Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Lc 21, 5-19 (No
quedará piedra sobre piedra)
El pasaje del
evangelio que vamos a escuchar nos presenta a Jesús en un lugar no precisado de
la ciudad, pero claramente situado en un punto desde el que se ve el Templo de
Jerusalén. El evangelista Marcos comenta que estaba en el monte de los Olivos
con Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Y el monte de los Olivos, como se aprecia
en tantas imágenes, es el mirador perfecto para contemplar toda la explanada
del templo (cfr. Mc 13,1-4; Mt 24,1-3). Vale la pena detenernos un momento en
esa construcción para entender mejor lo que el evangelio de hoy nos quiere
decir.
Las
motivaciones de Herodes del Grande
La construcción de
aquel Templo la impulsó Herodes el Grande.
Y uno se pregunta por qué quería levantar algo tan enorme y espectacular. Por
un lado, aspiraba a pasar a la historia como uno de los grandes constructores
del Imperio romano, al nivel de Agripa, el yerno del emperador Augusto. Por
otro lado, quería ganarse a la aristocracia sacerdotal, porque el Templo
levantado después del exilio era más bien pobre y sin grandeza. Y además tenía
otra intención muy clara. Buscaba caer bien al pueblo, que lo veía como un
usurpador, ya que no era judío, sino hijo de un idumeo y de una mujer nabatea.
Las obras
empezaron hacia el año diecinueve antes de Cristo. Y cuando escucho fechas de
ese tiempo, incluso leyendo historia no religiosa, siempre me viene la misma
pregunta. Qué estaría pasando entonces en Nazaret.
Imaginemos la
escena. En el año diecinueve antes de Cristo, en Nazaret, María tendría unos
dos años y José unos cuatro. Es bonito pensar que quizá ya jugaban juntos por
aquellas calles polvorientas.
El gran Templo, orgullo y poder de Israel.
La construcción de
aquel Templo de Jerusalén requirió el trabajo de unos cien mil obreros. Los
arqueólogos israelíes sostienen que las maravillas del mundo antiguo no eran
siete, sino nueve. A las siete clásicas habría que añadir dos más, y una de
ellas era precisamente el Templo.
Cuando se hablaba
del Templo, distinto del santuario, se pensaba en toda la gran explanada, con
los pórticos que recorrían los cuatro lados. Uno lo conocéis bien, el pórtico
de Salomón, situado al este de la explanada. Luego estaba el pórtico regio, que
se extendía por la parte sur. Y dentro de ese conjunto se encontraba el
edificio donde se reunía el Sanedrín, el atrio de las mujeres, el atrio de los
israelitas… El Sanedrín era el consejo supremo de Israel, algo así como el
tribunal supremo y al mismo tiempo el “senado” religioso del pueblo, formado
sobre todo por sumos sacerdotes, sacerdotes influyentes, ancianos notables y
escribas, muchos de ellos fariseos. Tenía un gran poder en todo lo que afectaba
a la ley religiosa y a la vida pública del pueblo. Eso era el templo, una
auténtica maravilla arquitectónica. A día de hoy sigue asombrando cómo
pudieron, en aquella época y con los medios que tenían, levantar algo así.
El
santuario, corazón luminoso y más sagrado del mundo.
La otra gran maravilla era el santuario. El santuario no designaba todo el conjunto del Templo, sino la parte central, la zona más sagrada. Allí estaba el llamado Santo, donde brillaba la מְנוֹרָה (menorá), un gran candelabro de oro con siete brazos que ardía día y noche como señal de que Dios estaba “en casa”, presente en medio de su pueblo. Su luz le recordaba a Israel que no caminaba a oscuras, que su vida y su historia estaban llamadas a dejarse iluminar por Dios para ser también luz para los demás (cfr. Lv 24,2-4; Za 4,2-6). En ese mismo lugar estaba el altar del incienso. Basta pensar en Zacarías, que entra a ofrecer el incienso y, precisamente allí, recibe el anuncio de que será padre de Juan el Bautista (cfr. Lc 1,8-13).
