viernes, 12 de diciembre de 2025

Homilía del Tercer Domingo de Adviento, Ciclo A; Mt 11, 2-11 «Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías…»

 


Homilía del Tercer Domingo de Adviento, Ciclo A

Mt 11, 2-11 «Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías…»

 

Cuando Dios nos lleva al río,

no es para hundirnos,

sino para ayudarnos a cruzar.

La semana pasada nos acercábamos a un lugar con nombre extraño pero muy sugestivo: בֵּית עֲבָרָה (Bet avará). En hebreo significa algo así como “casa del cruce” o “casa del vado”. No es un simple punto perdido en un mapa viejo: es el sitio donde se pasaba el río. Y en la Biblia, cuando se cruza un río, casi siempre se está cruzando también de una etapa de vida a otra.

En el libro de los Jueces aparece un nombre muy parecido, בֵּית בָּרָה (Bet bará), cuando se cuenta que los hombres de Efraín “tomaron las aguas hasta Bet-barah y el Jordán” tras la victoria de Gedeón (cfr. Jue 7, 24). Es un vado del Jordán, un paso estratégico. La tradición cristiana ha visto en esa zona el entorno de בֵּית עֲבָרָה (Bet avará), donde siglos después escucharemos la voz potente de Juan el Bautista.

 

La geografía de la Biblia siempre es,

en el fondo, geografía del corazón.

En el Nuevo Testamento, el evangelio de Juan recuerda: «Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando» (cfr. Jn 1, 28). Algunos manuscritos antiguos leen Βηθαβαρά (Betavará) en lugar de Betania, y de ahí viene el nombre de Betábara que ha quedado en la tradición. En cualquier caso, hablamos de ese mismo entorno: el vado del Jordán donde Juan bautiza y donde la historia de Jesús da un giro decisivo.


Cuando el Jordán entra en escena,

es que Dios está preparando una mudanza interior.

No es la primera vez que el Jordán aparece en momentos de “cambio de pantalla”. Pensemos en el pueblo de Israel cruzando el río con Josué para entrar por fin en la tierra prometida: las aguas se detienen, el pueblo pasa en seco y deja atrás el desierto para estrenar una vida nueva (cfr. Jos 3, 14-17). O en Elías y Eliseo, que también atraviesan el Jordán justo antes de que Elías sea arrebatado al cielo (cfr. 2 Re 2, 6-14). Da la impresión de que, cuando Dios quiere inaugurar una etapa importante, nos lleva a la orilla de algún río.

Bautismo sin conversión es como

ducharse con chubasquero:

mucha agua, pero nada cambia.

Pues bien, es en בֵּית עֲבָרָה (Bet avará) donde vemos a Juan el Bautista bautizando a las multitudes. Y quizá recordamos todavía sus palabras… poco diplomáticas, digamos, para fariseos y saduceos. Ellos se presentan para recibir el bautismo, pero sin ganas reales de tocar una coma de su estilo de vida: algo así como “bautízame, pero que no cambie nada, por favor”. Juan no entra en ese juego.

 

Les habla como a una camada de víboras que intenta escapar del fuego que está por llegar (cfr. Mt 3, 7). Les advierte que la hacha ya está puesta a la raíz de los árboles, y que los que no dan buen fruto están a punto de ser cortados y arrojados al fuego (cfr. Mt 3, 10). Luego cambia de imagen: anuncia que viene alguien con la pala en la mano para limpiar la era, que guardará el trigo y enviará la paja a un fuego que no se apaga (cfr. Mt 3, 12). No parece precisamente un discurso pensado para ganar popularidad.

Las amenazas de los profetas no son ganas de asustar,

sino luces rojas para evitar el choque.

Juan el Bautista busca sacudir la conciencia de los pecadores, que despierten del autoengaño. Su estilo puede sonarnos duro, pero es muy propio de muchos profetas del Antiguo Testamento: cuando el pueblo se descarrila, anuncian castigos para que vea hasta dónde le llevan sus elecciones. No es gusto por asustar, es un gran cartel luminoso que dice: “Si seguimos así, nos estrellamos”.

 

No es Dios quien complica la vida:

muchas veces somos nosotros

los que nos la enredamos solos.

Hoy, mirando todo esto desde el Evangelio, podemos captar mejor lo que Dios quiere decirnos. No es que Dios disfrute castigando ni que envíe desgracias como si fueran paquetes desde el cielo. El mal no es un ataque de ira divina, sino la consecuencia de nuestro pecado. Cuando decidimos ir “por libre”, ignorando la voz de Dios, antes o después la vida se nos lía. Lo sabemos por experiencia: decisiones que prometían libertad total han terminado a veces en esclavitudes bastante tristes.

 

El fuego de Dios no quema personas,

quema máscaras.

Aquí viene lo sorprendente: quizá Juan no era del todo consciente, pero, en el fondo, estaba anunciando una buena noticia. Cuando habla de ese que viene detrás de él, que limpiará su era, hará desaparecer la paja y el tamo y quemará los árboles malos con el fuego que trae (cfr. Mt 3, 11-12), no está describiendo una operación de “limpieza étnica espiritual”, sino algo mucho más hondo. Jesús viene a limpiar la era, sí, pero no pasando la escoba sobre las personas, sino sobre el mal que se ha ido acumulando dentro de ellas. Cuando de verdad se cambia el corazón, el “malvado” desaparece… no porque Dios lo borre del mapa, sino porque deja de ser malvado. La verdadera limpieza de Dios no consiste en eliminar pecadores, sino en eliminar el pecado que nos desfigura.

