Homilía del
Segundo Domingo de Adviento, Ciclo A
Mt 3, 1-12 «Convertíos,
porque está cerca el reino de los cielos».
(Esta homilía tiene tres audios: uno al principio y otros dos al final de este escrito. Considero que os puede hacer mucho bien. Querido lector, gracias por tu fidelidad)
Cada año, la
liturgia nos presenta dos grandes figuras que tienen la misión de prepararnos
para acoger al Señor que viene: Isaías y Juan el Bautista.
No a la globalización de la
impotencia
Isaías es el
profeta que, en los momentos más oscuros de la historia de su pueblo, supo
mantener viva la alegría y la esperanza. Cuando todo parecía ir en dirección
contraria, él seguía anunciando que las promesas de bien hechas por el Señor no
quedarían anuladas por los acontecimientos. Una de sus profecías más hermosas
la escuchamos en la primera lectura de este domingo (cfr. Is 11, 1-10), y quizá
hoy la necesitamos tanto como entonces.
Si miramos a nuestro alrededor, lo notamos
enseguida: el desánimo y el pesimismo están muy extendidos. Basta escuchar
ciertas conversaciones en casa, en el trabajo o en los medios. A veces parece
un concurso a ver quién pinta el panorama más negro: “los tiempos son malos,
todo está fatal, el mundo va cada vez peor…”. Muchos presbíteros,
catequista y obispos dicen “… esto es lo que hay”, “… como no hay
mata no hay patata”. Y no pocas veces, si somos sinceros, también nosotros
entramos en ese coro de lamentos.
No entremos en ese coro de lamentos y
dejémonos enseñar a mirar la realidad
con los ojos de Dios
Isaías, en cambio,
quiere enseñarnos a mirar nuestro mundo con los ojos de Dios. Y eso cambia el
enfoque por completo. En lugar de quedarnos atrapados en las quejas por los
dolores de la historia, se nos invita a descubrir que esos dolores son de
parto. No estamos asistiendo al final sin sentido de todo, sino al
nacimiento de algo nuevo. El profeta nos ayuda a pasar de la frase “todo se
hunde” a otra muy distinta: “Dios está haciendo nacer un mundo nuevo”.
Podemos resumirlo
así: la fe no niega las sombras, pero se niega a concederles la última
palabra.
Sin conversión, el rito es teatro
El segundo
personaje es Juan el Bautista, el profeta enviado por el Señor para preparar a
Israel a acoger al Mesías, y que hoy sigue preparando también nuestro corazón,
tanto con sus palabras como con su estilo de vida. De él no nos hablan solo los
evangelios; también algunos historiadores de la época lo recuerdan.
Flavio Josefo, un
historiador judío nacido unos diez años después de la muerte del Bautista, nos
deja un testimonio muy interesante. En su obra Antigüedades judías lo
describe como un hombre bueno, que invitaba a los judíos a llevar una vida
recta, a tratarse unos a otros con justicia, a someterse con sincera devoción a
Dios y a recibir un bautismo. Y añade un matiz decisivo: Juan estaba convencido
de que ese baño de agua, por sí solo, no bastaba para obtener el perdón de los
pecados. Si el corazón no cambiaba antes, si el alma no se dejaba purificar
mediante una conducta recta, el rito exterior se quedaba en una simple lavada
de cuerpo.
Aquí podríamos
decir: sin conversión interior, hasta el gesto más religioso se queda en
superficie.
Y ahora, con estas
dos figuras en mente, estamos en mejor disposición para escuchar cómo presenta
Mateo a Juan el Bautista en su evangelio.
Frases clave para recordar
·
La
fe no es negar las sombras, sino confiar en que Dios puede hacer nacer algo
nuevo precisamente en medio de ellas.
·
Sin
conversión interior, hasta el rito más sagrado corre el riesgo de convertirse
en un simple gesto exterior.
«Por aquellos días, Juan Bautista se presentó en el
desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los
cielos».
En el evangelio de
Mateo, Juan el Bautista aparece de repente, sin preaviso. Hasta este momento no
se había hablado de él. A diferencia de Lucas, Mateo no narra su nacimiento de
unos padres ancianos ni la esterilidad de Isabel; lo presenta ya adulto, entrando
en escena con fuerza. Y no lo describe como un predicador de largos
sermones, sino como un heraldo: alguien que irrumpe para proclamar una
noticia decisiva en muy pocas palabras, casi como si gritara: “¡Abrid bien
los oídos y escuchad lo que vengo a anunciaros!”
¡Acoged el Reino de Dios!
¿Y cuál es ese
anuncio? Que el Reino de Dios ha llegado. Hablar de Reino de Dios a los
israelitas del tiempo de Jesús era tocar una fibra muy profunda: despertaba
expectativas y esperanzas que se habían alimentado durante siglos. Todos
conocían las Escrituras, sabían de memoria los oráculos de los profetas que
prometían que llegaría un día en que el Señor tomaría Él mismo en sus manos la
historia de su pueblo e instauraría, al fin, un reino de justicia y de paz.
La novedad de Juan
es enorme: él no dice, como los profetas anteriores, “un día, en el futuro,
Dios intervendrá…”. No. Su mensaje es: ese tiempo ha terminado. “Ya no se trata
de esperar: el Reino de Dios está cerca, lo tenéis delante, al alcance de la mano.
Podéis acogerlo, hacerlo vuestro”. Es fácil imaginar la reacción del pueblo:
entusiasmo, curiosidad, movimiento. De hecho, nos cuenta el evangelio que
acudían a él multitudes, y no pocos llegaron a pensar que él mismo podía ser el
Mesías.
Podríamos
resumirlo así: cuando Dios se acerca, la vida ya no puede seguir igual.
Ahora todo gira en torno al Reino de Dios
Entonces surge la
gran pregunta, que también nos toca a nosotros: si el Reino de Dios está tan
cerca, ¿qué hacer? Sabemos por experiencia que cuando se aproxima un
acontecimiento importante, todo se reorganiza. Si se acerca un examen serio,
cambian los horarios: uno deja de ir de fiesta, reduce las distracciones, se
concentra en el estudio. Si se acerca el día de la boda, toda la vida gira en
torno a ese momento: las decisiones, las prioridades, incluso la manera de
gastar el tiempo y el dinero.
