miércoles, 12 de noviembre de 2025

Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C Lc 21, 5-19 (No quedará piedra sobre piedra)

Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 21, 5-19 (No quedará piedra sobre piedra)

 (Al final del Escrito de la Homilía os he dejado Dos Audios. Seguro que os ayudan)



     Estamos llegando ya al final del evangelio según san Lucas, que nos ha venido acompañando durante todo este año litúrgico. Jesús está en Jerusalén, ha alcanzado la meta de su camino y el ambiente de la ciudad es el de los días grandes. Todos se están preparando para la Pascua, esa Pascua que, para Jesús, será la última de su vida.

El pasaje del evangelio que vamos a escuchar nos presenta a Jesús en un lugar no precisado de la ciudad, pero claramente situado en un punto desde el que se ve el Templo de Jerusalén. El evangelista Marcos comenta que estaba en el monte de los Olivos con Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Y el monte de los Olivos, como se aprecia en tantas imágenes, es el mirador perfecto para contemplar toda la explanada del templo (cfr. Mc 13,1-4; Mt 24,1-3). Vale la pena detenernos un momento en esa construcción para entender mejor lo que el evangelio de hoy nos quiere decir.

Las motivaciones de Herodes del Grande

La construcción de aquel Templo la impulsó Herodes el Grande.
Y uno se pregunta por qué quería levantar algo tan enorme y espectacular. Por un lado, aspiraba a pasar a la historia como uno de los grandes constructores del Imperio romano, al nivel de Agripa, el yerno del emperador Augusto. Por otro lado, quería ganarse a la aristocracia sacerdotal, porque el Templo levantado después del exilio era más bien pobre y sin grandeza. Y además tenía otra intención muy clara. Buscaba caer bien al pueblo, que lo veía como un usurpador, ya que no era judío, sino hijo de un idumeo y de una mujer nabatea.

Las obras empezaron hacia el año diecinueve antes de Cristo. Y cuando escucho fechas de ese tiempo, incluso leyendo historia no religiosa, siempre me viene la misma pregunta. Qué estaría pasando entonces en Nazaret.

Imaginemos la escena. En el año diecinueve antes de Cristo, en Nazaret, María tendría unos dos años y José unos cuatro. Es bonito pensar que quizá ya jugaban juntos por aquellas calles polvorientas.

El gran Templo, orgullo y poder de Israel.

La construcción de aquel Templo de Jerusalén requirió el trabajo de unos cien mil obreros. Los arqueólogos israelíes sostienen que las maravillas del mundo antiguo no eran siete, sino nueve. A las siete clásicas habría que añadir dos más, y una de ellas era precisamente el Templo.

Cuando se hablaba del Templo, distinto del santuario, se pensaba en toda la gran explanada, con los pórticos que recorrían los cuatro lados. Uno lo conocéis bien, el pórtico de Salomón, situado al este de la explanada. Luego estaba el pórtico regio, que se extendía por la parte sur. Y dentro de ese conjunto se encontraba el edificio donde se reunía el Sanedrín, el atrio de las mujeres, el atrio de los israelitas… El Sanedrín era el consejo supremo de Israel, algo así como el tribunal supremo y al mismo tiempo el “senado” religioso del pueblo, formado sobre todo por sumos sacerdotes, sacerdotes influyentes, ancianos notables y escribas, muchos de ellos fariseos. Tenía un gran poder en todo lo que afectaba a la ley religiosa y a la vida pública del pueblo. Eso era el templo, una auténtica maravilla arquitectónica. A día de hoy sigue asombrando cómo pudieron, en aquella época y con los medios que tenían, levantar algo así.

El santuario, corazón luminoso y más sagrado del mundo.

La otra gran maravilla era el santuario. El santuario no designaba todo el conjunto del Templo, sino la parte central, la zona más sagrada. Allí estaba el llamado Santo, donde brillaba la מְנוֹרָה (menorá), un gran candelabro de oro con siete brazos que ardía día y noche como señal de que Dios estaba “en casa”, presente en medio de su pueblo. Su luz le recordaba a Israel que no caminaba a oscuras, que su vida y su historia estaban llamadas a dejarse iluminar por Dios para ser también luz para los demás (cfr. Lv 24,2-4; Za 4,2-6). En ese mismo lugar estaba el altar del incienso. Basta pensar en Zacarías, que entra a ofrecer el incienso y, precisamente allí, recibe el anuncio de que será padre de Juan el Bautista (cfr. Lc 1,8-13).


Y aún quedaba el corazón del edificio, el ‘Santo Santorum’, el espacio más sagrado de todo lo creado, que el pueblo creía con firme solidez como el lugar donde se manifestaba de un modo único la gloria del Señor. El santuario lo levantaron mil sacerdotes a quienes se enseñó el oficio de canteros, porque Herodes no quería que aquellas piedras fueran tocadas por manos consideradas impuras. Hizo falta alrededor de un año y medio de trabajo intenso para darlo por terminado.


Columnas, oro y cantos en la antesala de los sacrificios

Recordemos aún dos espacios muy importantes dentro de todo el conjunto del templo. El primero es la basílica regia, el llamado Pórtico Regio del que ya hemos hablado. Imaginadlo un momento. Cerca de ciento ochenta y cinco metros de largo, en dos pisos, y en cada piso cuatro filas de columnas, cuarenta columnas en cada fila. Cada columna rondaría los diez metros de altura, más un capitel corintio de casi dos metros. Cuesta poco imaginar el impacto visual de aquel pórtico regio. En la planta baja se encontraba el mercado de los corderos y de las palomas, el mismo que Jesús acabó por volcar y echar abajo (cfr. Jn 2,14-16; Mt 21,12-13).