 

Ese fuego del que habla Juan no es el fuego del castigo, sino el fuego del Espíritu Santo, la vida misma de Dios que purifica y transforma. En el mismo entorno del Jordán donde Israel cruzó hacia la tierra prometida (cfr. Jos 3, 14-17), y donde los profetas vivieron pasos decisivos (cfr. 2 Re 2, 6-14), ahora Jesús se coloca humildemente en la fila de los pecadores para ser bautizado. Y allí Juan lo señala y proclama: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (cfr. Jn 1, 29). No es solo una escena bonita junto al río: es el momento en que Dios se mete hasta el fondo en nuestras aguas turbias para empezar a limpiarlas desde dentro.

 

Si afinamos bien el oído, descubrimos que las palabras de Juan son verdaderas, pero necesitan ser leídas a la luz de Jesús: el Señor no se dedica a tirar gente al fuego; lo que acaba en el fuego es la paja que llevamos dentro. Orgullo, egoísmo, envidia, desconfianzas, esa violencia que a veces se cuela en nuestras palabras y en nuestros gestos… Todo eso es lo que se quema cuando dejamos entrar en serio al Espíritu. Y lo curioso es que, cuanto más “paja” se quema, más ligero y más libre se siente uno.


Jesús no viene a barrer pecadores,

viene a quemar la paja que no nos deja vivir como hijos.

En el fondo, es una invitación muy sencilla y muy seria a la vez: dejemos que el Espíritu nos encienda por dentro. No se trata de añadir actividades a la agenda ni de multiplicar gestos exteriores, sino de abrir un poco más el corazón a Aquel que viene con una certeza que vale oro: el bien que Él trae es más fuerte que todo el mal que vemos y sufrimos.

Quizá, en clave de sonrisa, podríamos decir que el Adviento es el tiempo en que Dios nos pregunta: “¿Quieres que siga siendo solo un recuerdo bonito… o me dejas que te estrene el corazón?”. Que sepamos dejarnos bautizar, no solo con agua sobre la frente, sino con fuego en el corazón. Dios no busca cristianos más limpios por fuera, sino hombres y mujeres más vivos por dentro. El bautismo de agua moja la piel; el bautismo en el Espíritu enciende la vida.

 

Podemos concentrar el mensaje en dos frases sencillas:

·         Dios no quiere borrar pecadores, quiere quemar el pecado para que aparezcan hijos.

·         En בֵּית עֲבָרָה (Bet avará) Dios no solo abre un vado en el Jordán, abre un paso nuevo en el corazón.

 

El Espíritu Santo es ese fuego que no te destruye,

pero sí te cambia la cara… y el corazón.

La buena noticia, entonces, es clara: el fuego que Jesús trae no viene a exterminar a los “malos”, sino a cambiar el corazón. Los malvados no desaparecen porque sean eliminados, sino porque, tocados por la vida divina, dejan de ser malvados. El mundo está llamado a ser purificado del mal y, dentro de ese mundo, estamos nosotros, invitados a dejarnos trabajar por dentro por ese fuego del Espíritu.

 

Todos tenemos un Jordán pendiente:

ese paso que sabemos que toca…

y seguimos aplazando.

Tal vez podamos preguntarnos con calma: ¿en qué punto de nuestro propio Jordán estamos? ¿Hay alguna orilla a la que seguimos aferrados, aunque sepamos que ya no nos hace bien? ¿Qué paso de confianza sentimos que el Señor nos susurra… y qué miedos nos frenan?

En el evangelio de hoy nos encontraremos de nuevo con el Bautista. Pero el Juan que veremos ahora nos va a sorprender: ya no está en בֵּית עֲבָרָה (Bet avará), a la orilla del río, rodeado de gente y de agua. Lo hallaremos en otro escenario, en otra situación vital. Y desde ahí, su voz sonará de un modo nuevo, también para nosotros. ¿Nos dejamos sorprender?

 

 

«Juan, que había oído hablar en la cárcel de las obras del Mesías».

Para entender algunas páginas del Evangelio,

a veces ayuda saber desde qué colina

se estaban mirando las cosas.

El evangelio de Mateo no nos dice dónde encerraron al Bautista. El texto griego nos lo dice de este modo: «Ὁ δὲ Ἰωάννης ἀκούσας ἐν τῷ δεσμωτηρίῳ τὰ ἔργα τοῦ Χριστοῦ»; que significa «entonces Juan, al oír / habiendo oído / cuando oyó en el lugar de las cadenas / en el lugar de los grilletes acciones /signos / hechos del Cristo / del Mesías /del Ungido».

 

Los evangelistas narran el arresto, el banquete, la danza y la decapitación (cfr. Mt 14, 3-11; Mc 6, 17-28), pero sin indicar el nombre del lugar. Ese detalle nos lo aporta el historiador judío Flavio Josefo, casi contemporáneo de los hechos. Él cuenta que Herodes Antipas hizo encadenar a Juan, lo envió preso a la fortaleza de Maqueronte, en la región de Perea, y allí fue ejecutado (Antigüedades judías 18, 5, 2).