De manera
semejante, el Bautista señala enseguida al pueblo —y hoy también a nosotros—
qué pasos dar si nos damos cuenta de que el Reino de Dios está realmente cerca
y no queremos dejar pasar esa oportunidad.
Convertíos: Dos verbos diferentes
1.- dar media vuelta/regresar
Su palabra es
clara: “Convertíos”. En la Biblia, para hablar de conversión se emplean dos
verbos diferentes, y conviene no confundirlos. En el Antiguo Testamento se usa
con frecuencia el verbo ἐπιστρέφειν (epistréfein), que en hebreo se dice
שׁוּב (shuv): significa ‘volverse, regresar, dar media vuelta’. El
pueblo se ha alejado de Dios, y se le invita a volver a Él, a regresar al
camino de la alianza.
Convertíos: Dos verbos diferentes
2.- cambiar de raíz la manera de pensar
Sin embargo, este
verbo no se usa en el Nuevo Testamento para hablar de la conversión que
anuncian Juan y Jesús. El Bautista introduce otro verbo: μετανοεῖν (metanoeín).
Y aquí el matiz es muy distinto. No se trata solo de volver atrás, sino de cambiar
de raíz la manera de pensar, de juzgar, de valorar la realidad. Es como si
se nos dijera: “deja que Dios reorganice tu mente, tu escala de valores,
tu modo de mirar el mundo”.
Juan, usando este
verbo, pone el acento sobre todo en el plano moral, en el cambio concreto de
vida. En lenguaje de hoy podría sonar así: “basta ya de adulterios, de
violencias, de mentiras y rivalidades; dejad de vivir pisándoos unos a otros;
cambiad de vida”. Esta es la μετάνοια (metánoia) la conversión que él
propone: un giro decisivo de conducta.
En Jesús esa conversión tiene otro sentido más pleno:
Deja que Dios actualice tu corazón
Jesús, al inicio
de su misión, retoma literalmente el anuncio del Bautista: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos».
(cfr. Mt 4, 17). Pero en sus labios esa llamada a la μετανοία (metánoia)
adquiere una amplitud aún mayor: ya no se trata solo de moral, sino de acoger
una visión nueva de Dios, del mundo, del ser humano y de la historia. En el
fondo, Jesús nos invita a dejar que Dios “actualice” nuestro corazón y
nuestra mente.
Tienes delante de ti dos reinos ¿por cuál optas?
Juan el Bautista,
hoy, nos diría algo así: “Mira bien: tienes delante dos reinos posibles”. Por
un lado, el reino viejo, el de este mundo tal como lo conocemos cuando
se deja llevar por el egoísmo: allí el “hombre fuerte” es el que se impone, el
que domina, el que hace que los demás le sirvan; cada uno va a lo suyo, acumula
para sí y se desentiende del hermano. Es el reino del maligno, ese que se
atreve a decirle a Jesús: “El mundo es mío, el reino es mío, y se lo doy a
quien quiero”. Ese modo de reinar, Jesús lo rechaza.
Él ha venido a inaugurar el Reino de
Dios, el mundo nuevo. Y ese Reino, nos recuerda hoy el Bautista, está
cerca, a nuestro alcance. Es exactamente lo contrario del anterior: en el Reino
de Dios es grande quien sirve, no quien domina; es grande quien no se encierra
en sí mismo, sino que piensa en el hermano.
¿Vas a pasar del Reino de Dios?
Aquí la pregunta
se vuelve muy personal: si este Reino está tan cerca de nosotros, ¿lo vamos a
dejar pasar? “Está a tu puerta, no desperdicies la oportunidad de acogerlo”,
podríamos oír que nos dice Juan. En ello nos va la vida. Los otros reinos, los
de turno, se desgastan, se derrumban, pasan. Este Reino, en cambio, no caduca.
Entramos en él cuando aceptamos la imagen de Dios y del ser humano que nos
mostrará Jesús: un Dios que sirve y un hombre llamado a vivir como hermano.
Convertirse es aprender a mirar todo
con los ojos de Dios
Los reinos de este
mundo vencen por la fuerza; el Reino de Dios comienza cuando dejamos que nos
convierta el corazón. Convertirse no es volver atrás, sino aprender a mirar
todo con los ojos de Dios.
Las palabras del
Bautista, por tanto, no pertenecen al pasado: siguen dirigidas hoy a nosotros.
Y, en este punto, el evangelista Mateo enlaza la misión de Juan con una
profecía del libro de Isaías. Escuchémosla con esta clave de lectura.
Frases clave para recordar
·
Cuando
el Reino de Dios se acerca, la vida ya no puede seguir igual.
·
Convertirse
no es solo volver atrás, sino dejar que Dios nos cambie la mirada y el corazón.
·
Los
reinos del mundo pasan; el Reino de Dios empieza donde alguien decide vivir
sirviendo.
Unas palabras de aliento
para personas muy desanimadas.
«Este es el que anunció el Profeta Isaías diciendo: «Voz
del que grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus
senderos”».
La cita que hemos
escuchado está tomada de la segunda parte del libro de Isaías (cfr. Is 40, 3)
donde se recogen las palabras de un profeta anónimo que vivió con los
deportados en Babilonia. Eran los hijos y los nietos de aquellos que
Nabucodonosor había llevado a su tierra como prisioneros. A estas personas
desanimadas, este profeta se presenta como un heraldo de una noticia
sorprendente, una auténtica buena noticia. Le anuncia al pueblo exiliado: “El
Señor está a punto de venir a liberarnos, nos llevará de vuelta a la tierra de
nuestros padres”.
Ellos saben que están en Babilonia
como consecuencia de sus pecados
Los israelitas,
sin embargo, tienen muchas dificultades para creerlo. Les parece imposible que
el Señor todavía tenga misericordia de ellos. Saben que Dios sacó a su pueblo
de la esclavitud de Egipto, pero entonces los israelitas no eran responsables
directos de aquella opresión. Ahora, en cambio, los que viven en Babilonia son
conscientes de que el exilio tiene que ver con sus infidelidades. No es
que el Señor los haya castigado caprichosamente: son sus propios pecados los
que los han encadenado y los han llevado a esa situación de esclavitud.
Regresemos a la libertad abriendo
un nuevo camino guiados por el Señor
A estas personas,
que consideran impensable la liberación, el profeta les recuerda: el Señor es
fiel a las promesas hechas a Abraham y a su descendencia, y está a punto de
conducirnos de nuevo a la tierra de la libertad. Y añade un detalle muy
gráfico: “No vamos a regresar por el mismo camino por el que salimos, subiendo
hacia el norte y bajando después hacia Babilonia, más de dos mil kilómetros.