Y, para terminar el recorrido, vale la pena detenerse en la Puerta Dorada, llamada también Puerta Hermosa o Puerta de Nicanor, que la tradición identifica con la “Puerta Hermosa del templo” de la que hablan los Hechos de los Apóstoles (cfr. Hch 3,2.10). Recibía el nombre de puerta dorada porque estaba totalmente recubierta de oro. El historiador Flavio Josefo comenta que el grosor de ese recubrimiento de oro era similar al de una moneda. Contemplar aquella puerta formaba parte del conjunto de maravillas del templo, acompañado por la música que se interpretaba allí y por los cantos de los levitas. Los levitas, además de encargarse del servicio del culto y de todo lo que tenía que ver con el templo y sus utensilios, eran también los responsables del canto y de la música en las celebraciones, con salmos, instrumentos y coros organizados (cfr. Nm 3,5-10; Nm 3,25-26.31.36-37; Nm 8,19.22; Dt 10,8; 1Cr 15,16-18; 1Cr 16,4-7.37.41-42; 1Cr 25,1-8; 2Cr 5,12-14). Se colocaban en la escalinata frente a la puerta de Nicanor, que daba acceso al llamado atrio de las mujeres, donde la tradición sitúa las alcancías del tesoro del Templo y donde los evangelios colocan tanto la escena de Jesús enseñando junto al tesoro como el gesto de la viuda que echa sus dos moneditas (cfr. Jn 8,20; Mc 12,41-44; Lc 21,1-4). Desde allí se pasaba al atrio de los israelitas, donde estaba el gran altar en el que se ofrecían los holocaustos y los sacrificios (cfr. Ex 27,1-8; Lv 1,3-5; Mt 5,23-24).

Conocías la belleza si peregrinabas a Jerusalén

En tiempos de Jesús corría un dicho muy conocido: quien no había visto Jerusalén, la resplandeciente, no sabía lo que era la belleza; y quien no había visto el santuario donde habita el Señor no conocía la verdadera magnificencia. El gran deseo de cualquier israelita era poder subir, al menos una vez en la vida, a contemplar aquella construcción impresionante, ir a “ver el rostro del Señor”. Es el mismo grito del salmista: «¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (cfr. Sal 42,3), y también aquella oración tan sencilla y tan honda: «Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro» (cfr. Sal 27,8-9).

Todo el salterio está atravesado por ese mismo deseo: buscar el rostro de Dios y pedir que su rostro brille sobre su pueblo (cfr. Sal 24,6; 31,17; 67,2; 80,4.8.20; 11,7; 17,15; 63,2-3). Pues bien, Jesús está allí, con un grupo de personas, contemplando aquella obra grandiosa, y alguien rompe el silencio diciendo lo que todos piensan: ¡qué maravilla!

Acaso Dios ¿no va a proteger su propia casa?

«En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».


      La frase de Jesús no solo tuvo que dejarlos boquiabiertos, también debió de escandalizarlos. El santuario, donde se creía que habitaba la gloria del Señor, era para todos algo firme, intocable. ¿Cómo se atrevía Jesús a decir que de aquel templo no iba a quedar piedra sobre piedra? ¿Acaso estaba poniendo en duda que el Señor pudiera defender su propia casa?

                                                                                  Acoger el mundo nuevo de Jesús

es elegir la vida para todos

Jesús habría querido evitar esta catástrofe a toda costa. No olvidemos que lloró sobre Jerusalén, porque había rechazado su evangelio y, con ese rechazo, se encaminaba hacia un final dramático (cfr. Lc 19,41-44).

Lo que Jesús había puesto sobre la mesa era otra forma de vivir: un mundo nuevo, hecho de fraternidad, de compartir, de servicio mutuo. Pero quienes no acogen esta propuesta y se empeñan en mantener en pie el mundo viejo, el de la competición, en el que el fuerte aplasta al débil, en realidad están firmando su propia sentencia. Aferrarse a ese mundo es elegir, tarde o temprano, la propia ruina.

Roma grabó en piedra la catástrofe que Jesús había anunciado.

Y, en efecto, la catástrofe llegó unos cuarenta años más tarde. El ejército de Tito cercó Jerusalén y acabó destruyendo la ciudad junto con su templo, cumpliéndose así lo que Jesús había anunciado (cfr. Lc 21,20). En Roma, el relieve del arco de Tito conserva todavía la escena de los soldados llevando en triunfo los objetos sagrados del templo, entre ellos el gran candelabro de siete brazos, la מְנוֹרָה (menorá).


Lo importante no es cuándo, sino qué significa.

Las palabras de Jesús dejaron a todos tan desconcertados que, casi de inmediato, le preguntan cuándo pasará todo aquello. Jesús, sin embargo, no entra en cálculos de fechas, porque nadie sabe cuándo ocurrirán esas cosas. Lo que a él le importa es otra cosa distinta. Le interesa enseñar a sus discípulos cómo colocarse interiormente ante un acontecimiento tan duro y tan desconcertante (cfr. Lc 21,7-9).

Cuando Lucas se sienta a escribir su evangelio, hacia los años 80–90 después de Cristo, el Templo ya no existe, no ha quedado piedra sobre piedra, todo ha sido arrasado. La pregunta entonces es inevitable. ¿Cómo leer aquel hecho? ¿Qué significado tenía para las comunidades cristianas? ¿Qué lección debían sacar de un drama de esa magnitud?

De la fe-trueque con Dios,

Jesús no quiere piedra sobre piedra

Quien subía al Templo lo hacía, sobre todo, para dos cosas muy concretas: ofrecer sacrificios y pedir bendiciones y favores al Señor. Pues bien, Jesús quería que no quedase piedra sobre piedra de ese modo de entender la relación con Dios.

