Homilía del
Tercer Domingo de Adviento, Ciclo A
Mt 11, 2-11 «Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías…»
Cuando Dios nos lleva al río,
no es para hundirnos,
sino para ayudarnos a cruzar.
La semana pasada
nos acercábamos a un lugar con nombre extraño pero muy sugestivo: בֵּית עֲבָרָה
(Bet avará). En hebreo significa algo así como “casa del cruce” o
“casa del vado”. No es un simple punto perdido en un mapa viejo: es el
sitio donde se pasaba el río. Y en la Biblia, cuando se cruza un río, casi
siempre se está cruzando también de una etapa de vida a otra.
En el libro de los
Jueces aparece un nombre muy parecido, בֵּית בָּרָה (Bet bará), cuando
se cuenta que los hombres de Efraín “tomaron las aguas hasta Bet-barah y el
Jordán” tras la victoria de Gedeón (cfr. Jue 7, 24). Es un vado del Jordán,
un paso estratégico. La tradición cristiana ha visto en esa zona el entorno de בֵּית
עֲבָרָה (Bet avará), donde siglos después escucharemos la voz
potente de Juan el Bautista.
La geografía de la Biblia siempre es,
en el fondo, geografía del corazón.
En el Nuevo
Testamento, el evangelio de Juan recuerda: «Todo esto sucedió en Betania, al
otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando» (cfr. Jn 1, 28).
Algunos manuscritos antiguos leen Βηθαβαρά (Betavará) en lugar de
Betania, y de ahí viene el nombre de Betábara que ha quedado en la tradición.
En cualquier caso, hablamos de ese mismo entorno: el vado del Jordán donde Juan
bautiza y donde la historia de Jesús da un giro decisivo.
Cuando el Jordán entra
en escena,
es que Dios está preparando una mudanza interior.
No es la primera
vez que el Jordán aparece en momentos de “cambio de pantalla”. Pensemos en el
pueblo de Israel cruzando el río con Josué para entrar por fin en la tierra
prometida: las aguas se detienen, el pueblo pasa en seco y deja atrás el
desierto para estrenar una vida nueva (cfr. Jos 3, 14-17). O en Elías y Eliseo,
que también atraviesan el Jordán justo antes de que Elías sea arrebatado al
cielo (cfr. 2 Re 2, 6-14). Da la impresión de que, cuando Dios quiere inaugurar
una etapa importante, nos lleva a la orilla de algún río.
Bautismo sin conversión es como
ducharse con chubasquero:
mucha agua, pero nada cambia.
Pues bien, es en בֵּית
עֲבָרָה (Bet avará) donde vemos a Juan el Bautista bautizando a las
multitudes. Y quizá recordamos todavía sus palabras… poco diplomáticas,
digamos, para fariseos y saduceos. Ellos se presentan para recibir el bautismo,
pero sin ganas reales de tocar una coma de su estilo de vida: algo así
como “bautízame, pero que no cambie nada, por favor”. Juan no entra en
ese juego.
Les habla como a
una camada de víboras que intenta escapar del fuego que está por llegar (cfr.
Mt 3, 7). Les advierte que la hacha ya está puesta a la raíz de los árboles, y
que los que no dan buen fruto están a punto de ser cortados y arrojados al
fuego (cfr. Mt 3, 10). Luego cambia de imagen: anuncia que viene alguien con la
pala en la mano para limpiar la era, que guardará el trigo y enviará la paja a
un fuego que no se apaga (cfr. Mt 3, 12). No parece precisamente un discurso
pensado para ganar popularidad.
Las amenazas de los profetas no son ganas de asustar,
sino luces rojas para evitar el choque.
Juan el Bautista
busca sacudir la conciencia de los pecadores, que despierten del autoengaño.
Su estilo puede sonarnos duro, pero es muy propio de muchos profetas del
Antiguo Testamento: cuando el pueblo se descarrila, anuncian castigos para que
vea hasta dónde le llevan sus elecciones. No es gusto por asustar, es un gran
cartel luminoso que dice: “Si seguimos así, nos estrellamos”.
No es Dios quien complica la vida:
muchas veces somos nosotros
los que nos la enredamos solos.
Hoy, mirando todo
esto desde el Evangelio, podemos captar mejor lo que Dios quiere decirnos. No
es que Dios disfrute castigando ni que envíe desgracias como si fueran paquetes
desde el cielo. El mal no es un ataque de ira divina, sino la consecuencia de nuestro
pecado. Cuando decidimos ir “por libre”, ignorando la voz de Dios, antes o
después la vida se nos lía. Lo sabemos por experiencia: decisiones que
prometían libertad total han terminado a veces en esclavitudes bastante
tristes.