No. Abramos un camino recto a través del desierto, un camino mucho más
corto, para llegar pronto, guiados por el Señor, a Jerusalén”.
Esta es la
profecía que encontramos en la segunda parte de Isaías. El evangelista Mateo la
aplica a Juan el Bautista y ve en él su cumplimiento: Juan vive en el desierto
y anuncia un nuevo éxodo. Su mensaje viene a ser: “El Señor está a punto de
liberarnos de una esclavitud aún peor que la de Egipto o Babilonia: la
esclavitud de nuestro pecado, de todo lo que nos deshumaniza. Viene para
introducirnos en su Reino, donde por fin podemos vivir como personas y no como
fieras”.
El desierto como camino interior
El evangelista
insiste en situar a Juan en el desierto porque ese dato no es solo geográfico,
es profundamente teológico. Nos está diciendo algo sobre el camino interior
que estamos llamados a recorrer si queremos disponernos de verdad a acoger al
Señor que viene a liberarnos.
Jesús fue
bautizado en el lugar por donde los israelitas
cruzaron para
llegar a la tierra prometida
¿Dónde vivía el
Bautista? Con mucha probabilidad —los estudiosos israelíes lo consideran
prácticamente seguro— vivió en Qumrán, el monasterio donde residía una
comunidad de monjes judíos. Allí, muy probablemente, pasó algunos años.
Después, en un determinado momento, comenzó su misión pública y se estableció a
orillas del Jordán, donde empezó a bautizar. Es significativo también el lugar
donde, según la tradición, Jesús fue a recibir el bautismo de Juan: ‘Bethabara’,
que significa “casa del vado”. Ese nombre recuerda el punto por el que los
israelitas cruzaron el Jordán al salir de la esclavitud de Egipto para entrar
en la tierra de la libertad. El Jordán ha marcado siempre una frontera
simbólica entre la tierra pagana y la tierra de la promesa.
Con Jesús se abre un paso de la esclavitud
a la tierra de la libertad
Esta ubicación no
es un simple dato de guía turística: tiene un fuerte sentido espiritual. Nos
dice que, con Jesús, se abre un paso decisivo de una tierra de esclavitud a una
tierra de libertad. El Bautista está justo en esa línea de frontera,
invitándonos a cruzar.
El desierto como lugar de encuentro con el Señor
El desierto, por
tanto, no es un decorado neutro. En la Biblia tiene un significado muy
profundo: es el lugar privilegiado del encuentro con el Señor. En el desierto,
Moisés y Elías tienen experiencias claves con su Dios. Es un lugar de silencio
y de reflexión. Allí no nos aturden los ruidos, no nos marean las
conversaciones vacías ni las banalidades que circulan por las redes sociales.
Solo cuando se hace silencio de verdad podemos volver a entrar dentro de
nosotros, preguntarnos por el sentido de la vida, por lo que realmente importa.
En el desierto,
todo lo efímero se relativiza. Es el espacio donde la vida queda reducida a lo
esencial: allí el agua es simplemente agua, no un refresco sofisticado; el pan
es pan, no bollería de lujo. En el desierto nadie va cargado de cosas
superfluas. Nadie es realmente “más rico” que otro: más o menos, todos están en
la misma situación. No se acumulan bienes; cada uno “posee” únicamente la
pequeña porción de tierra que pisa en ese momento. Cuando da un paso adelante,
esa tierra ya no es suya, pasa a ser la de otro. Es una imagen muy elocuente:
en este mundo, en realidad, estamos siempre de paso.
El desierto nos
susurra algo muy concreto: no te aferres a las cosas de este mundo como si
fueran absolutas, porque pasan. Ningún desierto es para quedarse a vivir; el
desierto es para atravesarlo.
Uno no se instala en el desierto,
es para atravesarlo
El desierto no es
el lugar donde uno se instala, sino el camino hacia una meta, hacia la tierra
de la libertad. Y nosotros, como cristianos, somos precisamente eso: gente en
camino. En el bautismo hemos dejado atrás la “tierra del mundo viejo” y nos
hemos puesto en marcha. Este camino no es sencillo: es exigente, cuesta
esfuerzo.
Somos tentados al atravesarlo
En el trayecto
somos tentados de volver atrás, a las antiguas esclavitudes: las vidas
disolutas, el apego a los bienes, la voracidad de tener y de poder, la moral “a
la carta” que nos proponen tantos ‘influencers’.
Alguna
satisfacción, sin duda, la encontrábamos allí. Y, sin embargo, la llamada es
clara: no te detengas, no vuelvas atrás. Sigue caminando, porque avanzas
hacia una tierra verdadera, hacia un espacio de libertad real.
El desierto se atraviesa en comunidad
Además, el
desierto es también el lugar donde se aprende que solo no se puede.
Quien pretende caminar en solitario por el desierto está condenado a agotarse.
Allí se avanza hombro con hombro, apoyándose mutuamente. Y esto lo
experimentamos también en nuestra vida cristiana: quizá una de las pruebas más
duras hoy es la sensación de ir solos, de ser casi los únicos que intentan
caminar hacia esa tierra de libertad. De ahí la importancia de sentirnos
miembros de una comunidad en marcha, un pueblo que camina, no individuos
aislados.
Y ahora, el
Bautista, incluso con su manera de vestir y con el alimento del que vive, nos
va a mostrar cómo se prepara uno, de manera concreta, para acoger al Señor que
viene. Escuchémoslo con atención.
Frases clave para recordar
·
El
desierto no es para instalarse, sino para atravesarlo hacia la tierra de la
libertad.
·
En
la Biblia, el desierto desnuda lo superfluo y nos enseña qué es realmente
esencial.
·
En
el camino de la fe, quien pretende avanzar solo se agota; el cristiano es
siempre caminante en comunidad.
Juan el Bautista vestía como Elías
«Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una
correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y
acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y de la comarca del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán».
Si vamos al primer
capítulo del segundo libro de los Reyes, donde se habla de Elías, encontramos
un detalle llamativo: aquel profeta vestía exactamente como Juan el Bautista
(cfr. 2 Re 1, 8). La tradición popular de Israel esperaba que, antes de la
llegada del Mesías, volviera Elías para inaugurar el tiempo mesiánico. Por eso,
cuando Mateo nos presenta a Juan con el mismo tipo de vestido, nos está
lanzando un mensaje muy claro: “Este es el Elías que todo el pueblo
esperaba; después de él viene el Mesías de Dios” (cfr. Mt 3, 4).