Él quería borrar para siempre del corazón humano la imagen de un Dios que reparte gracias como un comerciante: que concede sus favores a quienes le “dan algo” —sacrificios, buenas obras, cantos, rezos— y se los niega a quienes no cumplen o no se someten. El Templo de Jerusalén, tal como funcionaba entonces, simbolizaba precisamente ese trato comercial con Dios, y eso es lo que Jesús quería que desapareciera definitivamente.

 

Del Templo de piedra al amor gratuito para todos

El Dios que anuncia Jesús es un Dios de amor incondicional y gratuito. No negocia, no selecciona a unos pocos. El Dios de Jesús hace llegar sus dones tanto a malos como a buenos (cfr. Mt 5,45). Por eso la destrucción del Templo de piedra se puede entender como un paso: del antiguo Templo al Templo nuevo del que él había hablado.

La Piedra de la creación,

corazón de la oración de Israel

Imaginemos ahora la escena que describe la tradición judía. En el túnel occidental de la explanada del Templo se ve una roca que asoma en el muro. Es la piedra de la fundación del mundo, considerada el lugar más sagrado del judaísmo, la llamada אֶבֶן הַשְּׁתִיָּה (Éven haShtiyá). Según la tradición de Israel, desde esa piedra Dios “tejió” todo el mundo. Esa roca sobresalía hacia arriba en el Santo Santorum y, sobre ella, el día de יום כיפור (Yóm Kipur), el sumo sacerdote entraba para derramar la sangre de la expiación de los pecados.

Delante de esa piedra —el punto más santo de Israel— siempre hay gente rezando, de día y de noche, muchas veces mujeres. El llamado muro de las lamentaciones es un lugar santo precisamente porque es el punto de oración más cercano a esa roca.

Ahora la piedra angular

del templo nuevo es Cristo

Pues bien, el Templo material, que tenía esta piedra en su centro, cayó. ¿Qué significa esto para un cristiano? Que esa piedra ha dejado su lugar a otra piedra: la que Dios ha puesto en la Pascua de Cristo, la piedra angular de un Templo nuevo, no hecho de mármol ni de oro, sino de piedras vivas (cfr. 1Pe 2,4-6; Ef 2,19-22). Es decir, de quienes unen su propia vida de amor a la de Cristo. De este templo espiritual suben al cielo los únicos sacrificios que agradan a Dios, que son las obras de amor (cfr. Rom 12,1; Heb 13,15-16). Esta es la lectura que Lucas quiere que sus comunidades hagan de la destrucción del Templo de Jerusalén.

¿Cómo vivir ese momento del paso

del Templo antiguo al Templo nuevo?

Ahora bien, ¿cómo vivir este momento de paso del Templo antiguo al Templo nuevo? Jesús da dos indicaciones.

La Primera Indicación de Jesús

No te creas a quienes se venden como salvadores

«Él dijo: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos».

Como todos esperan y desean el nacimiento de un mundo nuevo y de un ser humano nuevo, Jesús advierte de un peligro muy concreto, el de dejarse engañar por falsos mesías. Vendrán presentándose en su nombre, es decir, como salvadores, como enviados del Señor, incluso atribuyéndose un tinte casi divino. Llegarán a usar la expresión «yo soy», una fórmula que en la Escritura remite al nombre con el que Dios se revela a Moisés, «Yo soy el que soy» (cfr. Ex 3,14), donde la versión griega traduce ἐγώ εἰμι ὁ ὤν. Esa misma expresión aparece una y otra vez en los evangelios, tanto en la advertencia de Jesús sobre quienes vendrán diciendo «yo soy» como también en sus propias palabras (cfr. Mc 13,6; Lc 21,8; Mt 24,5; Mc 6,50; Mt 14,27; Jn 6,20; Jn 8,24.28.58; Jn 13,19; Jn 18,5-6; Mc 14,62; Jn 6,35.48.51; Jn 8,12; 9,5; Jn 10,7.9.11.14; Jn 11,25; Jn 14,6; Jn 15,1.5). Por eso Jesús insiste, estad atentos, no vayáis detrás de ellos.

Esta advertencia de Jesús nos toca de lleno hoy. No hace tanto hemos visto ideologías y partidos que prometían un “mundo nuevo” y un “hombre nuevo”. Se presentaban como salvadores, como si trajeran ellos solos la solución definitiva, y al final han mostrado un rostro profundamente deshumanizador. Y quienes los siguieron, muchas veces con buena voluntad, han acabado siendo parte de proyectos inhumanos.

También tenemos que abrir los ojos ante otro tipo de falso mesianismo, más silencioso pero muy real: el de la ciencia y la técnica cuando se convierten en absolutos. Cuando se repite que hay que hacer todo lo que se puede hacer técnicamente, sin preguntar si es bueno o justo, antes o después eso se vuelve contra el ser humano.

Y hay un engaño más sutil: confundir el “mundo nuevo” con la última novedad, con la moda del momento. Hoy quienes dominan la atención en las redes son capaces de hacer pasar por buenas opciones claramente contrarias al evangelio.

«Tened cuidado», dice Jesús, «porque os engañan». Dirán: «está llegando el tiempo», y aquí el término griego no es χρόνος (jrónos), el tiempo del calendario, sino καιρός (kairós); «καί ὁ καιρὸς ἤγγικεν», que significa, «y el momento oportuno/el tiempo decisivo (no el tiempo cronológico del calendario) se ha acercado/ya ha llegado a estar cerca»;  el momento oportuno, el tiempo decisivo para cambiar las cosas (cfr. Lc 21,8). Añadirán que “los tiempos han cambiado” y que cierta moral y ciertos valores son restos del pasado, cosas de otra época. Jesús insiste: «estad atentos, no os dejéis deslumbrar por propuestas contrarias a mi evangelio, porque os engañan».