 

Maqueronte se encontraba en la región de Perea. Cuando Herodes el Grande hizo testamento y repartió su reino, dejó precisamente esta Perea como una de las dos partes asignadas a su hijo Herodes Antipas. Las otras dos zonas del reino las confió a sus otros hijos: la parte más importante, Judea —donde está Jerusalén—, para Arquelao, y la franja del norte para Filipo. No hace falta ser experto en geopolítica para intuir que aquello no era un reparto de cromos, sino de poder muy real.


Maqueronte era algo así como

la centralita militar de Herodes:

si sonaba la alarma, sonaba allí primero.

Si imaginamos ahora una vista “desde satélite”, podemos hacernos una idea de por qué Maqueronte era tan importante. Era la única de las ocho fortalezas situada en la parte oriental del territorio, lo que le daba una importancia estratégica extraordinaria: desde allí se recibían los mensajes de las otras siete fortalezas y, a su vez, se reenviaban las señales a cada una de ellas: al Herodión, a la fortaleza de Alexandrium (Alexandreión), a Masada, a los complejos fortificados de Jericó… Era como la central de comunicaciones defensivas de todo el sistema.

 

La arqueología moderna, trabajando sobre la colina de Mukawir (en la actual Jordania), ha identificado allí los restos del gran palacio-fortaleza de Maqueronte: salas de banquete, patios porticados, estructuras defensivas… Es fácil imaginar, en uno de esos patios, el cumpleaños de Herodes, el baile de la hija de Herodías y la promesa imprudente que terminará en tragedia (cfr. Mt 14, 6-11; Mc 6, 21-28). Los evangelios no dan el nombre de la joven, pero de nuevo Josefo nos lo completa al presentarla como Salomé, hija de Herodías (Antigüedades judías 18, 5, 4). Biblia y historia, juntas, nos ayudan a dibujar mejor el escenario.

En Antigüedades judías 18, 5, 4, Flavio Josefo no narra el banquete ni la danza, sino la genealogía de la familia de Herodes. Allí indica que Herodías estuvo primero casada con Herodes (Filipo), con quien tuvo una hija llamada Salomé; después, violando las leyes nacionales, se divorció de él mientras vivía y se casó con Herodes Antipas, tetrarca de Galilea. Añade además que Salomé se casó sucesivamente con Filipo, tetrarca de Traconítide, y luego con Aristóbulo, y que tuvo tres hijos. Gracias a este pasaje conocemos el nombre de la hija de Herodías que los evangelios dejan anónima.

El nombre de la fortaleza aparece en “Antigüedades judías” de Flavio Josefo, libro 18, capítulo 5, párrafo 2 (18, 5, 2; §116-119). Flavio Josefo afirma que Herodes, por miedo a la influencia de Juan, lo mandó encadenar y lo envió preso a la fortaleza de Maqueronte, donde fue ejecutado.

 

Detrás de toda esta descripción técnica hay también un paisaje muy concreto. La fortaleza se alzaba sobre una montaña imponente; desde allí se veía, al fondo, el mar Muerto. Una posición magnífica, que unía seguridad y belleza. No es extraño que Herodes Antipas fuera con frecuencia a Maqueronte: allí organizaba banquetes, recepciones, fiestas. No solo era un bastión militar, también era el escenario perfecto para lucirse como rey… y, por desgracia, el lugar donde se mezclaron el capricho, el poder y la muerte de un profeta.

 

Una autoridad moral tal profunda

capaz de poder provocar una revuelta

Juan no jugaba a quedar bien con el poderoso de turno; prefería quedar bien con la verdad. Y es en ese mismo lugar donde manda encerrar a Juan el Bautista. ¿Por qué lo hizo? Flavio Josefo y los evangelios nos transmiten dos matices que, juntos, completan el cuadro. Josefo explica que Herodes temía la enorme influencia de Juan sobre la gente: el Bautista gozaba de gran estima entre el pueblo, y el rey sospechaba que, con tanta autoridad moral, podía llegar a provocar una revuelta. Para evitar posibles disturbios, decidió ponerlo bajo llave. Podríamos decir que veía en Juan una especie de “bomba espiritual” con demasiado poder de convocatoria.

 

Juan el Bautista denunciaba el pecado de Herodes

El evangelio de Mateo, por su parte, subraya otro aspecto: Herodes hizo arrestar al Bautista porque este denunciaba públicamente su comportamiento inmoral (cfr. Mt 14, 3-4). Herodes Antipas había ido a visitar a su hermano Herodes Filipo a Roma, se enamoró de la esposa de su hermano y se la llevó consigo a su propio territorio. Aquello iba claramente contra la ley de Dios, y Juan no estaba dispuesto a mirar para otro lado: señalaba esa situación como un escándalo a plena luz del día.

 

Incluso entre barrotes,

Juan seguía más pendiente

de lo que hacía Dios fuera

que de sus propias cadenas.

Sabemos por los evangelios que, a pesar de estar encarcelado, el Bautista era tratado con cierto respeto. No lo eliminaron de inmediato ni lo dejaron totalmente aislado. Podía recibir visitas de sus discípulos y, gracias a ellos, se mantenía al tanto de lo que Jesús estaba haciendo: de los gestos, las palabras y los signos de aquel Jesús al que él mismo había bautizado y que había indicado como el Mesías (cfr. Mt 11, 2; Mc 6, 19-20). Incluso entre rejas, Juan seguía escuchando noticias del Reino.