Leamos simbólicamente los detalles:
1.- La correa
Pero el
evangelista no se queda solo en el dato de color. También nos invita a leer
simbólicamente esos detalles. La correa ceñida a la cintura, ¿para qué sirve?
Para sujetar la túnica y poder caminar con agilidad. Es un guiño al éxodo:
también nosotros estamos llamados a ceñirnos, a dejar la tierra de esclavitud
del pecado y ponernos en marcha hacia el Reino de Dios. Además, esa correa es
de cuero, no de tela fina.
Leamos simbólicamente los detalles:
2.- El manto
Y el manto de pelo
de camello no tiene nada de suave ni elegante: es áspero, incómodo.
En Juan todo habla de austeridad: lo esencial por encima de las apariencias,
ninguna complicidad con lo superfluo y efímero.
Un corazón atado a las apariencias no es libre
El propio Jesús lo
subraya con una pregunta muy directa: «¿Qué salisteis a ver en el desierto?
¿Una caña sacudida por el viento? ¿A un hombre vestido con lujo? No; los que
visten con lujo habitan en los palacios de los reyes» (cfr. Mt 11, 7-8). El
mensaje nos alcanza de lleno: si perdemos la cabeza por las frivolidades, si
vivimos esclavos de la moda y de la imagen, difícilmente estaremos en la mejor
disposición para acoger el Reino de Dios, esa propuesta de mundo nuevo que Jesús
viene a ofrecernos.
Podríamos decirlo así: un corazón atado a las apariencias no tiene las manos
libres para recibir el Reino.
El cristiano se viste con el vestido más hermoso
a los ojos de Dios y de los hermanos
El tema del
vestido no es secundario en la Biblia (cfr. Gn 3, 7; Gn 3, 21; Gn 27, 15-16; Gn
27, 27; Is 61, 10; Lc 15, 22; Mt 22, 11-13; 2 Re 1, 8; Mt 3, 4; Mt 6, 28-30; Jn
19, 23-24; 1 Pe 3, 3-4; Rom 13, 14; Gal 3, 27; Ef 4, 22-24; Col 3, 12-14; Ap 3,
4-5; Ap 7, 14; Ap 19, 7-8). Aparece desde el inicio, cuando el ser humano
intenta cubrir su desnudez con unas hojas de higuera (cfr. Gn 3, 7). En el
Nuevo Testamento se insiste en la sobriedad exterior, pero sobre todo en otro
tipo de “vestido”: aquel que nos hace verdaderamente hermosos a los ojos de
Dios y de los hermanos. San Pablo invita a «revestirse del Señor
Jesucristo» (cfr. Rom 13, 14), es decir, a dejar que su luz y su amor sean
nuestra verdadera “ropa”: que resplandezca en nosotros su manera de amar, de
mirar, de servir (cfr. Gal 3, 27). El cristiano no se define por la marca que
lleva puesta, sino por la caridad que se transparenta en su vida.
Se siente como una ola creciente
¿Y qué está
pasando mientras tanto a orillas del Jordán? El texto suele traducirse diciendo
que «acudían a él» todos para
ser bautizados. Sin embargo, el verbo griego que usa Mateo es ἐκπορεύομαι
(ekporévomai), que significa “salir”. El texto griego lo dice de este modo: «τότε
ἐξεπορεύετο πρὸς αὐτὸν Ἱεροσόλυμα καὶ πᾶσα ἡ Ἰουδαία καὶ πᾶσα ἡ
περίχωρος τοῦ Ἰορδάνου», que traducido es;
«En aquel momento / entonces, iba saliendo / salía
continuamente / salían una y otra vez (no es un acto puntual, sino un
movimiento continuo; es un movimiento continuo y masivo: gente que va,
viene, vuelve a ir, día tras día; sugiere una especie de “peregrinación en
cadena” hacia Juan) en dirección a él (Juan
el Bautista) Jerusalén (en el sentido los
ciudadanos de Jerusalén; la ciudad santa, centro religioso y simbólico de
Israel), toda Judea (la región que rodea
Jerusalén, el “corazón” del país) y toda la región
de alrededor del Jordán / toda la comarca del Jordán (la zona limítrofe,
frontera entre tierra de promesa y tierra pagana) (y todo se siente como una
ola creciente)».
Cuando uno se deja tocar en serio por la Palabra,
la gente no se queda sentada: sale
El verbo «ἐκπορεύομαι»:
salir, no solo “acudir”; el matiz no es simplemente “acudir” (ir donde
alguien), sino “salir desde” un lugar: No es solo que “iban a Juan”, es
que “salían” de sus zonas de comodidad, de sus ciudades, de su tierra
para ir al desierto. Teológicamente no es un simple movimiento geográfico; es
un gesto de éxodo interior:
salir de la propia seguridad para ponerse en camino de conversión.
Dios comienza a
hacernos nuevos sacándonos de donde estamos instalados. Resuena en las mentes y
en los corazones de los hebreos aquellas palabras sagradas pronunciadas por
Yahvé al padre Abrahán: «Sal de tu tierra y de tu parentela y vete a la
tierra que yo te indicaré» (cfr. Gn 12, 1); וַיֹּאמֶר
יְהוָה אֶל־אַבְרָם לֶךְ־לְךָ מֵאַרְצְךָ וּמִמּוֹלַדְתְּךָ וּמִבֵּית אָבִיךָ אֶל־הָאָרֶץ
אֲשֶׁר אַרְאֶךָּ (Vayyómer Adonái el-Avrám lej-lejá me-ártzejá
u-mimmoladtejá u-mibbét avíja el-ha-áretz asher ar’ejá).
Mateo hace uso de
la geografía como teología; Jerusalén, la ciudad santa, centro religioso y
simbólico de Israel; toda Judea, la región que rodea Jerusalén, el
“corazón” del país; toda la región del Jordán, la zona limítrofe, frontera
entre tierra de promesa y tierra pagana. Mateo no está pasando lista de
provincias; está diciendo que desde el centro religioso hasta las periferias, todo
el país está en movimiento hacia la llamada a la conversión.