Pedir al Espíritu Santo el Don del Discernimiento

Cada día políticos, gurús económicos, voces mediáticas y tecnocientíficas prometen un mundo mejor, así que cabeza fría, contrasta todo con el estilo de Jesús —verdad, humildad, servicio— y mira los frutos en los más frágiles. Apóyate en la Tradición, el Magisterio, la Sagrada Escritura y la comunidad cristiana —Papa, obispo, presbíteros y catequistas— para discernir a la luz del Espíritu Santo. La parroquia está llamada a ser comunidad de comunidades y, dentro de ella, la comunidad cristiana es el lugar donde crece la fe y uno va descubriendo lo que Dios quiere para su vida, unidos al Papa y a los Obispos.

La Segunda Indicación de Jesús

Las Dos maneras de leer los acontecimientos

«Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida». Entonces les decía: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo».

Llegados a este punto, Jesús usa un lenguaje que hoy llamamos apocalíptico. Suele emplearse mal, como si fuera sinónimo de catástrofe, y no lo es, aunque oigamos hablar de sequías o tsunamis “apocalípticos”.

Apocalíptico viene del verbo griego ἀποκαλύπτω (apocalýpto). Ἀπό (apó) indica alejamiento y καλύπτω (kalýpto) esconder. Dicho en llano, es quitar el velo que tapa y no nos deja ver la realidad. Jesús lo usa así. No busca darnos miedo, quiere animarnos, tal como hacían los autores apocalípticos. Quiere levantar el velo para mirar la historia y lo que ocurre en nuestro mundo con la mirada de Dios.

Menciona guerras, revoluciones, terremotos, hambres, epidemias, hechos que impresionan. No hay nada nuevo ahí. Son cosas que siempre han existido y que siguen delante de nuestros ojos. La clave está en cómo leer estos sucesos. Y aquí se abren dos miradas posibles.

La Segunda Indicación de Jesús

Las Dos maneras de leer los acontecimientos

La primera reacción suele ser el desánimo. Pensamos que no hay nada que hacer, que más vale bajar los brazos y resignarse, porque todo seguirá igual. Con esa mirada, el mundo nuevo que Jesús anuncia parece una utopía imposible. Se nota cuando en un colegio concertado católico se celebra Halloween como si fuera propio y nadie propone alternativa; cuando los padres entregan a sus hijos a las pantallas y a los móviles para que no den guerra; cuando parejas se casan con separación de bienes por miedo a la ruptura; cuando matrimonios cierran la puerta a la vida por cálculo y desconfianza; cuando profesores o catequistas callan ante ideologías contrarias a la fe por temor a la crítica; cuando una comunidad parroquial deja de proponer confesión y adoración porque “ya no interesa”; cuando jóvenes normalizan la pornografía convencidos de que “todo el mundo lo hace”; cuando familias abandonan la oración conjunta porque “no hay tiempo”; cuando fieles dejan de santificar el domingo; cuando agentes pastorales rebajan el anuncio para no incomodar; cuando trabajadores honestos ceden ante prácticas corruptas porque “si no, te apartan”; cuando alguien cae y concluye que nunca cambiará y abandona la lucha. Si Satanás nos convence de esto, ha ganado. Y justo eso quiere evitar Jesús. Jesús nos invita a mirar la historia con los ojos de Dios y a situarnos dentro de su proyecto, no desde la resignación; alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación, perseverad y salvaréis la vida (cfr. Lc 21,28; Lc 21,19).

La Segunda Indicación de Jesús

2.-El despertar el coraje para

colaborar en el proyecto de Dios


Los autores apocalípticos del tiempo de Jesús proponían otra lectura de las horas difíciles. No son dolores que anuncian la muerte, sino dolores de parto, señales de que está por nacer un mundo nuevo. Por eso ese lenguaje no busca asustar, sino despertar coraje y compromiso para colaborar con el proyecto de Dios.

Un modo de despertar ese coraje y comprometerse en el proyecto de Dios es asistiendo a las Catequesis para Adultos que organiza el Camino Neocatecumenal; las cuales te introducen en una dinámica catequética, nacida del Concilio Vaticano II y en plena sintonía con los Obispos y con el Papa, que ayuda a ir redescubriendo el bautismo e ir gestando en nosotros ese hombre nuevo que vino a traernos Jesucristo.

Esta es la mirada a la que Jesús quiere introducir a sus discípulos. Nos asegura que el mundo nuevo está a las puertas, que estamos ante el paso del mundo viejo al mundo nuevo. De hecho, un poco más adelante dirá
«cuando empiecen a suceder estas cosas, levantaos, alzad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación» (cfr. Lc 21,28).

El mundo viejo luchará

con uñas y dientes para prevalecer

«Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

Y ahora viene la pregunta de fondo. ¿El mundo viejo se va a dejar morir o peleará con uñas y dientes para seguir vivo? Cuando alguien se empeña en sacarlo de en medio, ¿no acabará siendo perseguido?

Hay dolores que llegan sin buscarlos, pero hay otros que uno debe contar como parte del camino si decide ciertas cosas. Quien elige seguir a Cristo ha de saber que hay un precio. La persecución llegará. Jesús no quiso engañar a nadie. No prometió una vida fácil ni dijo que vendrían aplausos. Repitió más de una vez que adherirse a él trae oposición (cfr. Lc 21,12-19; Mt 10,17-22; Jn 15,18-20).

Para el discípulo basta con que le pase lo mismo que al maestro. Si al dueño de la casa lo llamaron Belcebú, ¿qué pueden esperar los suyos? (cfr. Mt 10,24-25).

