sábado, 14 de abril de 2012

Homilía del segundo domingo de pascua, ciclo b

II domingo de Pascua, 15 de abril de 2012

El mismo que fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, que murió y fue sepultado. El mismo que del mismo modo resucitó de entre los muertos y ahora está sentado a la diestra de Dios Padre… pues ese mismo es el que se hará presente en medio de nosotros en las especies del pan y el vino consagrados. Y esto ocurre por una única razón: porque Jesucristo está vivo.

Jesucristo podía haber pensado que su cometido ya había sido realizado, que Él ya había cumplido con su trabajo y que ahora le toca disfrutar de la jubilación en la gloria del Cielo. Jesucristo podía pensar que todo lo que podía hacer ya lo había llevado a cabo y el que quiera salvarse, pues que se leyese el manual de instrucciones de la Biblia, que haga caso a las indicaciones que él mismo dio, porque él pone en el picaporte de su puerta el cartel de ‘no molestar’. Sin embargo, para nuestro mayor gozo, Jesús no piensa de este modo tan retorcido. Jesús no es egoísta. Jesús cuida de cada uno de los presentes y si alguno se extravía va detrás de él, como el Buen Pastor que es, en busca de la oveja perdida.

Jesucristo, que nos ama, desea nuestro mayor bien y nos ofrece su presencia que irradia paz. Él después de resucitar se apareció en múltiples ocasiones a los Doce Apóstoles y a sus discípulos. En el pasaje evangélico de hoy le vemos cómo se aparece en aquella casa ‘cerrada a cal y canto’ porque los discípulos tenían miedo de las reacciones de los judíos. Y lo que les trasmite, en medio de esta tensión y nerviosismo reinante es una paz que serena con gozo alegre las almas de todos los presentes. Y hermanos, esto también nos sucede a nosotros. Cuando uno acude al sacerdote para recibir el sacramento de la reconciliación y sale perdonado de sus pecados, uno experimenta esa paz del Señor. Cuando uno reza ante el Santísimo Sacramento y ve al Señor y uno se deja mirar por Él, uno obtiene una paz que únicamente Él nos puede proporcionar. Todo encuentro con Cristo nos genera esa paz sobrenatural.

Nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que los cristianos de las primeras comunidades llevaban una vida ejemplar de unión y fraternidad. Es que resulta que cuando uno está lleno de Dios, eso se nota. Ya sabemos cuales son nuestros particulares deberes como cristianos y los llevaremos a cabo con fidelidad al Señor siempre que vayamos buscando la paz que brota del encuentro con el Resucitado. Así sea.

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