Y aún quedaba el corazón del edificio, el ‘Santo Santorum’, el espacio más sagrado de todo lo creado, que el pueblo creía con firme solidez como el lugar donde se manifestaba de un modo único la gloria del Señor. El santuario lo levantaron mil sacerdotes a quienes se enseñó el oficio de canteros, porque Herodes no quería que aquellas piedras fueran tocadas por manos consideradas impuras. Hizo falta alrededor de un año y medio de trabajo intenso para darlo por terminado.
Columnas,
oro y cantos en la antesala de los sacrificios
Recordemos aún dos
espacios muy importantes dentro de todo el conjunto del templo. El primero es
la basílica regia, el llamado Pórtico Regio del que ya hemos hablado.
Imaginadlo un momento. Cerca de ciento ochenta y cinco metros de largo, en dos
pisos, y en cada piso cuatro filas de columnas, cuarenta columnas en cada fila.
Cada columna rondaría los diez metros de altura, más un capitel corintio de
casi dos metros. Cuesta poco imaginar el impacto visual de aquel pórtico regio.
En la planta baja se encontraba el mercado de los corderos y de las palomas, el
mismo que Jesús acabó por volcar y echar abajo (cfr. Jn 2,14-16; Mt 21,12-13).
Y, para terminar
el recorrido, vale la pena detenerse en la Puerta Dorada, llamada también Puerta
Hermosa o Puerta de Nicanor, que la tradición identifica con la “Puerta Hermosa
del templo” de la que hablan los Hechos de los Apóstoles (cfr. Hch 3,2.10).
Recibía el nombre de puerta dorada porque estaba totalmente recubierta de oro.
El historiador Flavio Josefo comenta que el grosor de ese recubrimiento de oro
era similar al de una moneda. Contemplar aquella puerta formaba parte del
conjunto de maravillas del templo, acompañado por la música que se interpretaba
allí y por los cantos de los levitas. Los levitas, además de encargarse del
servicio del culto y de todo lo que tenía que ver con el templo y sus
utensilios, eran también los responsables del canto y de la música en las
celebraciones, con salmos, instrumentos y coros organizados (cfr. Nm 3,5-10; Nm
3,25-26.31.36-37; Nm 8,19.22; Dt 10,8; 1Cr 15,16-18; 1Cr 16,4-7.37.41-42; 1Cr
25,1-8; 2Cr 5,12-14). Se colocaban en la escalinata frente a la puerta de Nicanor,
que daba acceso al llamado atrio de las mujeres, donde la tradición sitúa las
alcancías del tesoro del Templo y donde los evangelios colocan tanto la escena
de Jesús enseñando junto al tesoro como el gesto de la viuda que echa sus dos
moneditas (cfr. Jn 8,20; Mc 12,41-44; Lc 21,1-4). Desde allí se pasaba al atrio
de los israelitas, donde estaba el gran altar en el que se ofrecían los
holocaustos y los sacrificios (cfr. Ex 27,1-8; Lv 1,3-5; Mt 5,23-24).
Conocías la belleza si peregrinabas a Jerusalén
En tiempos de
Jesús corría un dicho muy conocido: quien no había visto Jerusalén, la
resplandeciente, no sabía lo que era la belleza; y quien no había visto el
santuario donde habita el Señor no conocía la verdadera magnificencia. El gran
deseo de cualquier israelita era poder subir, al menos una vez en la vida, a
contemplar aquella construcción impresionante, ir a “ver el rostro del Señor”.
Es el mismo grito del salmista: «¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?»
(cfr. Sal 42,3), y también aquella oración tan sencilla y tan honda: «Tu
rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro» (cfr. Sal 27,8-9).