Ellos salen de la
tierra “santa” (como supuestamente consolidada)
y van hacia la otra orilla (tierra simbólicamente de esclavitud), para que
guidos por Juan, cruzar de nuevo hacia la verdadera “tierra santa”: el
Reino que Jesús va a anunciar. Toda Jerusalén, toda Judea y toda la región de
alrededor “salían” hacia Juan, que se encontraba en la orilla oriental del
Jordán.
Juan el Bautista les hace atravesar de nuevo
por el Jordán,
tal y como lo hicieron en tiempos de Josué
Juan estaba
bautizando en la orilla oriental (cfr. Jn 1, 28), que pertenecía simbólicamente
a la “tierra pagana”; el Jordán marca la frontera con la tierra de la libertad
y de la promesa. Es el mismo río que, en tiempos de Josué, el pueblo cruzó
para entrar definitivamente en la tierra prometida al salir de la esclavitud de
Egipto (cfr. Jos 3–4).
Ahora, con Juan,
sucede algo muy peculiar: toda aquella gente “sale” de la tierra que
consideraba ya su lugar definitivo —la Tierra Santa, el espacio donde pensaban
instalarse para siempre— y se dirige hacia la otra orilla, hacia la zona que
representaba la antigua esclavitud. Es como un “contra-éxodo”.
El Bautista desea que ahora entren en
la verdadera tierra santa:
El Reino de Jesús
¿Por qué? Porque
el Bautista los hará atravesar de nuevo el Jordán, pero esta vez no para entrar
simplemente en una tierra santa material, sino en la verdadera tierra santa: el
Reino que Jesús de Nazaret va a anunciar.
Venían a él para
ser bautizados en el río y ellos «confesaban
sus pecados».
El bautismo de Juan despertaba la conciencia
Mateo no dice que
el bautismo de Juan perdonara los pecados. Ese rito no los borraba; servía más
bien para que todos reconocieran que estaban en condición de pecado, que
vivían en una especie de esclavitud interior. Era una señal pública,
humilde y valiente, para tomar conciencia de la propia situación y expresar el
deseo de ser liberados, de salir de una vida que no estaba a la altura de la
verdadera humanidad.
Será el bautismo
de Jesús, y solo él, el que introduzca realmente en el perdón y en la vida
nueva del Espíritu. El de Juan es un gesto preparatorio, una llamada a la
conversión, un despertador de conciencia. Podríamos resumirlo así: el
bautismo del Bautista no es la meta, es la puerta de entrada, el reconocimiento
sincero de que necesitamos ser salvados.
Frases clave para recordar
·
Un
corazón esclavo de las apariencias difícilmente está libre para acoger el
Reino.
·
El
bautismo de Juan no borra el pecado: despierta la conciencia de necesitar
salvación.
·
El
Jordán marca el paso de la falsa seguridad a la verdadera tierra santa: el
Reino que Jesús viene a inaugurar.
Pero algunos sólo aceptan el gesto exterior
y no la conversión interior
En este punto, se acercan a Juan algunas
personas dispuestas a recibir el rito, pero no a cambiar de vida.
Aceptan el gesto exterior, pero no la conversión interior. Y ahí es donde el
Bautista, fiel a su misión de decir la verdad, pronuncia palabras muy duras,
que Mateo está a punto de contarnos.
«Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los
bautizara, les dijo: «¡Raza de víboras!, ¿quién os
ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la
conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: “Tenemos por padre a Abrahán”,
pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya
toca el hacha la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será
talado y echado al fuego».
Raza de víboras
«¡Raza de víboras!». Las palabras del
Bautista dirigidas a fariseos y saduceos suenan durísimas. Y con razón nos
chocan. Nosotros, al oír “víbora”, pensamos enseguida en veneno, en algo que
puede matar. ¿Por qué Juan usa una imagen tan fuerte?
Dos maneras envenenadas
de hablar de Dios
Aquellos fariseos
y saduceos representan dos maneras envenenadas de hablar de Dios.
Dos maneras envenenadas
de hablar de Dios
1.-
Un Dios que se dedica a pasar lista
y
anotar en su cuaderno
Los fariseos anuncian un Dios-juez
que ha dado una Ley y se dedica a pasar lista: quién cumple, quién
falla. A los buenos los premia; a los malos los castiga severamente.
Dos maneras envenenadas
de hablar de Dios
2.-
Un Dios que reparte favores
a
los que le ofrecen holocaustos y limosnas
Los saduceos, por su parte,
representan una teología del Dios-interesado: un Dios que reparte favores,
sí, pero solo a quienes le ofrecen sacrificios, holocaustos, incienso,
plegarias, limosnas… naturalmente, todo gestionado a través de los
sacerdotes del templo, es decir, de ellos mismos.
El Dios de Jesús no es así
El Dios de Jesús,
en cambio, no funciona así. No es un Dios que “premia a los buenos” y “fulmina
a los malos”, sino un Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos
y no puede dejar de amar, porque Él es amor (cfr. Mt 5, 45; 1 Jn 4, 8).
Víboras son aquellos que predican
una imagen tóxica de Dios
Por eso estas
“víboras” no se han extinguido: simplemente han modernizado el discurso. Ahora
predican un dios que, más que Padre, parece jefe de recursos humanos del
cielo: todo el día evaluando, puntuando, pasando lista y archivando
expedientes. Un dios que da miedo, que divide a la gente en “aptos” y “no
aptos”, que excluye al que no encaja en sus criterios. Y, claro, si uno escucha
mucho ese sermón, acaba vacunado… pero contra el Evangelio. Por eso hace
falta estar atentos: sin darnos cuenta, podemos terminar creyendo más en ese
dios fabricado con miedo, culpa y cara seria que en el Dios vivo de Jesús, que
sabe más de abrazos que de expedientes.
Fariseos y saduceos actuales
Los fariseos y los
saduceos, por su parte, hacen algo muy reconocible hoy: van a Juan para hacerse
bautizar, sí, pero en versión “solo exterior”. El rito, lo aceptan con
gusto; la conversión, en cambio, no están dispuestos a asumirla. Quieren un
gesto religioso bonito, que quede bien en la foto y en el boletín parroquial:
por ejemplo, la realización de la enramada en la puerta de la iglesia,
decorarla con hiedra, hojas y luces, añadir un manojito de llaves; plantar
árboles “por el cambio climático”; “vestir” el tronco de un árbol con trozos de
punto de colores; colocar un puzzle en la puerta del templo… Todo muy creativo,
muy visual, muy digno de salir en el grupo de WhatsApp de la parroquia.