Y ahora, con este telón de fondo —una fortaleza en una montaña, un rey que tiene miedo, un profeta encerrado pero aún lúcido—, el Evangelio nos invita a entrar en la escena siguiente. ¿Qué pasa en el corazón de un profeta cuando la vida lo encierra entre muros? ¿Qué le ocurre a la fe cuando el camino la lleva, no a un río abierto como el Jordán, sino a una celda cerrada como Maqueronte?

 

 

Veamos qué sucede con Juan mientras está en prisión y cómo, desde ese encierro, se abre un diálogo sorprendente con Jesús.

«En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».

 

La investigación prejudicial

de Juan Bautista sobre Jesús

         Sabemos por el evangelista Lucas que fueron enviados dos de sus discípulos: «llamando a dos de ellos, los envió a preguntar al Señor» (cfr. Lc 7, 18).

Juan el Bautista no era un hombre blando. Era un profeta recio, tallado al estilo de los grandes profetas del Antiguo Testamento, enviado «con el espíritu y el poder de Elías» (cf. Lc 1,17). Su palabra no acariciaba conciencias: hablaba del «hacha puesta a la raíz del árbol» y del «fuego que quema la paja»; anunciaba al que viene con el bieldo en la mano para aventar la era, guardar el trigo y quemar la paja en fuego que no se apaga (cf. Mt 3,10-12; Lc 3,9). Juan no había sido enviado a maquillar el pecado, sino a desenmascararlo; no a podar un poco el árbol, sino a cortarlo desde la raíz si no daba fruto. Precisamente por eso, porque su celo es radical y sabe que está preparando el juicio de Dios sobre Israel, no puede permitirse ninguna ligereza a la hora de discernir quién es realmente Jesús.

 

Un hombre así, que ha presentado a Jesús como el «más fuerte» que viene detrás de él, necesita estar absolutamente cierto de a quién está señalando como «el que ha de venir». Si se equivocara aquí, traicionaría su misión y engañaría al pueblo. Por eso, fiel a la lógica de la Torá, Juan no se deja arrastrar por rumores ni por impresiones subjetivas: abre una auténtica investigación prejudicial sobre la persona de Jesús. Desde la cárcel formula la pregunta decisiva —«¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?» (Lc 7,19)— y pone en marcha un modo de proceder que encaja plenamente con la Ley. La Torá exigía siempre “dos o tres testigos” para que una causa se mantuviera: «No se mantendrá una acusación por el testimonio de un solo testigo… solo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la causa» (cfr. Dt 19,15; Dt 17,6; Nm 35,30). Y mandaba, antes de actuar, «indagar, investigar y preguntar con cuidado» (cfr. Dt 13,13-15; Dt 17,2-4), prohibiendo ser testigo injusto o propagar rumores falsos (cfr. Ex 23,1; Lev 19,15-16) y castigando con dureza al falso testigo (cfr. Dt 19,16-21). En ese clima jurídico y espiritual se entiende el gesto del Bautista: constituye una pequeña comisión de dos discípulos, número mínimo de testigos válidos según la Ley, y les encomienda una verificación rigurosa de los hechos.

 

Esos dos discípulos funcionan como una verdadera comisión de testigos. Van al Señor, formulan la cuestión sin rodeos, contemplan lo que Jesús hace, escuchan lo que Él dice. Y Cristo les responde ofreciendo auténtico material probatorio: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (cfr. Lc 7,22). No se limita a afirmar “sí, soy yo”: presenta hechos verificables que remiten directamente a las promesas de la Escritura. Son los signos anunciados por Isaías para los tiempos mesiánicos: «Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará el cojo como un ciervo» (cfr. Is 35,5-6), «el Señor me ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres» (cfr. Is 61,1). Jesús responde, por tanto, en clave estrictamente bíblica: pone sobre la mesa las obras y la Palabra, y deja que la conclusión se imponga desde la fidelidad de Dios.

 

De este modo, Juan Bautista no instruye un proceso penal contra Jesús, pero sí lleva adelante una investigación prejudicial con claro carácter quasi judicial: define una quaestio capital, nombra testigos en número bíblicamente suficiente, ordena la verificación cuidadosa de los hechos y recibe una respuesta que une obras y Escritura. Sobre esa base, está llamado a emitir un juicio de fe sólido, no apoyado en el temperamento o en la impresión, sino en la verdad contrastada delante de Dios. El profeta del hacha y del fuego resulta ser, al mismo tiempo, un hombre que se niega a hablar a la ligera sobre el Mesías: su carácter fuerte no le lleva a una condena precipitada, sino a una búsqueda rigurosa de la verdad de Cristo, usando todas las garantías que la propia Ley de Dios ofrece.


Uno busca cuando tiene dudas

y no tiene las cosas claras

Si hasta Juan el Bautista se tambaleó, quizá el problema no sea tener dudas, sino dejar que esas dudas nos acerquen al verdadero rostro de Jesús. Puede que nos sorprenda ver a Juan lleno de interrogantes. Él, que había señalado a Jesús como el Cordero de Dios, ahora, desde la cárcel, parece no reconocer del todo al Mesías que había anunciado (cfr. Mt 11, 2-3). ¿Qué ha pasado? ¿Se habrá equivocado? ¿O más bien se le ha quedado pequeño el “modelo de Mesías” que llevaba en la cabeza?