Como muestra un botón

El mundo viejo pelea, entre otras cosas, por quedarse cuando: el clericalismo se protege y calla a quien pide verdad; la norma se usa para no tocar al herido; importan los puestos más que el servicio; se prefiere al fuerte y se olvida al pequeño; la propaganda llama bien a lo malo y malo a lo bueno; las modas y redes sustituyen la verdad por tendencia y cancelan a quien discrepa; el poder fabrica urgencias, compra silencios y presume de progreso con salarios injustos; la ciencia y la técnica se absolutizan y se hace todo lo posible sin preguntar si es bueno; pantallas e IA desinforman, aíslan y crean dependencia; en casa mandan las pantallas más que los padres, no se corrige por miedo y la división de los esposos rompe la autoridad; el cuerpo se consume en lugar de donarse, el pudor se ridiculiza y la pornografía esclaviza; la fe se enfría en resignación, la oración cede al activismo y la comunidad se vuelve club sin misión.

¿Por qué esta persecución tan agresiva?

¿Por qué esta persecución? Porque Jesús ha puesto en marcha un mundo nuevo y el mundo viejo no se rinde. La institución religiosa se sintió descolocada ante el verdadero rostro de Dios que Jesús mostró y reaccionó con violencia. Contra él levantaron piedras. ¿Qué pueden esperar de mejor sus discípulos?

La economía del Imperio romano descansaba sobre la esclavitud; entre una quinta y casi una tercera parte de la gente vivía encadenada. En ese mundo irrumpe el Evangelio, que proclama fraternidad y dignidad para todos, y desmonta la lógica que convierte personas en cosas. ¿Qué podían esperar quienes anunciaban esta novedad del amor universal? Persecución. Porque cuando dices que ningún ser humano es mercancía, el sistema te quiere fuera.

Jesús ya nos avisó para alentarnos en medio de las pruebas

Jesús fue claro. «Ay de vosotros cuando todos hablen bien de vosotros» (cfr. Lc 6,26). Si nunca hay oposición, quizá caminamos en la misma lógica que el mundo. La cuestión, entonces, no es si habrá persecución —la habrá—, sino cómo vivir cuando llegue (cfr. Mt 10,17-22; Jn 15,18-20).

Me impacta una anécdota real. Un obispo de Oriente, en plena persecución, recibió la visita de un obispo de Occidente que le preguntó ‘cómo podían sobrevivir así’. Él respondió: ‘lo que no entiendo es cómo vosotros, en Occidente, podéis vivir como cristianos sin ser perseguidos’.

         Cómo comportarse en la persecución

Jesús explica cómo comportarse cuando llega la persecución. Primera indicación. Tendréis ocasión de dar testimonio. «Esto os servirá de ocasión para dar testimonio» (cfr. Lc 21,13).

No se trata primero de hablar mucho. Pensemos. ¿Cuándo se ve de verdad la mansedumbre? No cuando uno está tranquilo en su sofá. Se ve cuando te insultan en la calle y no devuelves el insulto. ¿Cuándo se nota la generosidad? Cuando aparece alguien con necesidad y compartes sin calcular. ¿Cuándo queda claro que eres de Cristo? Cuando en medio de la presión eliges amar a quien te odia, bendecir a quien te maldice y hacer el bien a quien te quiere hacer daño. Eso es lo que Jesús enseña como camino del discípulo (cfr. Lc 6,27-28; Mt 5,43-45).


La persecución es el momento

para dar testimonio del amor

La persecución no es solo un golpe. Es el escenario donde se ve que ha entrado en el mundo un espíritu nuevo. Una fuerza que no nace del orgullo, sino del Espíritu de Dios. Gracias a ella es posible amar incluso al enemigo y dejar claro que el Evangelio no se rinde ante el mal, sino que lo vence con el bien (cfr. Rom 12,21).

La evolución desde Lámec hasta Jesucristo

Quien no está movido por este Espíritu responde al mal con más mal y a la ofensa con otra ofensa. Basta recordar a Lámec, que cantaba su venganza desmesurada y decía que mataría por un simple arañazo (cfr. Gn 4,23-24). Más tarde llegó una justicia más contenida, la ley del ojo por ojo y diente por diente, que frenaba la espiral de violencia, pero no era aún la justicia nueva de Jesús (cfr. Ex 21,24; Lv 24,19-20; Dt 19,21).

Con Jesús el paso es otro. «Si te golpean en la mejilla derecha, ofrece también la otra. Si te quitan el manto, entrega también la túnica. Si te obligan a caminar un kilómetro, recorre dos». Cuando esto sucede, estamos ante una señal incontestable de que ha comenzado un mundo nuevo (cfr. Mt 5,38-41; Lc 6,29). Jesús dice que, en la persecución, sus discípulos no deben perder la oportunidad de dar este testimonio del máximo amor, el amor al enemigo.

No preparar la Defensa

para no actuar con criterios de este mundo

Y añade algo decisivo: «Meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro». No preparéis vuestra defensa, ya que será el Espíritu quien os sugiera lo que debéis decir (cfr. Lc 21,14-15; Mt 10,19-20; Mc 13,11).

¿Por qué no preparar la defensa? Porque la tentación sería hacerlo con los criterios de este mundo. No os pongáis al nivel de vuestros agresores. Dejaos guiar siempre por el amor y por la voz del Espíritu. Que vuestras palabras no nazcan del orgullo, ni del afán de imponerse, ni de la venganza, sino del amor, de la paz y de la esperanza. La agresividad lo estropearía todo. El otro debe percibir que lo amáis, no que queréis ganarle. Y vuestros perseguidores terminarán viendo que vuestra fuerza está en la fragilidad, en esa debilidad que el mundo desprecia.

Y recordadlo. No sois lobos. Sois corderos en medio de lobos. No os pongáis la piel del lobo. Comportaos siempre como corderos (cfr. Mt 10,16; Lc 10,3).