Todo el salterio
está atravesado por ese mismo deseo: buscar el rostro de Dios y pedir que su
rostro brille sobre su pueblo (cfr. Sal 24,6; 31,17; 67,2; 80,4.8.20; 11,7;
17,15; 63,2-3). Pues bien, Jesús está allí, con un grupo de personas,
contemplando aquella obra grandiosa, y alguien rompe el silencio diciendo lo
que todos piensan: ¡qué maravilla!
Acaso Dios ¿no va a proteger su propia casa?
«En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo
bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo:
«Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que
no sea destruida». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y
cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».
es elegir la vida para todos
Jesús habría
querido evitar esta catástrofe a toda costa. No olvidemos que lloró sobre
Jerusalén, porque había rechazado su evangelio y, con ese rechazo, se
encaminaba hacia un final dramático (cfr. Lc 19,41-44).
Lo que Jesús había
puesto sobre la mesa era otra forma de vivir: un mundo nuevo, hecho de
fraternidad, de compartir, de servicio mutuo. Pero quienes no acogen esta
propuesta y se empeñan en mantener en pie el mundo viejo, el de la competición,
en el que el fuerte aplasta al débil, en realidad están firmando su propia
sentencia. Aferrarse a ese mundo es elegir, tarde o temprano, la propia ruina.
Roma grabó en piedra la catástrofe que Jesús había
anunciado.
Y, en efecto, la catástrofe llegó unos cuarenta años más tarde. El ejército de Tito cercó Jerusalén y acabó destruyendo la ciudad junto con su templo, cumpliéndose así lo que Jesús había anunciado (cfr. Lc 21,20). En Roma, el relieve del arco de Tito conserva todavía la escena de los soldados llevando en triunfo los objetos sagrados del templo, entre ellos el gran candelabro de siete brazos, la מְנוֹרָה (menorá).
Lo importante no es cuándo, sino qué significa.
Las palabras de
Jesús dejaron a todos tan desconcertados que, casi de inmediato, le preguntan
cuándo pasará todo aquello. Jesús, sin embargo, no entra en cálculos de fechas,
porque nadie sabe cuándo ocurrirán esas cosas. Lo que a él le importa es otra
cosa distinta. Le interesa enseñar a sus discípulos cómo colocarse
interiormente ante un acontecimiento tan duro y tan desconcertante (cfr. Lc
21,7-9).
Cuando Lucas se
sienta a escribir su evangelio, hacia los años 80–90 después de Cristo, el
Templo ya no existe, no ha quedado piedra sobre piedra, todo ha sido arrasado.
La pregunta entonces es inevitable. ¿Cómo leer aquel hecho? ¿Qué significado
tenía para las comunidades cristianas? ¿Qué lección debían sacar de un
drama de esa magnitud?
De
la fe-trueque con Dios,
Jesús
no quiere piedra sobre piedra
Quien subía al Templo
lo hacía, sobre todo, para dos cosas muy concretas: ofrecer sacrificios y pedir
bendiciones y favores al Señor. Pues bien, Jesús quería que no quedase piedra
sobre piedra de ese modo de entender la relación con Dios.
Él quería borrar
para siempre del corazón humano la imagen de un Dios que reparte gracias como
un comerciante: que concede sus favores a quienes le “dan algo”
—sacrificios, buenas obras, cantos, rezos— y se los niega a quienes no cumplen
o no se someten. El Templo de Jerusalén, tal como funcionaba entonces,
simbolizaba precisamente ese trato comercial con Dios, y eso es lo que Jesús
quería que desapareciera definitivamente.
Del
Templo de piedra al amor gratuito para todos
El Dios que
anuncia Jesús es un Dios de amor incondicional y gratuito. No negocia, no
selecciona a unos pocos. El Dios de Jesús hace llegar sus dones tanto a malos
como a buenos (cfr. Mt 5,45). Por eso la destrucción del Templo de piedra se
puede entender como un paso: del antiguo Templo al Templo nuevo del que él
había hablado.