 

Juan, encerrado en ἐν τῷ δεσμωτηρίῳ, “en el lugar de las cadenas”, se mantiene informado de lo que Jesús hace gracias a sus discípulos (cfr. Mt 11, 2). Y lo que ellos le cuentan no encaja con el Mesías que él esperaba. En vez de un juez con el hacha en la mano, le describen a un hombre que pasa la vida curando, tocando leprosos, perdonando pecadores, comiendo con ellos. Para alguien educado en la espiritualidad del “odio a los enemigos de Dios” (cfr. Sal 139, 21-22), aquello es un terremoto interior.

 

En aquella cultura, la enfermedad no era solo un problema médico: era también una etiqueta moral. Muchos pensaban que el enfermo estaba pagando sus pecados. El leproso era casi una “parábola viviente” del pecado: repugnante, impuro, excluido, considerado maldito por Dios. Y, sin embargo, los discípulos de Juan ven a Jesús acercarse, tocar, acariciar, levantar (cfr. Mt 8, 2-3; Mt 9, 1-7.27-31). Ven paralíticos que se ponen en pie, ciegos que empiezan a ver, gente considerada impura que vuelve a entrar en la vida y en la comunidad.

Por si fuera poco, Jesús no se limita a no gritar contra los pecadores: come con ellos, se sienta a su mesa, celebra en su casa (cfr. Mt 9, 10-13). Y se atreve a llamarse su amigo. Para la catequesis que habían recibido Juan y sus discípulos, eso suena escandaloso: ellos han aprendido a tomar distancia de los “malos”, no a sentarse a cenar con ellos.

                                            Donde Juan el Bautista veía árboles para talar,

Jesús ve cañas heridas que se pueden enderezar

Juan, recordemos, había anunciado un Mesías con el hacha ya puesta a la raíz de los árboles, dispuesto a cortar lo que no da fruto y a echar al fuego la paja (cfr. Mt 3, 10-12). Y, sin embargo, Mateo, citando a Isaías, presenta a Jesús como quien no quiebra la caña cascada ni apaga el pábilo vacilante (cfr. Mt 12, 20; Is 42, 3). Donde Juan veía árboles para talar, Jesús ve cañas heridas que se pueden enderezar.

 

Hay algo más que atormenta a Juan: él conoce el anuncio de Isaías sobre el Ungido que proclama la libertad a los cautivos y la liberación a los prisioneros (cfr. Is 61, 1). Sabe que Jesús es ese Mesías… pero Juan sigue en el lugar de las cadenas. Y la pregunta, aunque no se formule explícita en el texto, sobrevuela la escena: “Si eres el que tenía que venir a liberar a los prisioneros, ¿por qué no me liberas a mí?”. No duda de que Jesús sea el Mesías; duda de entender qué significa que él sea Mesías.

 

Primera llamada:

preguntarnos qué Mesías esperamos,

para no quedarnos decepcionados con el Mesías de Dios.

Juan el Bautista podría contarnos su propia experiencia: “Yo esperaba un Mesías duro, implacable con los pecadores. Me he encontrado con alguien que aborrece el mal, pero que ama apasionadamente al pecador, y eso me ha descolocado”. Nos advierte, con cierta ternura: si esperamos de Jesús algo distinto de lo que el Padre realmente quiere darnos, la frustración está asegurada.

 

En la práctica, esto toca cosas muy concretas. Si esperamos un Mesías que nos quite todos los problemas con un par de milagros, que haga en nuestro lugar lo que nos corresponde a nosotros, tarde o temprano sentiremos que “no funciona”. Pedimos paz, y está bien; pero si imaginamos una paz que cae del cielo sin pasar por nuestra conversión, por la justicia, por la reconciliación, por el perdón, entonces nos decepcionaremos. Jesús no viene a ahorrarnos la tarea: viene a caminar con nosotros en ella, a mostrarnos el modo y a regalarnos su Espíritu para que no nos cansemos a mitad de camino.

No solo el Bautista se ha sentido desconcertado. También Pedro tuvo que dejar morir su sueño de un Mesías triunfador según los criterios de este mundo (cfr. Mt 16, 21-23). Cuando Jesús habla de cruz, de perder la vida para encontrarla, a Pedro se le vienen abajo muchos esquemas. El problema no era Jesús; era la imagen de Mesías que Pedro había construido.

 

Segunda llamada:

No asustarnos si el Evangelio nos escandaliza;

sería más preocupante que no nos moviera nada por dentro.

El Bautista podría decirnos: “No os extrañéis si Jesús os descoloca; a mí también me rompió muchas seguridades. No actuó como yo creía que debía actuar Dios. Tiró al suelo convicciones y tradiciones que yo consideraba intocables”.

Aquí aparece un criterio muy serio: si el Evangelio nunca cuestiona nuestras ideas, si no nos obliga a replantearnos nada, quizá llevemos tiempo escuchando solo una versión “amaestrada” del Evangelio, hecha a nuestra medida. Cuando el Evangelio no nos incomoda en nada, es fácil que lo hayamos convertido en un espejo que nos devuelve nuestra propia imagen, en lugar de ventana abierta al rostro del Padre.