La fidelidad a Cristo puede costarte incluso la familia.

«Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre».

Seréis traicionados incluso por padres, familiares, parientes y amigos. El evangelista alude aquí a la ley que recoge el capítulo trece del Deuteronomio, donde se describe con crudeza la gravedad de abandonar a Dios y hacerse idólatra dentro del propio clan. Es un lenguaje duro que expresa la seriedad de la apostasía en Israel, no una invitación a la violencia. De ahí que Jesús advierta que esta ruptura puede atravesar la familia misma, hasta el punto de que entreguen a los suyos y algunos sean condenados a muerte (cfr. Lc 21,16; Mt 10,21; Dt 13,7-12).

Jesús avisa que también puede pasar esto: que sus discípulos queden aislados por su propia familia, mirados con desprecio por “haber abandonado la verdadera fe”. En Israel, ser apartado del clan implicaba incluso perder la herencia. Con realismo, Jesús viene a decirlo claro: tened todo esto en cuenta si queréis ser mis discípulos.

El que anuncia el Evangelio es alguien muy molesto

Y añade «…y todos os odiarán a causa de mi nombre». Esto sigue siendo hoy. Cuando anuncias el evangelio, desconciertas a muchos porque viven con otra lógica. Si a quien acumula sin medida le haces ver su insensatez, te tomará ojeriza. Si al disoluto le dices que se deshumaniza, te aborrecerá. Y si denuncias mentiras e injusticias que sostienen a los poderes fuertes, si alzas la voz contra negocios de muerte, te lo harán pagar (cfr. Lc 21,17; Mt 10,22).


        
Pero llega la promesa de Jesús.

Pero ahí llega la promesa. En la persecución no pueden tocar lo esencial. Podrán incluso quitar la vida física, pero con la perseverancia salvaréis la vida verdadera; «Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Jesús quiere llevarnos a esta certeza. Sed constantes y firmes. Lo máximo que alcanzarán será arrebatar la vida biológica, no la vida que cuenta. En griego se llama ψυχή (psijé). No es la mera biología, es la vida recibida de Dios, la que crece cuando amas incluso al enemigo, y esa vida nadie puede quitártela.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Homilía de la Dedicación de la Basílica de Letrán Jn 2, 13-22 (Jesús con el azote de cordeles)


 Homilía de la dedicación de la basílica de Letrán

Jn 2, 13-22

        Nos pasa algo curioso con este texto. Solemos imaginar a Jesús cercano y cariñoso, y de pronto lo vemos enfadado, trenzando un látigo y vaciando el Templo (ἱερόν, hierón) de compradores y vendedores. La escena choca, sí, pero conecta con una pregunta muy actual: ¿qué pasa cuando la fe y el dinero se mezclan y todo se vuelve transacción? Es un tema que levanta críticas dentro y fuera de la Iglesia, y hoy el relato nos obliga a mirarlo de frente.

Dios no quiere trueques

Podríamos quedarnos en lo llamativo del gesto —y seguro que se comentará mucho—, pero vayamos a lo hondo. Lo que Jesús cuestiona es una forma “comercial” de tratar a Dios: yo te doy algo y tú me pagas con favores. Como cuando uno piensa: “si hago este sacrificio, si me porto perfecto, Dios me debe una bendición”. Ese trueque —muy humano, pero al final pagano— es justo lo que Jesús viene a desactivar. No busca ritos mejor hechos, sino otra relación: gratuita, sin tarifas ni recompensas a cambio. Ahí pondremos el foco hoy.

Para ubicarnos: esto ocurrió en Jerusalén, en la gran explanada del Templo. Imagina un espacio del tamaño de unos 22 campos de fútbol, construido por Herodes a base de recortar la cima de una montaña. En el lado norte —donde hoy está la Cúpula de la Roca— se alzaba entonces el santuario. La obra empezó hacia el 19 a. C. (María tendría dos o tres años por entonces). Si miras el entorno, verías el monte de los Olivos (הַר הַזֵּיתִים, Har HaZetím), y entre el monte y la explanada corría el torrente Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón); muy cerca, Getsemaní (גַּת־שְׁמָנִים, Gat-Shemaním). Los arqueólogos reconstruyen así el conjunto hacia la Pascua del año 28: la cuenta cuadra porque, si el proyecto arrancó en el 19 a. C., los “46 años” que cita Juan nos llevan justamente a esa fecha.

Distingue entre Templo y santuario

Clave para entender el pasaje: Juan distingue entre “templo” (ἱερόν, hierón) y “santuario” (ναός, naós). Jesús no dice «destruid este templo», sino «destruid este santuario»; «λύσατε τὸν ναὸν τοῦτον».

El templo [ἱερόν (hierón)] era todo el complejo: explanada, pórticos, atrios y edificios.

El santuario [ναός (naós)] era la zona sagrada donde se ofrecían los sacrificios y donde se creía que estaba la presencia de Dios en el Santo de los Santos.

Con eso en mente, imagina la escena a pie de calle; junto al muro occidental corría la vía herodiana, una calzada adoquinada de unos 8,5 metros de ancho, flanqueada por tiendas. Allí se vendía de todo, pero lo más buscado eran cosas para el culto: corderos, palomas, incienso, aceites, vasijas de piedra… Lo normal era comprar ahí o junto al torrente Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón), cerca de Getsemaní (גַּת־שְׁמָנִים, Gat-Shemaním), antes de subir al Templo (ἱερόν, hierón). Así funcionaba la logística del lugar, y entenderla ayuda a captar el alcance del gesto de Jesús

Un comercio totalmente desbordado

En Pascua todo se desbordaba. El comercio ya no se quedaba en la vía herodiana ni junto al Cedrón (קִדְרוֹן, Qidrón): a Jerusalén llegaban multitudes y los animales para los sacrificios se compraban allí, no se traían de casa. Con tanta gente, los puestos acababan metiéndose en los atrios del Templo (ἱερόν, hierón).