La
Piedra de la creación,
corazón
de la oración de Israel
Imaginemos ahora
la escena que describe la tradición judía. En el túnel occidental de la explanada
del Templo se ve una roca que asoma en el muro. Es la piedra de la
fundación del mundo, considerada el lugar más sagrado del judaísmo, la
llamada אֶבֶן הַשְּׁתִיָּה (Éven haShtiyá). Según la tradición de
Israel, desde esa piedra Dios “tejió” todo el mundo. Esa roca sobresalía hacia
arriba en el Santo Santorum y, sobre ella, el día de יום כיפור (Yóm
Kipur), el sumo sacerdote entraba para derramar la sangre de la expiación de
los pecados.
Delante de esa
piedra —el punto más santo de Israel— siempre hay gente rezando, de día y de
noche, muchas veces mujeres. El llamado muro de las lamentaciones es un lugar
santo precisamente porque es el punto de oración más cercano a esa roca.
Ahora la piedra angular
del templo nuevo es Cristo
Pues bien, el Templo
material, que tenía esta piedra en su centro, cayó. ¿Qué significa esto para un
cristiano? Que esa piedra ha dejado su lugar a otra piedra: la que Dios ha
puesto en la Pascua de Cristo, la piedra angular de un Templo nuevo, no hecho
de mármol ni de oro, sino de piedras vivas (cfr. 1Pe 2,4-6; Ef 2,19-22). Es
decir, de quienes unen su propia vida de amor a la de Cristo. De este templo
espiritual suben al cielo los únicos sacrificios que agradan a Dios, que son las
obras de amor (cfr. Rom 12,1; Heb 13,15-16). Esta es la lectura que Lucas
quiere que sus comunidades hagan de la destrucción del Templo de Jerusalén.
¿Cómo
vivir ese momento del paso
del
Templo antiguo al Templo nuevo?
Ahora bien, ¿cómo
vivir este momento de paso del Templo antiguo al Templo nuevo? Jesús da dos
indicaciones.
La
Primera Indicación de Jesús
No
te creas a quienes se venden como salvadores
«Él dijo: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos
vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está
llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos».
Como todos esperan
y desean el nacimiento de un mundo nuevo y de un ser humano nuevo, Jesús
advierte de un peligro muy concreto, el de dejarse engañar por falsos mesías.
Vendrán presentándose en su nombre, es decir, como salvadores, como enviados
del Señor, incluso atribuyéndose un tinte casi divino. Llegarán a usar la
expresión «yo soy», una fórmula que en la Escritura remite al nombre con el que
Dios se revela a Moisés, «Yo soy el que soy» (cfr. Ex 3,14), donde la versión
griega traduce ἐγώ εἰμι ὁ ὤν. Esa misma expresión aparece una y otra vez en los
evangelios, tanto en la advertencia de Jesús sobre quienes vendrán diciendo «yo
soy» como también en sus propias palabras (cfr. Mc 13,6; Lc 21,8; Mt 24,5; Mc
6,50; Mt 14,27; Jn 6,20; Jn 8,24.28.58; Jn 13,19; Jn 18,5-6; Mc 14,62; Jn
6,35.48.51; Jn 8,12; 9,5; Jn 10,7.9.11.14; Jn 11,25; Jn 14,6; Jn 15,1.5). Por
eso Jesús insiste, estad atentos, no vayáis detrás de ellos.
Esta advertencia
de Jesús nos toca de lleno hoy. No hace tanto hemos visto ideologías y partidos
que prometían un “mundo nuevo” y un “hombre nuevo”. Se
presentaban como salvadores, como si trajeran ellos solos la solución
definitiva, y al final han mostrado un rostro profundamente deshumanizador.
Y quienes los siguieron, muchas veces con buena voluntad, han acabado siendo
parte de proyectos inhumanos.
También tenemos que
abrir los ojos ante otro tipo de falso mesianismo, más silencioso pero muy real:
el de la ciencia y la técnica cuando se convierten en absolutos. Cuando se
repite que hay que hacer todo lo que se puede hacer técnicamente, sin preguntar
si es bueno o justo, antes o después eso se vuelve contra el ser humano.