Sin embargo,
cuando se trata de gestos menos vistosos pero más evangélicos —por ejemplo, donar
el diezmo de los ingresos parroquiales a la Fundación Pontificia “Iglesia
Necesitada”, o abrir de verdad la parroquia para que otros grupos y
movimientos eclesiales entren y la dinamicen desde dentro—, ahí ya no
entusiasma tanto. Eso implica soltar dinero, soltar control… y eso ya es
“demasiado carismático”. En cambio, el “bocadillo solidario” de un día o “la
colecta de dinero para un amigo misionero de los curas de la parroquia” es algo
asumible: es concreto, simpático, controlable… y muy fácilmente tuiteable.
Y ojo: todo eso
puede ser precioso si nace de un corazón tocado por el Evangelio. El problema
no son las enramadas, las hiedras, los árboles, los puzzles, los bocadillos ni
las colectas, sino cuando nos sucede esto: mucha decoración fuera, poca
conversión dentro. Es como decirle al Señor: “Te preparamos una entrada
espectacular, pero, por favor, no pases del recibidor”. Resultado: mucho
símbolo y poca transformación real.
Juan el Bautista les habla con dureza
porque ve el peligro de fondo
Por eso Juan no se
anda con rodeos. Les habla con dureza no porque disfrute regañando, sino porque
ve el peligro de fondo: con esas ideas sobre Dios, no se puede entrar en la
lógica del Reino. No es compatible anunciar al Dios de Jesús y, al mismo tiempo,
seguir creyendo en un dios que solo sabe asustar y excluir. O dejamos caer esas
teologías tóxicas, o no hay espacio para la buena noticia.
En el fondo,
podríamos resumirlo así: Dios tiene más problemas con nuestras ideas
equivocadas sobre Él que con nuestros gestos piadosos de escaparate.
Las serpientes huyen del fuego del amor
«¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente?».
Dicho con lenguaje
de hoy sonaría casi así: “¿Quién os ha dado el máster en escapismo
religioso?”
La imagen de las
víboras continúa: cuando se enciende un fuego, las serpientes no se quedan a
hacer tertulia alrededor de la hoguera; salen disparadas buscando cualquier
hueco para huir. Juan viene a decirles: “El fuego ya está llegando… y
vosotros solo pensáis en la salida de emergencia”.
El fuego del amor de Dios
o solo una vela decorativa
¿Y qué fuego es
ese? No es el de un Dios enfadado con antorcha en la mano, sino el fuego que
Jesús quiere traer al mundo: el fuego del amor de Dios (cfr. Lc 12, 49).
Un fuego que no quema personas, pero sí calcina muchas ideas falsas sobre Dios
y muchas seguridades religiosas demasiado cómodas. Y claro, más de uno piensa:
“Ese fuego, mejor verlo desde lejos…”.
Por eso buscan
todas las escapatorias posibles para no dejarse “quemar” por esa novedad que
les obligaría a cambiar a fondo su manera de pensar a Dios, la religión y, de
rebote, su estilo de vida.
¿Y cuáles son esas
salidas de emergencia, tan antiguas como actuales?
Nos las sabemos casi de memoria:
— “Siempre se
ha enseñado así”.
— “Siempre se
ha hecho así”.
— “Es razonable
pensar que Dios es como lo hemos imaginado toda la vida…”.
En el fondo, es
como decirle al Evangelio: “Ilumina todo lo que quieras… mientras no me
cambies los muebles”. Quizá nos viene bien sonreír y preguntarnos:
¿Queremos el fuego del amor de Dios… o solo una vela decorativa que
no moleste demasiado?
La ira de Dios
Juan añade otra
expresión que asusta: «¿quién os ha enseñado
a escapar del castigo inminente?».
La frase en griego es así: «τίς ὑπέδειξεν ὑμῖν φυγεῖν ἀπὸ τῆς
μελλούσης ὀργῆς;», que quiere decir «¿Quién os ha enseñado (en algún
momento) / o advertido a huir / a escapar / el hecho de poneros a salvo de la
ira que está a punto de venir / a punto de llegar?»
¿Qué es esa “ira
de Dios” de la que habla tanto la Biblia? La palabra “ira” designa una fuerza
interior, una energía que todos sentimos cuando contemplamos una injusticia.
Si vemos a un pobre explotado, si alguien maltrata a un niño o humilla a un
débil, y no sentimos ninguna indignación, algo no está bien en nosotros. Esa
ira no es odio; es la energía que empuja a intervenir, a proteger, a reparar.
Podríamos
decir que es el corazón que se niega a aplaudir el mal: cuando ya ni
siquiera nos indignamos ante la injusticia, el problema no es la ira… es que el
corazón se ha quedado demasiado cómodo en el sillón.
Dios no pierde los papeles
La Biblia aplica
esta imagen a Dios: habla de la “ira de Dios” como de su reacción frente
al mal que destruye a sus hijos (cfr. Ex 32, 10; Nm 11, 1; Dt 9, 7-8; Dt 29,
26-27; 2 Re 22, 13; Sal 2, 5; Sal 79, 5; Is 13, 9; Is 30, 27; Jr 7, 20; Jr 10,
10; Jr 30, 23; Ez 7, 8; Na 1, 2-3; Sof 1, 15; Jn 3, 36; Rom 1, 18; Rom 2, 5;
Rom 5, 9; Rom 9, 22; Ef 5, 6; Col 3, 6; 1 Tes 1, 10; 1 Tes 2, 16; Heb 10, 27;
Ap 6, 16-17; Ap 14, 10; Ap 19, 15).
No es un Dios que
pierde los papeles ni que “se venga” porque se siente ofendido. Es un Padre
que, cuando ve el peligro en que se encuentran sus hijos, no se queda
indiferente: actúa, interviene, sale al encuentro para liberarlos.
Dios no mira para otro lado
cuando nos estamos destruyendo
La ira de Dios, en
lenguaje bíblico, es una manera fuerte de decir: Dios nos ama demasiado como
para mirar hacia otro lado cuando el mal nos está destruyendo. El problema de
las teologías venenosas es que presentan esa ira como rabia caprichosa contra
las personas, en lugar de como amor apasionado contra el mal que las esclaviza.