El fuego de Dios no quema personas,
quema máscaras.
Aquí viene lo
sorprendente: quizá Juan no era del todo consciente, pero, en el fondo, estaba
anunciando una buena noticia. Cuando habla de ese que viene detrás de él, que
limpiará su era, hará desaparecer la paja y el tamo y quemará los árboles malos
con el fuego que trae (cfr. Mt 3, 11-12), no está describiendo una operación de
“limpieza étnica espiritual”, sino algo mucho más hondo. Jesús viene a
limpiar la era, sí, pero no pasando la escoba sobre las personas, sino sobre el
mal que se ha ido acumulando dentro de ellas. Cuando de verdad se cambia el
corazón, el “malvado” desaparece… no porque Dios lo borre del mapa, sino porque
deja de ser malvado. La verdadera limpieza de Dios no consiste en eliminar
pecadores, sino en eliminar el pecado que nos desfigura.
Ese fuego del que
habla Juan no es el fuego del castigo, sino el fuego del Espíritu Santo, la
vida misma de Dios que purifica y transforma. En el mismo entorno del Jordán
donde Israel cruzó hacia la tierra prometida (cfr. Jos 3, 14-17), y donde los
profetas vivieron pasos decisivos (cfr. 2 Re 2, 6-14), ahora Jesús se coloca
humildemente en la fila de los pecadores para ser bautizado. Y allí Juan lo
señala y proclama: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo” (cfr. Jn 1, 29). No es solo una escena bonita junto al río: es el
momento en que Dios se mete hasta el fondo en nuestras aguas turbias para
empezar a limpiarlas desde dentro.
Si afinamos bien
el oído, descubrimos que las palabras de Juan son verdaderas, pero necesitan
ser leídas a la luz de Jesús: el Señor no se dedica a tirar gente al fuego; lo
que acaba en el fuego es la paja que llevamos dentro. Orgullo, egoísmo,
envidia, desconfianzas, esa violencia que a veces se cuela en nuestras palabras
y en nuestros gestos… Todo eso es lo que se quema cuando dejamos entrar en
serio al Espíritu. Y lo curioso es que, cuanto más “paja” se quema, más ligero
y más libre se siente uno.
Jesús no viene a barrer
pecadores,
viene a quemar la paja que no nos deja vivir como hijos.
En el fondo, es
una invitación muy sencilla y muy seria a la vez: dejemos que el Espíritu nos
encienda por dentro. No se trata de añadir actividades a la agenda ni de
multiplicar gestos exteriores, sino de abrir un poco más el corazón a Aquel que
viene con una certeza que vale oro: el bien que Él trae es más fuerte que todo
el mal que vemos y sufrimos.
Quizá, en clave de
sonrisa, podríamos decir que el Adviento es el tiempo en que Dios nos pregunta:
“¿Quieres que siga siendo solo un recuerdo bonito… o me dejas que te estrene
el corazón?”. Que sepamos dejarnos bautizar, no solo con agua sobre la
frente, sino con fuego en el corazón. Dios no busca cristianos más limpios por
fuera, sino hombres y mujeres más vivos por dentro. El bautismo de agua moja la
piel; el bautismo en el Espíritu enciende la vida.
Podemos concentrar el mensaje en dos
frases sencillas:
·
Dios
no quiere borrar pecadores, quiere quemar el pecado para que aparezcan hijos.
·
En
בֵּית עֲבָרָה (Bet avará) Dios no solo abre un vado en el Jordán, abre un paso
nuevo en el corazón.
El Espíritu Santo es ese fuego que no te destruye,
pero sí te cambia la cara… y el corazón.
La buena noticia,
entonces, es clara: el fuego que Jesús trae no viene a exterminar a los
“malos”, sino a cambiar el corazón. Los malvados no desaparecen porque sean
eliminados, sino porque, tocados por la vida divina, dejan de ser malvados. El
mundo está llamado a ser purificado del mal y, dentro de ese mundo, estamos
nosotros, invitados a dejarnos trabajar por dentro por ese fuego del Espíritu.
Todos tenemos un Jordán pendiente:
ese paso que sabemos que toca…
y seguimos aplazando.