Y hay un engaño
más sutil: confundir el “mundo nuevo” con la última novedad, con la moda
del momento. Hoy quienes dominan la atención en las redes son capaces de hacer
pasar por buenas opciones claramente contrarias al evangelio.
«Tened cuidado»,
dice Jesús, «porque os engañan». Dirán: «está
llegando el tiempo», y aquí el término griego no es χρόνος (jrónos),
el tiempo del calendario, sino καιρός (kairós); «καί ὁ καιρὸς ἤγγικεν»,
que significa, «y el momento oportuno/el tiempo decisivo (no el tiempo
cronológico del calendario) se ha acercado/ya ha llegado a estar cerca»; el momento oportuno, el tiempo decisivo para
cambiar las cosas (cfr. Lc 21,8). Añadirán que “los tiempos han cambiado”
y que cierta moral y ciertos valores son restos del pasado, cosas de otra
época. Jesús insiste: «estad atentos, no os dejéis deslumbrar por propuestas
contrarias a mi evangelio, porque os engañan».
Pedir al Espíritu Santo el Don
del Discernimiento
Cada día
políticos, gurús económicos, voces mediáticas y tecnocientíficas prometen un
mundo mejor, así que cabeza fría, contrasta todo con el estilo de Jesús
—verdad, humildad, servicio— y mira los frutos en los más frágiles. Apóyate
en la Tradición, el Magisterio, la Sagrada Escritura y la comunidad cristiana
—Papa, obispo, presbíteros y catequistas— para discernir a la luz del
Espíritu Santo. La parroquia está llamada a ser comunidad de comunidades y,
dentro de ella, la comunidad cristiana es el lugar donde crece la fe y uno va
descubriendo lo que Dios quiere para su vida, unidos al Papa y a los Obispos.
La
Segunda Indicación de Jesús
Las
Dos maneras de leer los acontecimientos
«Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no
tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será
enseguida». Entonces les decía: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra
reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá
también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo».
Llegados a este
punto, Jesús usa un lenguaje que hoy llamamos apocalíptico. Suele emplearse
mal, como si fuera sinónimo de catástrofe, y no lo es, aunque oigamos hablar de
sequías o tsunamis “apocalípticos”.
Apocalíptico viene
del verbo griego ἀποκαλύπτω (apocalýpto). Ἀπό (apó) indica
alejamiento y καλύπτω (kalýpto) esconder. Dicho en llano, es quitar
el velo que tapa y no nos deja ver la realidad. Jesús lo usa así. No busca
darnos miedo, quiere animarnos, tal como hacían los autores apocalípticos.
Quiere levantar el velo para mirar la historia y lo que ocurre en nuestro
mundo con la mirada de Dios.
Menciona guerras,
revoluciones, terremotos, hambres, epidemias, hechos que impresionan. No hay
nada nuevo ahí. Son cosas que siempre han existido y que siguen delante de
nuestros ojos. La clave está en cómo leer estos sucesos. Y aquí se abren dos
miradas posibles.