 

A veces cultivamos una imagen de Dios que, en el fondo, nos viene muy bien: un Dios duro con el que se equivoca, para poder justificar que nosotros también seamos duros; un Dios que castiga fuerte al que falla, para poder sentirnos autorizados a no perdonar. Un Dios que se parece tanto a nosotros que deja de cuestionarnos. Pero el Mesías de Dios no viene a bendecir nuestra dureza; viene a revelarnos una misericordia que nos desborda.

Por eso el Bautista, desde su celda, nos lanza una invitación decisiva: dejarnos interrogar por el verdadero Jesús, permitir que su modo de tratar a los pecadores, de acercarse a los últimos, de cargar con la cruz, tire al suelo nuestras falsas seguridades religiosas. Si cada vez que escuchamos el Evangelio acabamos diciendo: “¿Ves? Al final Jesús piensa como yo”, quizá no sea el Evangelio el que estemos escuchando, sino nuestra propia voz con fondo bíblico.

 

El Bautista no nos enseña a no tener dudas; nos enseña qué hacer con ellas: llevarlas a Jesús, dejar que sea él quien responda. Y eso es precisamente lo que hace al enviarle a sus discípulos con la pregunta: «¿Eres tú el que tenía que venir, o tenemos que esperar a otro?» (cfr. Mt 11, 3).

 

Y ahora, con todas estas preguntas abiertas —sobre nuestro Mesías imaginado y el Mesías real, sobre un Evangelio domesticado o un Evangelio vivo—, el texto nos invita a escuchar la respuesta de Jesús a los enviados de Juan. No les ofrecerá un discurso teórico, sino una serie de signos: vidas curadas, corazones levantados, pobres evangelizados. Y quizá la gran pregunta para nosotros sea: ¿dónde vemos hoy esos signos en nuestra vida y a nuestro alrededor?

 

A Jesús no le inquieta que dudemos de Él;

lo único realmente grave sería

que dejáramos de dejarnos sorprender por Él.

 

«Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!».

 

Si escuchamos con calma este episodio, lo primero que llama la atención es la serenidad de Jesús ante la crisis de Juan. No le reprocha nada, no le pasa factura por sus preguntas (cfr. Mt 11, 2-3). De hecho, con el cambio profundo que Jesús está introduciendo en la imagen de Dios, casi sería raro que un corazón tan honesto como el del Bautista no atravesara un temblor interior.

Y la respuesta de Jesús es muy reveladora: no manda un discurso doctrinal, manda una lista de hechos. «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo». Es como si dijera: “Antes de hablar de teorías sobre el Mesías, mirad lo que está pasando delante de vuestros ojos”.

 

Cuando preguntamos por Jesús,

la primera respuesta no son ideas:

son vidas cambiadas.

Los signos que enumera —ciegos que ven, cojos que caminan, leprosos purificados, sordos que oyen, muertos que resucitan y pobres que reciben una buena noticia— no son simple fuegos artificiales para impresionar a la gente. Son una clave bíblica. Remiten directamente a las promesas de Isaías, sobre todo a la voz de ese profeta anónimo que habla a los deportados en Babilonia (cfr. Is 35, 5-6). Aquel pueblo sabía que había llegado al exilio por haber sido sordo a la palabra de Dios y ciego a la luz de los profetas.

A esa gente desanimada, Isaías les anuncia algo que parece demasiado bueno para ser verdad: “Se abrirán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se destaparán; saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo gritará de júbilo” (cfr. Is 35, 5-6).

Es decir: Dios mismo va a curar justo lo que les llevó a la ruina. Cuando Jesús retoma esas imágenes, está diciendo: “Lo que los profetas anunciaron para ‘algún día’ está ocurriendo ahora, en mí”.

 

Las curaciones de Jesús no son anécdotas piadosas:

son ventanas abiertas al mundo nuevo

que Él está estrenando.

Si miramos con algo de calma, descubrimos que esos signos no hablan solo de gente de hace dos mil años; hablan también de nosotros, hoy.

1.- Ciegos que empiezan a ver

No se trata solo de falta de vista física. Son todas esas personas —muchas veces nosotros mismos— que van a oscuras por dentro, sin norte, chocando con todo. No saben a qué darle importancia, confunden brillo con valor, éxito con plenitud. Acaban apostando la vida por cosas que no pueden sostener el corazón.

Cuando el Evangelio entra de verdad, se produce un milagro discreto pero inmenso: se reordena la escala de valores. Lo que parecía “imprescindible” pierde peso, y lo que parecía secundario se vuelve central. Somos capaces de ver con más verdad.

El Evangelio no te quita cosas: te devuelve la vista para que elijas mejor por qué cosas vale la pena entregar la vida.

2.- Cojos que se ponen en marcha

Los cojos representan a quienes viven instalados en la parálisis cómoda: siempre a la defensiva, sin decidirse, sin compromisos serios. Vivimos de excusas, de pequeños apaños, de “ya habrá tiempo”. No damos un paso, pero nos contamos que “ya estamos bien así”.

El encuentro con Cristo no nos vuelve perfectos ni nos convierte en atletas espirituales de la noche a la mañana. Pero sí nos pone en pie y, sobre todo, nos da una dirección. A lo mejor seguimos renqueando, a trompicones, pero ya no damos vueltas en círculo alrededor de nuestro ego: caminamos hacia una meta.

3.- Sordos que empiezan a escuchar

La sordera, aquí, no es solo física; es esa incapacidad para salir de nuestro propio monólogo. Solo escuchamos nuestras ideas, nuestros deseos, nuestra versión de la historia. Apenas oímos el clamor del pobre, la petición de quien nos reclama tiempo, la voz de Dios que invita a algo distinto.

