miércoles, 4 de abril de 2012

Homilía del Jueves Santo, 5 de abril de 2012

JUEVES SANTO, 5 de abril de 2012

Cuando un ser querido fallece siempre le llevamos en el corazón. Y recordando los momentos vividos en común sentimos que, de algún modo, se hace presente de nuevo. Tenemos un deseo hondo de tener cerca a aquellos a los que amamos. No es que estemos mendigando amor, sino que aspiramos a tener el amor supremo que brota del Padre Eterno.

Jesucristo conoce nuestra sed de amor. Jesucristo desea saciar esa sed. Jesucristo ha manifestado un deseo que ahora es realidad: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19). Es más, tanto nos quiere que llegó a pronunciar estas palabras: «Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Y tengamos en cuenta que Jesucristo, el Señor, lo que promete siempre lo cumple.

Hoy el Señor, movido por su abundante amor, nos ha entregado tres regalos de un valor incalculable: la institución del sacramento del Orden Sacerdotal, el otro regalo es la institución de la Eucaristía, y el último es el mandamiento del amor.

Por medio del sacerdote la Palabra de Dios es proclamada, el perdón es administrado, Cristo se hace presente en la Eucaristía, en una palabra: Gracias al sacramento del Orden Sacerdotal Cristo se hace presente y actúa en los sacramentos. Es cierto los sacerdotes «llevamos un tesoro tan valioso en vasijas de barro» tal y como nos cuenta San Pablo (2 Cor 4,7) porque contrasta la grandeza del ser sacerdote con la debilidad del soporte humano, que es débil, frágil, quebradizo. Sin embargo no tememos, porque estamos seguros de que Dios que ha comenzado en nosotros una obra tan buena, la llevará a buen término (cfr. Fil 1,7).

El sacramento de la Eucaristía es el regalo supremo, el regalo de los regalos. Les voy a poner un ejemplo, aún sabiendo que los ejemplos tienen sus importantes limitaciones. Una mujer que ha quedado viuda enciende una vela del lampadario que se encuentra delante de la imagen de Nuestra Santísima Madre. Esa mujer, al encender la velita está rogando a Dios por su esposo, y le recuerda, vuelve a pasar por su corazón todas las experiencias vividas a su lado. Le da gracias por esa persona que con la que ya no puede seguir compartiendo su existencia. Sin embargo esa velita prendida en el lampadario no va a traer de nuevo a su esposo, no va a provocar una aparición milagrosa de su presencia. Simplemente ruega por él con amor. En cambio con la Eucaristía es distinto, porque lo que dice lo actualiza. Cuando el sacerdote, en las palabras de la consagración, y gracias al Espíritu Santo, pronuncia esas palabras tan bellas: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo (…)» y «Tomad y bebed todos de él porque esto es mi sangre (…)» es que en ese momento el mismísimo Cristo se hace presente en medio de nosotros. Es como si a través de estas palabras del sacerdote el Hijo Eterno sentado a la diestra del Padre se levantara de su trono glorioso atravesara el gran puente que nos separa, llegase a nuestra orilla quedando convertido en pan y en vino. Del tal modo que es Cristo el que está, no es una fotografía de Cristo, es realmente Cristo, el mismo que vino hace más de dos mil años a esta tierra y el que está formando parte de la Santísima Trinidad. Ustedes mismos han visto la enorme diferencia entre esa mujer que prende su velita en el lampadario recordando a su ser querido, que sólo lo recuerda y la grandeza de la Eucaristía que nos trae la presencia real y viva del Hijo del Altísimo, de Jesucristo.

Y el motor que debe de mover nuestra vida es el amor. Un amor dado no a ‘cuenta gotas’ sino con la misma generosidad que entregó Jesucristo en la cruz. Jesucristo nos dijo: «Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 15,12).

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