La Segunda Indicación de Jesús
Las Dos maneras de leer los
acontecimientos
La primera
reacción suele ser el desánimo. Pensamos que no hay nada que hacer, que más
vale bajar los brazos y resignarse, porque todo seguirá igual. Con esa mirada,
el mundo nuevo que Jesús anuncia parece una utopía imposible. Se nota cuando en
un colegio concertado católico se celebra Halloween como si fuera propio y
nadie propone alternativa; cuando los padres entregan a sus hijos a las
pantallas y a los móviles para que no den guerra; cuando parejas se casan con
separación de bienes por miedo a la ruptura; cuando matrimonios cierran la
puerta a la vida por cálculo y desconfianza; cuando profesores o catequistas
callan ante ideologías contrarias a la fe por temor a la crítica; cuando una
comunidad parroquial deja de proponer confesión y adoración porque “ya no
interesa”; cuando jóvenes normalizan la pornografía convencidos de que “todo
el mundo lo hace”; cuando familias abandonan la oración conjunta porque “no
hay tiempo”; cuando fieles dejan de santificar el domingo; cuando agentes
pastorales rebajan el anuncio para no incomodar; cuando trabajadores honestos
ceden ante prácticas corruptas porque “si no, te apartan”; cuando
alguien cae y concluye que nunca cambiará y abandona la lucha. Si Satanás nos
convence de esto, ha ganado. Y justo eso quiere evitar Jesús. Jesús nos invita
a mirar la historia con los ojos de Dios y a situarnos dentro de su proyecto,
no desde la resignación; alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación,
perseverad y salvaréis la vida (cfr. Lc 21,28; Lc 21,19).
La
Segunda Indicación de Jesús
2.-El
despertar el coraje para
colaborar
en el proyecto de Dios
Los autores apocalípticos del tiempo de Jesús proponían otra lectura de las horas difíciles. No son dolores que anuncian la muerte, sino dolores de parto, señales de que está por nacer un mundo nuevo. Por eso ese lenguaje no busca asustar, sino despertar coraje y compromiso para colaborar con el proyecto de Dios.
Un modo de
despertar ese coraje y comprometerse en el proyecto de Dios es asistiendo a las
Catequesis para Adultos que organiza el Camino Neocatecumenal; las
cuales te introducen en una dinámica catequética, nacida del Concilio Vaticano
II y en plena sintonía con los Obispos y con el Papa, que ayuda a ir
redescubriendo el bautismo e ir gestando en nosotros ese hombre nuevo que vino
a traernos Jesucristo.
Esta es la mirada
a la que Jesús quiere introducir a sus discípulos. Nos asegura que el mundo
nuevo está a las puertas, que estamos ante el paso del mundo viejo al mundo
nuevo. De hecho, un poco más adelante dirá
«cuando empiecen a suceder estas cosas, levantaos, alzad la cabeza, porque
se acerca vuestra liberación» (cfr. Lc 21,28).
El
mundo viejo luchará
con
uñas y dientes para prevalecer
«Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán,
entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante
reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os
servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza
que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo
os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir
ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres,
y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de
vosotros,
y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con
vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».
Y ahora viene la
pregunta de fondo. ¿El mundo viejo se va a dejar morir o peleará con uñas y
dientes para seguir vivo? Cuando alguien se empeña en sacarlo de en medio,
¿no acabará siendo perseguido?
Hay dolores que
llegan sin buscarlos, pero hay otros que uno debe contar como parte del camino
si decide ciertas cosas. Quien elige seguir a Cristo ha de saber que hay un
precio. La persecución llegará. Jesús no quiso engañar a nadie. No prometió una
vida fácil ni dijo que vendrían aplausos. Repitió más de una vez que adherirse
a él trae oposición (cfr. Lc 21,12-19; Mt 10,17-22; Jn 15,18-20).
Para el discípulo
basta con que le pase lo mismo que al maestro. Si al dueño de la casa lo
llamaron Belcebú, ¿qué pueden esperar los suyos? (cfr. Mt 10,24-25).
Como
muestra un botón
El mundo viejo
pelea, entre otras cosas, por quedarse cuando: el clericalismo se protege y
calla a quien pide verdad; la norma se usa para no tocar al herido; importan
los puestos más que el servicio; se prefiere al fuerte y se olvida al pequeño;
la propaganda llama bien a lo malo y malo a lo bueno; las modas y redes
sustituyen la verdad por tendencia y cancelan a quien discrepa; el poder
fabrica urgencias, compra silencios y presume de progreso con salarios
injustos; la ciencia y la técnica se absolutizan y se hace todo lo posible sin
preguntar si es bueno; pantallas e IA desinforman, aíslan y crean dependencia;
en casa mandan las pantallas más que los padres, no se corrige por miedo y la
división de los esposos rompe la autoridad; el cuerpo se consume en lugar de
donarse, el pudor se ridiculiza y la pornografía esclaviza; la fe se enfría en
resignación, la oración cede al activismo y la comunidad se vuelve club sin
misión.