Con intereses organizados alrededor del culto

En la parte sur estaba el Pórtico Regio, una basílica inmensa que esos días funcionaba como gran mercado de bueyes, corderos y palomas. Y un dato clave para entender la tensión: buena parte de ese circuito —puestos y cambio de moneda— estaba bajo el control de la familia sacerdotal de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas); no era solo “ruido en el atrio”, había intereses organizados alrededor del culto (cfr. Lc 3,2; Jn 11,47-53; Jn 18,13). La Puerta de Coponio daba acceso por una escalinata monumental que pasaba sobre un gran arco y bajaba hacia la piscina de Siloé (שִּׁלֹּחַ, Shiloákh).

En el basamento del arco había cuatro estancias donde trabajaban los cambistas. Para hacerse una idea: la escalinata medía 15,20 m de ancho; el arco, 17,5 m de alto; el tramo en pendiente hacia Siloé, 35 m. Arriba, el Pórtico Regio se extendía 185 m, con cuatro filas de 40 columnas y un segundo piso: un hervidero de voces, idas y venidas y regateos. Desde allí se veía la explanada abierta a todos —también a personas enfermas o con limitaciones, e incluso a no judíos—, mientras que al santuario (ναός, naós) solo entraban los judíos; a sus pies corría el muro de separación que un pagano no podía cruzar.

Jesús denuncia la lógica del intercambio

En ese contexto, Jesús trenza un látigo, vacía los atrios de animales y comerciantes, y baja a las salas de los cambistas. Su gesto no va solo contra el ruido: denuncia que la lógica del intercambio se ha colado en el espacio del encuentro con Dios.

Las monedas lo delatan


Esas cuatro estancias no son una conjetura: los arqueólogos las identificaron por lo que apareció delante. Hallaron dos tipos de monedas propias de la época de Jesús. Unas llevaban el rostro de Tiberio y, al reverso, la efigie de Livia. Esas circulaban por la ciudad, pero no podían entrar en el Templo (ἱερόν, hierón): las imágenes paganas se consideraban impropias del recinto sagrado. El segundo grupo eran prutot (hebreo plural פְּרוּטוֹת, prutót), piezas sin símbolos paganos. Quien quería hacer una ofrenda tenía que cambiar sus monedas “romanas” por פְּרוּטוֹת (prutót). Justo ahí —frente a esas salas— aparecieron ambas: prutot y monedas de Tiberio. Se conservan en el The Vision Centre, al sur de la explanada, y muchas datan del 70 d. C., el año de la destrucción del Templo. Probablemente quedaron sepultadas cuando los soldados derribaron los grandes sillares del Pórtico Regio. Con ese hallazgo, la conclusión es directa: ahí estaba el cambio de moneda. Y un dato incómodo: aunque Jesús vació el atrio, al poco tiempo todo volvió a su sitio; el flujo de dinero en el lugar santo siguió como siempre.

Ahora podemos comprender mejor lo que sucedió en el Templo cuando Jesús llegó para la Pascua.

 

«Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.» Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».

El Templo era un gran banco

En Pascua, cada judío llevaba a Jerusalén la moneda de la tasa del Templo (ἱερόν, hierón); venían de todas partes. En la práctica, el Templo funcionaba como el banco más grande de la región: En el segundo libro de los Macabeos describe su tesoro «lleno de riquezas incalculables» y habla de grandes sumas y depósitos custodiados allí (cfr. 2 Mac 3,6.8.10-12.14-16). Todo ese circuito —ofrendas, cambio y ventas— lo administraba y gestionaba la familia sacerdotal de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas) (cfr. Mt 17,24; Lc 3,2; Jn 18,13).

Los profetas ya habían

cuestionado seriamente todo esto

Al llegar al Templo, Jesús se encuentra un mercado “a servicio del culto”: bueyes, ovejas, palomas y cambistas en fila. No es nuevo; los profetas ya habían cuestionado esa manera de tratar a Dios como si todo fuera intercambio. Zacarías había anunciado que ese mercado terminaría: «Y las ollas de Jerusalén y de Judá estarán consagradas a Yahvé Sebaot; todos los que quieran sacrificar vendrán a hacer uso de ellas, y en ellas cocerán; y aquel día no habrá más comerciantes en el templo de Yahvé Sebaot» (cfr. Zac 14,21).

Malaquías habló de una purificación a fondo: como fuego de fundidor o lejía de lavanderos, para refinar a los sacerdotes: «Voy a enviar a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y en seguida vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis; y el Ángel de la alianza que tanto deseáis, ya llega, dice Yahvé Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata y serán quienes presenten a Yahvé oblaciones legítimas» (cfr. Mal 3,1-3).

 Y el salmista lo dijo sin rodeos: «No tomaré novillos de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos, pues son mías las fieras salvajes, las bestias en los montes a millares; conozco las aves de los cielos, mías son las alimañas del campo. Si hambre tuviera, no te lo diría, porque mío es el orbe y cuanta encierra. ¿Acaso como carne de toros o bebo sangre de machos cabríos?» (cfr. Sal 50, 9-13).

Jesús plantea cambiar de lógica

Algunos profetas pensaron la “purificación” como poner orden en el culto: cuidar los ritos, no ofrecer animales defectuosos, hacer las cosas con dignidad (cfr. Mal 1,7-8.13-14). Pero lo de Jesús va por otro lado. En su tiempo, de hecho, los corderos ya se revisaban dos veces para que no tuvieran fallos. Su gesto no es “hagamos el rito mejor”, sino “cambiemos la lógica”: no más relación con Dios basada en trueques y méritos, sino una forma nueva de encuentro y vida.