Instrucciones para escapar de la ira de Dios
¿Y cómo se
“escapa” de esa ira de Dios? El Bautista es muy claro: «Dad el fruto que pide la conversión»; que
es tanto como decir ‘cambiad de vida, dejad que la conversión se vea en obras,
en gestos concretos’. No basta con decir “creo”, ni con haber recibido un rito.
La única manera de no ponerse frente al amor de Dios como algo que quema, es
dejarse transformar por ese mismo amor.
Aquí encaja bien
lo que san Pablo llama “el fruto del Espíritu”: amor, alegría, paz, paciencia,
benignidad… (cfr. Gal 5, 22-23). Esos son los frutos de una vida que se ha
dejado alcanzar de verdad por el Evangelio.
Juan el Bautista nos habla a nosotros, hoy y aquí.
Juan el Bautista,
sin embargo, no hablaba solo para fariseos y saduceos con túnica y sandalias.
Sus palabras viajan rápido en el tiempo y aterrizan muy bien en nuestro banco
de iglesia. Nos alcanzan a nosotros, que quizá nos sentimos “a salvo” porque
estamos bautizados, vamos a misa, ayudamos en la parroquia y, si hace falta,
encontramos la partida de bautismo en menos de cinco minutos.
El carnet de católico
Juan el Bautista,
sin embargo, no hablaba solo para fariseos y saduceos con túnica y sandalias.
Sus palabras viajan rápido en el tiempo y aterrizan muy bien en nuestro banco
de iglesia. Nos alcanzan a nosotros, que quizá nos sentimos “a salvo” porque
estamos bautizados, vamos a misa, ayudamos -cuando nos cuadra- en la parroquia
y, si hace falta, encontramos la partida de bautismo en menos de cinco minutos.
Podemos caer en la
misma ilusión que ellos: “Somos hijos de Abrahán, formamos parte del pueblo
elegido; ya estamos bien” (cfr. Mt 3, 9). Versión actual: “Soy bautizado, estoy
dentro, no tengo de qué preocuparme…”. Como si el Evangelio funcionara solo con
carnet de socio.
Y entonces nos
conformamos con ciertos mínimos: pensar que ya hemos cumplido porque llevamos
a los hijos a catequesis y los “aparcamos” allí con la catequista-niñera; o
porque nos llevamos estupendamente con el cura cuando tomamos unas copas en el
bar; o porque nos dejamos la piel sacando al santo en procesión… bien sujetos
al anda y mejor aún a la cámara del móvil; o, incluso, porque el cura dice
estar totalmente de acuerdo con los horarios de misas y de procesiones que le
hemos organizado con escasos días de anticipación; o porque vendemos
lotería para arreglar las goteras del campanario… con el correspondiente
“derecho adquirido” a exigir luego al cura todas las demandas que consideremos
oportunas, como si la parroquia funcionara por puntos; o porque el cura hace
la vista gorda y bautiza a los hijos sin la mínima preparación de los
padres, con tal de que “no se enfaden” y la estadística de sacramentos siga
siendo razonable.
Todo eso puede
estar muy bien, pero el Bautista nos recuerda que no basta con estar
alrededor de las cosas de Dios; se trata de dejar que Dios pase por dentro de
nosotros. No es suficiente estar en la lista de la parroquia, ni salir en
la foto de la procesión, ni tener al párroco alineado con nuestra agenda
litúrgica, ni acumular rifas vendidas, ni coleccionar sacramentos “de trámite”:
hace falta conversión. Dios puede sacar hijos de Abrahán hasta de las piedras,
dice Juan. La cuestión no es de etiqueta religiosa, sino de corazón
transformado.
Podríamos
resumirlo así, con una sonrisa:
A Dios no le
impresiona que controlemos el calendario, la economía y las estadísticas de la
parroquia; le alegra que dejemos que el Evangelio reordene —y convierta—
nuestra vida por dentro.
El fruto hermoso
«Ya toca el hacha la raíz de los árboles, y todo árbol que
no dé buen fruto será talado y echado al fuego».
Después viene otra
imagen fuerte: la “hacha puesta a la raíz de los árboles” (cfr. Mt 3,
10). Israel es comparado muchas veces con una vid, una higuera, un árbol que
debería dar fruto. Juan el Bautista advierte: «y
todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego». El
texto griego lo recoge de esta manera: «πᾶν οὖν δένδρον μὴ ποιοῦν καρπὸν καλὸν
ἐκκόπτεται καὶ εἰς πῦρ βάλλεται», que traducido es: «Así pues, todo árbol
que no produce fruto hermoso está siendo cortado y está siendo arrojado
al fuego». Es ‘fruto hermoso’ y no ‘buen fruto’.
Lo que Dios espera no es solo “algo útil”, sino una belleza de vida, una humanidad luminosa.
De los fariseos y saduceos
Las teologías
farisaicas y saduceas no producen personas hermosas; producen creyentes
tensos, rígidos, llenos de miedo, muy preocupados por el mérito y el castigo,
parecidos al dios que imaginan: un dios bueno con los buenos y duro con los
malos. Una imagen peligrosísima.
Cuando, en cambio, nos fiamos del Dios
de Jesús de Nazaret, algo cambia por dentro: uno se vuelve más sereno, menos
agresivo, menos asustado. Disminuye el miedo al castigo y crece la confianza. Y
entonces resulta más fácil ser misericordioso con las propias fragilidades y
también con las de los demás, porque sabemos que Dios ama a todos con un
amor incondicional.
El hacha en las manos de Jesús
es para quitar todo lo que impida
brotar la belleza del amor
En boca de Juan el
Bautista, estas imágenes —víboras, ira, hacha— suenan muy amenazantes. Él
quiere provocar un impacto fuerte para sacudir conciencias. En boca de Jesús,
la imagen del hacha y de la poda se matiza: no es para destruir personas, sino
para cortar los “ramas secas” que no dejan circular la savia del
Espíritu (cfr. Jn 15, 1-2). Lo que está en juego no es que Dios nos elimine,
sino que quite de nuestra vida todo lo que impide que brote la belleza del
amor.
Y es ahí donde
Juan prepara el anuncio más grande: la llegada de Aquel cuyo bautismo no será
solo rito, sino fuego y Espíritu, comienzo de un mundo nuevo.
Frases clave para recordar
·
Una
teología tóxica fabrica creyentes tóxicos; una imagen verdadera de Dios genera
vidas más libres y más bellas.
