PENTECOSTÉS 2012
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Esta secuencia es preciosa, llena de contenido y sacada de la pluma de un creyente que ha experimentado el gozo de estar rebosante del Espíritu Santo. Dense cuenta que primero hacemos una súplica al Espíritu; ‘¡que venga!’, ‘¡que esté con nosotros!’, ‘¡que haga morada en nosotros!’. ¡Que queremos contar con Él!, ¡que queremos disfrutar de su presencia!, ¡que nos morimos de ganas de compartir de esa alegría que emana del Trono de Dios!
Nuestra alma ha de ser un corazón enamorada que palpite aceleradamente porque tiene a alguien con el que desea estar, reír, gozar y sufrir a su lado. Jesucristo nos dice: «Pedid y se os dará, llamar y se os abrirá»; y hermanos, lo que estamos suplicando es que anhelamos formar parte de las filas de los discípulos de Jesús, ¡que nos queremos alistar como discípulos suyos! Y por eso mismo, porque deseamos ser soldados de Cristo y apostar con decisión por una cultura cristiana suplimos, imploramos y rezamos para que el Espíritu Santo sea derramado generosamente en nuestras vidas y así poder gozar de esa lucidez que da Dios para poder entender lo que vivimos.
Los cristianos nos parecemos muchas veces a los topos, siempre bajo tierra. Hermanos, nos llegamos a creer que nuestra vida cristiana se reduce a una práctica de cultos y costumbres, llegando a conformarnos con esto porque pensamos que esto es lo máximo que podemos alcanzar en nuestro trato con Dios. Y es como si estuviésemos adentrándonos en una cueva y poco a poco la oscuridad fuera dominando y nosotros solo portáramos una pequeña linterna con las pilas medio agotadas. Es que resulta que cada uno de nosotros somos templos de Dios, somos sagrarios del Espíritu, que ¡Dios nos ha capacitado para poder acoger su presencia en nuestras vidas! Que Dios no nos pone en la mano una simple linterna con una luz apocada sino que nos ofrece su luz, la misma luz que Dios goza en el Cielo: Nos regala su Santo Espíritu.
Pongamos nuestros ojos en la Virgen. Ella es la llena de Gracia, la llena del Espíritu. Ella es el modelo de cómo tenemos que tener toda nuestra alma abierta las 24 horas a Dios. Cuando el Espíritu Santo se adentra en nuestra alma; cuando el Espíritu Santo se instala en lo más sagrado de nuestras vidas que es el alma… es cuando uno empieza a saborear las cosas de Dios.