sábado, 15 de junio de 2013

Homilía del Domingo XI del Tiempo Ordinario, ciclo c


DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo c LECTURA DEL SEGUNDO LIBRO DE SAMUEL 12, 7-10. 13; SALMO 31, 1-2. 5. 7. 11; LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS GÁLATAS 2, 16. 19-21; SEGÚN SAN LUCAS 7, 36-8, 3

 

            Los cristianos y las lámparas de aceite tenemos más cosas en común de lo que creemos. Las lámparas se mantienen prendidas con esa llama porque conservan el aceite en su interior, de ese modo -aunque sea poca intensidad- proporcionan la luz. Los cristianos si estamos llenos de Cristo somos luz para los demás y nuestro estar entregando nuestra vida como ofrenda a Dios proporciona -a todos aquellos que tengan «sus ojos abiertos»- un sentido sobrenatural de su existencia.

            La revolución de Jesús consiste en cambiar el corazón del hombre enseñándole a vivir en el mundo como hijo de Dios y ciudadano del Cielo. Jesús nos dice que somos criaturas de Dios, que vivimos alejados de Él porque nos hemos dejado engañar por el demonio y nos hemos hecho adoradores de los bienes de este mundo, en vez de poner nuestro corazón en el deseo de permanecer en eterna comunión con el Dios de Jesucristo. Me comentaban hace poco que en una Eucaristía de Primera Comunión una madre, ante las ganas de que todo acabase, decía a su hijo -el cual iba a comulgar por vez primera: «Aguanta que esta ya es la última Misa».

            Muchas veces no llegamos a darnos cuenta que la verdad de nuestra vida consiste en confiar en su bondad, arrepentirnos de nuestros pecados, en no dejarnos engañar por el apetito desordenado por las cosas de este mundo. Dejarnos guiar por Cristo para vivir sobriamente, poniendo nuestro corazón en la vida eterna. El rey David hizo que Urías el hitita muriera en la primera línea de combate en la batalla para poderse quedar con Betsabé, su esposa. Se dejó cautivar por su belleza olvidando que su vida era una ofrenda a Dios. Nosotros como el rey David también fallamos a Dios, y encima nos justificamos y no reconocemos ni nuestra culpa ni nuestro pecado.

            Hermanos, creer es comenzar a vivir de otra manera. Cada pecado personal afecta negativamente a la totalidad de la persona y contradice nuestra fe. Es más, el pecado habitual que solemos tener y la carencia del arrepentimiento hace más profunda la herida dañando seriamente nuestra sensibilidad cristiana. Por eso dice San Pablo que hay que vivir de la fe en el Hijo de Dios, y esto supone tener la conciencia alerta, esforzarse por ser fiel al Señor, no bajar la guardia. San Pablo tiene la experiencia gozosa de sentirse regenerado interiormente por Cristo Jesús y cuando uno tiene esta experiencia está deseoso de conocer cuál será la voluntad de Dios para uno.

            La mujer pecadora que se puso a regar los pies del Maestro con sus lágrimas, que se los enjugaba con sus cabellos y ungía con el perfume, sintió esa experiencia gozosa de ser regenerada interiormente. Esta mujer entendió que ser cristiana no era realizar un catálogo de cosas, sino ese profundo anhelo de conocer a Cristo y jamás separarse de Él.  

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