia de agua física
-recordemos que estaban en el desierto- les
lleva a cuestionarse si verdaderamente Dios está con ellos o si todo ha sido
una alucinación y acabarán muriendo de sed en el desierto. El pueblo
empieza a entrar en una espiral de rebeldía, de murmuración, de falta de
respeto y de sinrazones que se rebelan contra
Moisés de tal manera que llegan a
ofender a Dios. El pueblo había cogido una rabieta escandalosa y
lo mismo que sucede con los niños cuando están enrabietados es imposible poder
razonar con ellos. Sin embargo, toda esta situación
de pecado no impide que Dios continúe escribiendo la historia de la salvación
para que, cuando se calmen, recapaciten y se arrepientan de su mala conducta puedan descubrir el paso de Dios durante
estos momentos tan encolerizados y de impiedad por parte del pueblo. Por
eso se dice que se dio a aquel lugar el nombre de Masá -es decir, PRUEBA- y Meribá -es decir, QUERELLA, y nos sigue diciendo la
Sagrada Escritura «porque los israelitas habían
querellado contra Él». Es tanto
como si el mismo Dios hubiera levantado un monolito en ese mismo lugar para que el pueblo recuerde la infinita paciencia que Dios tiene con nosotros y cómo nos asiste
a pesar de nuestro comportamiento desagradecido e ingrato. Nosotros
muchas veces culpamos a Dios injustamente porque nuestras necesidades no están
saciadas como deberían, mientras que somos las personas las que provocamos esas
situaciones con nuestro egoísmo y con nuestra falta de solidaridad. Dicho con
otra palabras: son muchas las veces que nosotros mismos sufrimos las
consecuencias del pecado. Por ejemplo, el pecado del resentimiento, del no
querer perdonar de corazón, el odio acumulado son las cosas que hacen imposible
la reconciliación en al amor en un hogar. El llegar a pensar que se puedan dar
unas malas acciones son tan serias que ni siquiera la misericordia de Dios lo
pueda sanar, eso ya es en sí mismo un pecado muy serio. Si Dios es capaz
de perdonar y de sanar esa herida ocasionada por el pecado; cada uno de
nosotros, con la asistencia divina, también podremos.
El pueblo de Israel bebió y comió
gracias a Dios. Pero el ser humano anhela algo más
que lo material, algo más que no sea tan superficial y pasajero. Nos
dice Jesús en el Evangelio de hoy «El que
bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré
nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un
surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». Esa es la gran verdad que
descubre esa mujer Samaritana tras encontrarse con Jesús. La Samaritana puede ser cualquier persona que tiene en el
fondo de su corazón una sed desconocida, pero que busca, y no se niega a
ser saciada. Por eso Jesús se presenta como el AGUA VIVA que apagará su sed para siempre. Hay gente que, de modo
equivocado, no acuden a Jesucristo, y se dedican a 'ponerse parches' o remedios
superficiales tales como el alcohol, el refugiarse en el trabajo, la droga, el
afán de poseer, el mal uso de la sexualidad, la violencia con los demás o
cualquier otro 'parche' que no hacen más que incrementar la sed de gozar de una
vida plena con sentido.
San Pablo nos da una palabra de
aliento. Jesús ha venido al mundo para restablecer nuestra relación con Dios;
que es tanto como decir que ¡Sí es
posible podernos quitar esa molesta sed bebiendo de Dios! O sea, Dios nos
permite beber de Él porque su amor hacia nosotros sigue intacto. Y ahora la
pregunta es...y ahora ¿qué tengo que hacer yo para beber de Dios?¿qué medios me
ofrece la Iglesia y me pone a mi disposición para que yo entre en esa dinámica
sobrenatural a lo que Cristo me invita a adentrarme? ¿me puedo conformar con lo
que tengo o realmente tengo que 'buscar mi sitio' y dejarme evangelizar dentro
de la gran riqueza que existe en nuestra Madre la Iglesia?.
Cristo te dice: «Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba»
(Jn 7,37b)
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