La idea era clara:

Si doy algo a Dios, Dios me debe algo

El relato es claro. Jesús vacía el Templo, echa a personas y animales y vuelca el dinero de los cambistas (cfr. Jn 2,15). Mateo y Marcos añaden un detalle incómodo. Expulsó a vendedores y también a compradores (cfr. Mt 21,12; Mc 11,15). ¿Por qué también a los que compraban? Porque habían asumido una idea muy extendida. Si yo doy algo, Dios me debe algo. Así, muchos —sobre todo los más pobres— quedaban atrapados en un trueque religioso. Yo pago y Dios me bendice con cosechas, salud y prosperidad. El Templo funcionaba como un mercado de favores. Jesús no viene a perfeccionar ese sistema con ofrendas más bonitas. Viene a desactivarlo. Esa lógica comercial no es la relación que Dios quiere.

Jesús corta el negocio para defender a los pobres

Hay un detalle que Juan no deja pasar. Jesús se encara con los vendedores de palomas. ¿Quién compraba palomas en el Templo? La gente con menos recursos que no podía pagar un cordero. De hecho, María y José ofrecieron dos palomas según la norma sobre los pobres, no por capricho sino por falta de medios (cfr. Lc 2,24; Lv 12,8). El gesto de Jesús apunta ahí. Una religiosidad de trueque termina cargándose sobre los más vulnerables. La crítica es clara. Los dones de Dios no se compran. Se reciben gratis. No hace falta sostener ese circuito de sacrificios y holocaustos para ganar su favor. Eso es precisamente lo que Jesús corta de raíz cuando manda retirar las palomas del mercado del Templo.

Este gesto le costará la vida a Jesús

Los discípulos conectan lo que ven con el salmo que dice «el celo de tu casa me devora» y lo leen en Jesús. Ese impulso por mostrar el verdadero rostro de Dios no se quedará en un gesto aislado. Le costará la vida. Al denunciar una religión de trueques instalada en el Templo, toca intereses muy concretos y los gestores del sistema —la familia de Anás (Ἅννας, Hannas) y Caifás (Καϊάφας, Kaiáphas)— deciden quitárselo de encima. El celo por una relación auténtica con Dios consume a Jesús y lo conduce a la cruz (cfr. Sal 69,10; Jn 2,17; Jn 11,47-53; Jn 18,13).

El mensaje central del pasaje

Aquí está el centro. Jesús nos pide terminar con la relación de intercambio y anuncia un Templo nuevo. No habla del ἱερόν (templo), habla del ναός (santuario). Ese Templo es su cuerpo y, unidos a él, lo que cuenta no son pagos sino los sacrificios verdaderos de la vida y del amor concreto. Eso es lo que Dios considera grato (cfr. Jn 2,19-21; 1 Pe 2,4-5; Rom 12,1; Heb 13,15-16).

 

«Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.» Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús».


                                                   Una nueva relación alejada de los trueques:

Centrada en su persona

Aclaremos términos para no liarnos. “Templo” en Juan suele ser ἱερόν, (hierón), es decir, todo el complejo de la explanada y los pórticos, una zona donde incluso podían entrar paganos. “Santuario” es ναός, (naós), el espacio interior que representaba la presencia de Dios. Cuando Jesús dice «λύσατε τὸν ναὸν τοῦτον» no está hablando de derribar el ἱερόν, (hierón) o templo, sino de ese ναός (naós) o santuario. Y Juan precisa que se refería a su propio cuerpo. En corto: no propone demoler edificios, sino pasar del antiguo sistema de trueques religiosos a una relación nueva centrada en su persona. Unidos a él es donde de verdad se ofrece lo que a Dios le agrada, la vida vivida en amor (cfr. Jn 2,19-21; Rom 12,1; Heb 13,15-16). Y —anota el evangelista— se refería a su cuerpo, a su persona como nuevo santuario, el lugar donde realmente se puede encontrar a Dios; unidos a este santuario se pueden ofrecer los sacrificios auténticos, gratos a Dios.

El santuario es la Iglesia:

hace presente su amor en medio del mundo

Si hablamos del “nuevo santuario”, no pensemos en un edificio. Juan dice que es el propio cuerpo de Jesús. ¿Qué implica hoy? Que quien confía en él entra en una comunidad viva donde su Espíritu impulsa a amar como él amó. A eso llamamos Iglesia: personas unidas a Cristo que hacen visible su amor en medio del mundo. Ahí está el santuario real de ahora mismo: Cristo con los suyos, y los suyos con Cristo (cfr. Jn 2,21; 1 Pe 2,4-5; 1 Co 3,16-17; Ef 2,19-22).


Hablemos claro. El santuario nuevo no excluye a nadie. En el antiguo, todo eran barreras. Había una balaustrada que frenaba a los paganos con avisos de muerte, otra que detenía a las mujeres, otra que solo dejaba pasar a los hombres israelitas, luego una más para los sacerdotes y, al final, un último límite que solo cruzaba el Sumo Sacerdote una vez al año. Jesús inaugura otro modo. Su persona y la comunidad unida a él derriban esos muros. El velo se rasga, las distancias con Dios caen y lo sagrado deja de ser un recinto con filtros para convertirse en una comunión abierta. Ese es el templo vivo que propone, sin puertas giratorias, donde los fieles puedan ejercer su derecho de practicar su propia forma de vida espiritual en las parroquias, donde la sinodalidad sea una realidad y no una estrategia de manipulación y sin zonas VIP (cfr. Mt 27,51; Mc 15,38; Ef 2,14-22; Heb 10,19-20).