¿Por
qué esta persecución tan agresiva?
¿Por qué esta
persecución? Porque Jesús ha puesto en marcha un mundo nuevo y el mundo viejo
no se rinde. La institución religiosa se sintió descolocada ante el verdadero
rostro de Dios que Jesús mostró y reaccionó con violencia. Contra él levantaron
piedras. ¿Qué pueden esperar de mejor sus discípulos?
La economía del
Imperio romano descansaba sobre la esclavitud; entre una quinta y casi una
tercera parte de la gente vivía encadenada. En ese mundo irrumpe el Evangelio,
que proclama fraternidad y dignidad para todos, y desmonta la lógica que
convierte personas en cosas. ¿Qué podían esperar quienes anunciaban esta
novedad del amor universal? Persecución. Porque cuando dices que ningún ser
humano es mercancía, el sistema te quiere fuera.
Jesús
ya nos avisó para alentarnos en medio de las pruebas
Jesús fue claro. «Ay
de vosotros cuando todos hablen bien de vosotros» (cfr. Lc 6,26). Si nunca
hay oposición, quizá caminamos en la misma lógica que el mundo. La cuestión,
entonces, no es si habrá persecución —la habrá—, sino cómo vivir cuando llegue
(cfr. Mt 10,17-22; Jn 15,18-20).
Me impacta una
anécdota real. Un obispo de Oriente, en plena persecución, recibió la visita de
un obispo de Occidente que le preguntó ‘cómo podían sobrevivir así’. Él
respondió: ‘lo que no entiendo es cómo vosotros, en Occidente, podéis vivir
como cristianos sin ser perseguidos’.
Cómo comportarse en la persecución
Jesús explica cómo
comportarse cuando llega la persecución. Primera indicación. Tendréis ocasión
de dar testimonio. «Esto os servirá de
ocasión para dar testimonio» (cfr. Lc 21,13).
No se trata primero de hablar mucho. Pensemos. ¿Cuándo se ve de verdad la mansedumbre? No cuando uno está tranquilo en su sofá. Se ve cuando te insultan en la calle y no devuelves el insulto. ¿Cuándo se nota la generosidad? Cuando aparece alguien con necesidad y compartes sin calcular. ¿Cuándo queda claro que eres de Cristo? Cuando en medio de la presión eliges amar a quien te odia, bendecir a quien te maldice y hacer el bien a quien te quiere hacer daño. Eso es lo que Jesús enseña como camino del discípulo (cfr. Lc 6,27-28; Mt 5,43-45).
La
persecución es el momento
para
dar testimonio del amor
La persecución no
es solo un golpe. Es el escenario donde se ve que ha entrado en el mundo un
espíritu nuevo. Una fuerza que no nace del orgullo, sino del Espíritu de Dios.
Gracias a ella es posible amar incluso al enemigo y dejar claro que el
Evangelio no se rinde ante el mal, sino que lo vence con el bien (cfr. Rom
12,21).
La
evolución desde Lámec hasta Jesucristo
Quien no está
movido por este Espíritu responde al mal con más mal y a la ofensa con otra
ofensa. Basta recordar a Lámec, que cantaba su venganza desmesurada y decía que
mataría por un simple arañazo (cfr. Gn 4,23-24). Más tarde llegó una justicia
más contenida, la ley del ojo por ojo y diente por diente, que frenaba la
espiral de violencia, pero no era aún la justicia nueva de Jesús (cfr. Ex
21,24; Lv 24,19-20; Dt 19,21).