Cuando el Evangelio entra de verdad, algo en nosotros se “destapa”: se afinan las antenas, nos volvemos más atentos, empezamos a dejarnos interpelar. La oración se vuelve menos monólogo y más escucha. La vida se llena de voces que antes descartábamos.

4.- Leprosos que recuperan su rostro

Los leprosos simbolizan a quienes viven con vergüenza de sí mismos, sabiendo que el pecado los ha ido deformando. El pecado afea: endurece el gesto, vuelve cortante la palabra, nos hace personas de las que otros se alejan. Pensemos en la soberbia, en el vivir “despendolado”, entregado a una vida de excesos a costa de los demás, en la avaricia cerrada sobre sus cosas: hay actitudes que nos hacen literalmente “difíciles de mirar”.

Cuando una vida así se deja tocar por Cristo, no solo cambian algunos comportamientos externos. Se va produciendo algo mucho más hondo: esa existencia se vuelve más humana, más amable, más luminosa. Hay gente que, después de un camino de conversión, parece tener otra cara. Y, en cierto sentido, es verdad.

5.- Muertos que resucitan

Aquí no se habla únicamente de cadáveres físicamente reanimados, sino de todos aquellos que viven solo para lo inmediato: comer, beber, disfrutar, acumular experiencias. Nada malo en sí mismo, pero si todo el horizonte se reduce a eso, la vida se queda muy estrecha.

Quien se cierra a cualquier trascendencia está, en el fondo, “muerto para Dios”, incluso aunque tenga muy buena salud. Cuando se encuentra con el Evangelio y lo acoge, entra en otra lógica: la de la vida en el Espíritu, esa vida de hijos y hermanos donde hay amor, paz, mansedumbre, alegría, paciencia, bondad (cfr. Ga 5, 22-23). No es una vida distinta “aquí o allá”, es otra manera de estar vivos ya ahora.

6.- Pobres evangelizados

«Se anuncia la buena noticia a los pobres» (cfr. Mt 11, 5). Pobres son, sí, los que carecen de lo necesario, pero también quienes se sienten interiormente quebrados, sin nada digno que presentar delante de Dios. Personas que solo ven su culpa, sus errores, sus límites, y concluyen: “Yo ya no tengo arreglo”.

A esos, precisamente a esos, Jesús les hace llegar el anuncio más increíble: «También tú estás dentro. También tú eres deseado. También para ti hay salvación.»

El Evangelio es radicalmente escandaloso en esto: no empieza por seleccionar a los aptos, empieza por salir a buscar a quienes se sienten descartados.

Un examen silencioso

Llegados a este punto, las palabras de Jesús a los enviados de Juan se convierten en un espejo para nosotros. Podemos preguntarnos:

·         ¿Ha cambiado el Evangelio mi manera de mirar el dinero, la profesión, la familia, la política, el futuro… o sigo mirándolo todo igual, solo que ahora con un barniz piadoso?

·         ¿Se me han abierto los oídos al grito de quien sufre cerca de mí, o sigo seleccionando lo que escucho para no complicarme la vida?

·         ¿Estoy más en pie, más en camino, o sigo girando en torno a mi comodidad como centro del universo?

·         ¿Vivo con horizonte de resurrección, o en la práctica llevo una vida que podría llevar cualquiera que no ha oído hablar de Cristo?

Un Evangelio que nunca nos incomoda probablemente no es el Evangelio de Jesús, sino una versión recortada a nuestra medida.

 

El verdadero escándalo no es un Dios que castiga poco,

sino un Dios que ama mucho más

 de lo que nosotros sabemos soportar.

«¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!».

Jesús termina con una bienaventuranza que pesa como oro:
“Dichoso el que no se escandaliza de mí” (cfr. Mt 11, 6).

¿De qué escándalo habla? Del escándalo de la misericordia. Del desconcierto que provoca un Dios que no entra en la lógica de “te lo has buscado, ahora apechuga”, sino en la lógica de “has caído, te levanto otra vez”. Un Dios que no se cansa de hacer el bien, incluso cuando nosotros le ofrecemos mil motivos para cansarse.

Estas palabras son, al mismo tiempo, una caricia y una invitación para el Bautista: “No te escandalices, Juan. No te asustes de este amor sin condiciones. El Dios que tú anunciaste como fuego es fuego, sí… pero fuego que purifica, no que arrasa.”

Y quizá hoy se nos diga algo parecido a nosotros: Deja que el Señor también desmonte la idea de Dios que te venía tan cómoda.

 

«Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:
«¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él
».

 

 

Cuando Jesús nos hace preguntas, no está pasando lista: nos está regalando un espejo para ver quiénes somos de verdad.

Después de que los enviados del Bautista se marchan, Jesús se dirige a la gente y les lanza tres preguntas seguidas (cfr. Mt 11, 7-11). No busca datos, busca que tomen conciencia. Y, mientras escuchamos esas preguntas, también nosotros quedamos implicados.

 

Sabemos que no somos perfectos,

pero sí queremos vivir sin doblarnos

cada vez que el ambiente cambia de dirección.

«¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento?».