·
La
ira de Dios no es venganza contra las personas, sino amor apasionado contra el
mal que las destruye.
·
No
basta con haber sido bautizados: el verdadero cristiano se reconoce por los
frutos de una vida transformada por el Espíritu.
En el Jordán no había un “detergente especial”
para los pecados
«Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el
que viene detrás de mí es más fuerte que yo y no merezco ni llevarle las
sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la
mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en
una hoguera que no se apaga».
El Bautista
invitaba a todos a recibir su bautismo, pero tenía muy claro algo que a veces
nosotros olvidamos: no era el agua del Jordán la que borraba el pecado.
No había “detergente espiritual” especial en aquel río. Su bautismo era un
signo, un gesto público para decir: “Quiero cambiar de vida, quiero
convertirme”. Una especie de “declaración oficial de intenciones” delante
de Dios y de los demás.
Era, en el fondo,
una gran preparación para otro bautismo mucho más profundo: el bautismo que sí
purifica de verdad, el bautismo en Espíritu Santo y fuego.
Sumergir en el fuego de su Espíritu de Dios
El verbo βαπτίζειν
(baptízein) significa ‘sumergir’. De hecho así lo dice el texto
griego: «ἐγὼ μὲν ὑμᾶς βαπτίζω ἐν ὕδατι εἰς μετάνοιαν»; que
traducido significa; «Yo, en cambio, os sumerjo en agua hacia un
cambio radical de mentalidad / cambio de mente / transformación del modo de
pensar y de juzgar».
¿Sumergir en qué?
En ese fuego. Y aquí alguno podría asustarse: “¿Fuego? ¿Pero esto no era una
religión de amor?”. Tranquilos. Jesús mismo explica de qué fuego se trata: «He
venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!»
(cfr. Lc 12, 49).
Un fuego que quema lo que nos deshumaniza
No habla de un
lanzallamas celestial, sino del fuego de su Espíritu, el fuego del amor de
Dios. Ese fuego no quema personas, quema lo que nos deshumaniza. Es el mismo
fuego que estalla en Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-4), cuando a unos discípulos
asustados se les “enciende” la vida por dentro.
La acción del agua:
la ducha o convertirse en savia
Para entender la
diferencia entre los dos bautismos, el de Juan y el de Jesús, la imagen del
agua nos viene de maravilla. El agua puede resbalar por fuera del cuerpo:
entonces limpia, sí, pero solo por fuera. Es la ducha. Pero el agua también
puede entrar dentro, ser absorbida por una planta y convertirse en savia. Esa
agua interior ya no solo limpia: da vida.
Ahí está el
bautismo de Jesús: no es un simple lavado exterior para “salir presentables” en
la foto del sacramento. Es el don de un agua nueva, de una vida nueva, de un
corazón nuevo. Cuando el corazón duro, egoísta, se va ablandando y empieza a
sentir, pensar y decidir como Dios, nace una humanidad nueva. Es lo que
anunciaba Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un
espíritu nuevo… pondré mi espíritu dentro de vosotros» (cfr. Ez 36, 26-27).
Dicho más en
corto: el proyecto de Dios no es tener cristianos mejor lavados, sino
personas más vivas.
Ya no se trata de normas externas
Este es el fuego
que quema el mal y hace surgir al hombre nuevo, al hijo de Dios. Ya no se trata
de una lista de normas externas que uno cumple “por si acaso, no vaya a ser…”,
sino de una vida nueva por dentro: una criatura renovada que lleva dentro al
Hijo y, por eso, empieza a vivir con el estilo del Padre del cielo.
Juan el Bautista pensaba
aniquilar a todos los malvados…
Ahora bien, Juan
usa después unas imágenes que suenan fuertes: «Él
tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y
quemará la paja en una hoguera que no se apaga». Él lo entendía
en clave muy contundente: Dios viene, hace limpieza general, barra a los
malvados y asunto resuelto.
Y claro, cuando
luego ve a Jesús tan cercano, tan paciente, tan amigo de pecadores, se queda
desconcertado. Podríamos imaginarlo pensando: “A ver, ¿no quedamos en que
esto iba a ser una buena limpieza a fondo?”. Tanto se extraña, que manda a
sus discípulos a preguntarle si es Él el que tenía que venir o hay que esperar
a otro (cfr. Mt 11, 2-3).
…menos mal que Jesús pasa la escoba
sobre el mal que hay en las personas.
La respuesta de
Jesús es fina y firme a la vez: «Dichoso el que no se escandalice de mí»
(cfr. Mt 11, 6). Sí, Jesús viene a limpiar la era, pero no pasando la escoba
sobre las personas, sino sobre el mal que hay en ellas. Si se cambia el
corazón, el malvado desaparece… no porque Dios lo borre del mapa, sino porque
deja de ser malvado. La verdadera “limpieza” de Dios no consiste en eliminar
pecadores, sino en eliminar el pecado que los desfigura.
Jesús no tira a la gente al fuego…
… tira la paja que llevamos dentro
Leídas a la luz de
Jesús, las palabras de Juan resultan verdaderas, pero hay que afinarlas: el
Señor no se dedica a tirar gente al fuego; tira al fuego la paja que
llevamos dentro: Orgullo, egoísmo, envidia, desconfianzas, violencia en las
palabras y en los gestos… Todo eso es lo que se quema cuando dejamos entrar en
serio al Espíritu. Y, curiosamente, cuanta más paja se quema, más ligero y más
libre se siente uno.
Es, en el fondo,
una invitación muy sencilla y muy seria: deja que el Espíritu te encienda
por dentro. No se trata de añadir actividades, ni de multiplicar gestos
exteriores, sino de abrir un poco más el corazón a Aquel que viene con una
certeza que vale oro: el bien que Él trae es más fuerte que todo el mal que
vemos y sufrimos.
Quizá, en clave de
sonrisa, podríamos decir que el Adviento es el tiempo en que Dios nos pregunta:
“¿Quieres que siga siendo solo un recuerdo bonito… o me dejas que te estrene el
corazón?”.
Que sepamos
dejarnos bautizar, no solo con agua sobre la frente, sino con fuego en el
corazón.
Dios no busca
cristianos más limpios por fuera, sino hombres y mujeres más vivos por dentro. Jesús
no viene a barrer pecadores, sino a quemar la paja que no nos deja ser hijos. El
bautismo de agua moja la piel; el bautismo en el Espíritu enciende la vida.