Con Jesús el paso
es otro. «Si te golpean en la mejilla derecha, ofrece también la otra. Si te
quitan el manto, entrega también la túnica. Si te obligan a caminar un
kilómetro, recorre dos». Cuando esto sucede, estamos ante una señal
incontestable de que ha comenzado un mundo nuevo (cfr. Mt 5,38-41; Lc 6,29). Jesús
dice que, en la persecución, sus discípulos no deben perder la oportunidad de
dar este testimonio del máximo amor, el amor al enemigo.
No
preparar la Defensa
para
no actuar con criterios de este mundo
Y añade algo
decisivo: «Meteos bien en la cabeza que no
tenéis que preparar vuestra defensa porque yo os daré palabras y sabiduría a
las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro».
No preparéis vuestra defensa, ya que será el Espíritu quien os sugiera lo que
debéis decir (cfr. Lc 21,14-15; Mt 10,19-20; Mc 13,11).
¿Por qué no
preparar la defensa? Porque la tentación sería hacerlo con los criterios de
este mundo. No os pongáis al nivel de vuestros agresores. Dejaos guiar
siempre por el amor y por la voz del Espíritu. Que vuestras palabras no nazcan
del orgullo, ni del afán de imponerse, ni de la venganza, sino del amor, de la
paz y de la esperanza. La agresividad lo estropearía todo. El otro debe
percibir que lo amáis, no que queréis ganarle. Y vuestros perseguidores
terminarán viendo que vuestra fuerza está en la fragilidad, en esa debilidad
que el mundo desprecia.
Y recordadlo. No sois lobos. Sois corderos en medio de lobos. No os pongáis la piel del lobo. Comportaos siempre como corderos (cfr. Mt 10,16; Lc 10,3).
La
fidelidad a Cristo puede costarte incluso la familia.
«Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y
amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a
causa de mi nombre».
Seréis
traicionados incluso por padres, familiares, parientes y amigos. El evangelista
alude aquí a la ley que recoge el capítulo trece del Deuteronomio, donde se
describe con crudeza la gravedad de abandonar a Dios y hacerse idólatra dentro
del propio clan. Es un lenguaje duro que expresa la seriedad de la apostasía en
Israel, no una invitación a la violencia. De ahí que Jesús advierta que esta
ruptura puede atravesar la familia misma, hasta el punto de que entreguen a los
suyos y algunos sean condenados a muerte (cfr. Lc 21,16; Mt 10,21; Dt 13,7-12).
Jesús avisa que
también puede pasar esto: que sus discípulos queden aislados por su propia
familia, mirados con desprecio por “haber abandonado la verdadera fe”.
En Israel, ser apartado del clan implicaba incluso perder la herencia. Con
realismo, Jesús viene a decirlo claro: tened todo esto en cuenta si queréis ser
mis discípulos.
El
que anuncia el Evangelio es alguien muy molesto
Y añade «…y
todos os odiarán a causa de mi nombre». Esto sigue siendo hoy.
Cuando anuncias el evangelio, desconciertas a muchos porque viven con otra
lógica. Si a quien acumula sin medida le haces ver su insensatez, te tomará
ojeriza. Si al disoluto le dices que se deshumaniza, te aborrecerá. Y si
denuncias mentiras e injusticias que sostienen a los poderes fuertes, si alzas
la voz contra negocios de muerte, te lo harán pagar (cfr. Lc 21,17; Mt 10,22).
Pero llega la promesa de Jesús.
Pero ahí llega la
promesa. En la persecución no pueden tocar lo esencial. Podrán incluso quitar
la vida física, pero con la perseverancia salvaréis la vida verdadera; «Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con
vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Jesús quiere
llevarnos a esta certeza. Sed constantes y firmes. Lo máximo que alcanzarán
será arrebatar la vida biológica, no la vida que cuenta. En griego se llama
ψυχή (psijé). No es la mera biología, es la vida recibida de Dios, la
que crece cuando amas incluso al enemigo, y esa vida nadie puede quitártela.