Todos conocían la imagen: las cañas que crecen junto al Jordán, doblándose según sopla el viento. Son el símbolo perfecto de la inconstancia: hoy digo una cosa, mañana la contraria; hoy defiendo un valor, mañana lo abandono si el ambiente ya no lo aprueba.

Jesús deja claro que Juan no era una caña. No era un oportunista que adaptaba el mensaje para caer bien, ni alguien que rebajaba la verdad por miedo al qué dirán. No se inclinaba ante el poderoso de turno. Era un hombre coherente, capaz de sostener lo que anunciaba incluso cuando eso le costó la cárcel… y la vida.

Aquí la pregunta nos alcanza de lleno. Sabemos que hoy el Evangelio no está precisamente “de moda”. Se dice que los tiempos han cambiado, que ciertas propuestas cristianas son anticuadas o imposibles de vivir. Y, sin embargo, cuando reconocemos que una opción nace del Evangelio, se nos invita a mantenerla, aunque nos sintamos minoría, aunque muchos no la entiendan ni la compartan.

No se trata de ser rígidos, sino de no vender el corazón cada vez que sopla un viento nuevo.

 

Lo contrario de la pobreza evangélica no es la belleza,

sino el lujo que se olvida de quien no tiene ni lo necesario.

«¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios».

Juan no tenía nada que ver con quienes viven pendientes del escaparate, gastando sin medida en apariencia, en refinamiento, en lujo. Su estilo era austero y sobrio: su autoridad no venía de la ropa, sino de la verdad que encarnaba.

 

Esto no significa despreciar la belleza. La búsqueda de lo bello, de lo cuidado, de lo armonioso, forma parte de lo mejor del ser humano: no estamos hechos solo para lo útil. Pero cuando esa búsqueda se vuelve despilfarro, lujo ostentoso, culto a la propia imagen, mientras al lado falta lo más elemental, entonces ya no hablamos de belleza, sino de idolatría de lo efímero.

Ante ciertos excesos, ciertos gastos insultantes en cosas completamente superfluas, ¿cómo no va a sentir un cristiano un sincero malestar interior? ¿Cómo no va a doler ver tantos recursos derrochados mientras hay necesidades básicas sin atender?

No se trata de ir por la vida controlando el bolsillo de nadie, sino de dejar que el Evangelio nos purifique la mirada y nos recuerde que los bienes han sido dados para la vida de todos.

 

Juan vio amanecer;

a nosotros se nos ha regalado vivir a pleno día,

aunque a veces andemos como si todavía fuera de noche.

La tercera pregunta toca el corazón de la figura del Bautista:
«Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta».

Juan el Bautista es profeta porque habla en nombre de Dios. Pero Jesús añade que es más que un profeta: lo presenta como el mensajero anunciado en la Escritura, enviado para preparar el camino del Señor (cfr. Mt 11, 10; Mal 3, 1). Es el hombre situado justo en la frontera entre dos tiempos: el de las promesas y el de su cumplimiento.

Por eso Jesús pronuncia una frase sorprendente: «Entre los nacidos de mujer no ha surgido uno más grande que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él» (cfr. Mt 11, 11).

No está haciendo un ranking de santos ni comparando méritos personales. Lo que subraya es el lugar que Juan ocupa en la historia de la salvación.

El Bautista se queda en el umbral. Intuye el amor de Dios, lo anuncia con fuerza, pero muere antes de ver desplegado todo el misterio pascual, antes de contemplar hasta dónde llega el Amor en la cruz y en la resurrección de Jesús. Nosotros, en cambio, vivimos ya “del otro lado” de ese acontecimiento: creemos con la luz de la Pascua encendida.

Independientemente de nuestra santidad personal, hoy podemos comprender —si queremos dejarnos iluminar— algo que Juan solo vislumbró: la radicalidad del amor incondicional de Dios, ofrecido a todos sin excepción.

 

El testamento espiritual del Bautista

¿Qué nos deja, al final, Juan el Bautista? Nos deja su palabra valiente, su estilo sobrio, su libertad ante el poder. Pero también nos deja algo igual de valioso: sus dudas, sus perplejidades, sus preguntas ante un Mesías que rompía sus esquemas. No se nos presenta como un “super creyente” que nunca vacila, sino como un creyente real que deja que Jesús corrija su imagen de Dios.

Eso, para nosotros, es una buena noticia. Significa que: se puede ser profundamente fiel y, al mismo tiempo, seguir purificando nuestra idea de Dios; la fe no consiste en no tener nunca interrogantes, sino en llevarlos al Señor; la verdadera grandeza no está en tenerlo todo claro, sino en permitir que Dios sea más grande de lo que habíamos pensado.

 

Tal vez el gran mensaje que hoy nos regala el Bautista podría resumirse así: No tengamos miedo de ser pequeños en el Reino, pero pidamos la gracia de una conciencia recta, la cual se va formando con la escucha de la Palabra, unida a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia y en obediencia al Papa y a los Obispos en comunión con él; una conciencia así formada en la escuela de la Iglesia Católica, y un corazón lo bastante humilde como para dejar que Dios sea más grande que nuestras ideas sobre Él.

 

Y quizá nuestra oración podría nacer de aquí: Que no nos falte una conciencia recta, así formada en la escuela de la Iglesia Católica, para vivir el Evangelio con coherencia; ni nos falten ojos abiertos para reconocer al Mesías real cuando no coincide con el Mesías cómodo que nosotros nos habíamos fabricado.