Tal vez podamos
preguntarnos con calma: ¿en qué punto de nuestro propio Jordán estamos? ¿Hay
alguna orilla a la que seguimos aferrados, aunque sepamos que ya no nos hace
bien? ¿Qué paso de confianza sentimos que el Señor nos susurra… y qué miedos
nos frenan?
En el evangelio de
hoy nos encontraremos de nuevo con el Bautista. Pero el Juan que veremos ahora
nos va a sorprender: ya no está en בֵּית עֲבָרָה (Bet avará), a
la orilla del río, rodeado de gente y de agua. Lo hallaremos en otro escenario,
en otra situación vital. Y desde ahí, su voz sonará de un modo nuevo, también
para nosotros. ¿Nos dejamos sorprender?
«Juan, que había oído hablar en la cárcel de las obras del
Mesías».
Para entender algunas páginas del Evangelio,
a veces ayuda saber desde qué colina
se estaban mirando las cosas.
El evangelio de
Mateo no nos dice dónde encerraron al Bautista. El texto griego nos lo dice de
este modo: «Ὁ δὲ Ἰωάννης ἀκούσας ἐν τῷ δεσμωτηρίῳ τὰ ἔργα τοῦ Χριστοῦ»;
que significa «entonces Juan, al oír / habiendo oído / cuando oyó en el
lugar de las cadenas / en el lugar de los grilletes acciones /signos /
hechos del Cristo / del Mesías /del Ungido».
Los evangelistas
narran el arresto, el banquete, la danza y la decapitación (cfr. Mt 14, 3-11;
Mc 6, 17-28), pero sin indicar el nombre del lugar. Ese detalle nos lo aporta
el historiador judío Flavio Josefo, casi contemporáneo de los hechos. Él cuenta
que Herodes Antipas hizo encadenar a Juan, lo envió preso a la fortaleza de Maqueronte,
en la región de Perea, y allí fue ejecutado (Antigüedades judías 18, 5,
2).
Maqueronte se
encontraba en la región de Perea. Cuando Herodes el Grande hizo testamento y
repartió su reino, dejó precisamente esta Perea como una de las dos partes
asignadas a su hijo Herodes Antipas. Las otras dos zonas del reino las confió a
sus otros hijos: la parte más importante, Judea —donde está Jerusalén—, para
Arquelao, y la franja del norte para Filipo. No hace falta ser experto en
geopolítica para intuir que aquello no era un reparto de cromos, sino de poder
muy real.
Maqueronte era algo así como
la centralita militar de Herodes:
si sonaba la alarma, sonaba allí primero.
Si imaginamos
ahora una vista “desde satélite”, podemos hacernos una idea de por qué
Maqueronte era tan importante. Era la única de las ocho fortalezas situada en
la parte oriental del territorio, lo que le daba una importancia estratégica
extraordinaria: desde allí se recibían los mensajes de las otras siete
fortalezas y, a su vez, se reenviaban las señales a cada una de ellas: al Herodión,
a la fortaleza de Alexandrium (Alexandreión), a Masada, a los complejos
fortificados de Jericó… Era como la central de comunicaciones defensivas de
todo el sistema.
La arqueología
moderna, trabajando sobre la colina de Mukawir (en la actual Jordania), ha
identificado allí los restos del gran palacio-fortaleza de Maqueronte: salas de
banquete, patios porticados, estructuras defensivas… Es fácil imaginar, en uno
de esos patios, el cumpleaños de Herodes, el baile de la hija de Herodías y la
promesa imprudente que terminará en tragedia (cfr. Mt 14, 6-11; Mc 6, 21-28).
Los evangelios no dan el nombre de la joven, pero de nuevo Josefo nos lo
completa al presentarla como Salomé, hija de Herodías (Antigüedades judías
18, 5, 4). Biblia y historia, juntas, nos ayudan a dibujar mejor el escenario.
En Antigüedades
judías 18, 5, 4, Flavio Josefo no narra el banquete ni la danza, sino la
genealogía de la familia de Herodes. Allí indica que Herodías estuvo primero
casada con Herodes (Filipo), con quien tuvo una hija llamada Salomé;
después, violando las leyes nacionales, se divorció de él mientras vivía y se
casó con Herodes Antipas, tetrarca de Galilea. Añade además que Salomé
se casó sucesivamente con Filipo, tetrarca de Traconítide, y luego con
Aristóbulo, y que tuvo tres hijos. Gracias a este pasaje conocemos el nombre de
la hija de Herodías que los evangelios dejan anónima.
El nombre de la
fortaleza aparece en “Antigüedades judías” de Flavio Josefo,
libro 18, capítulo 5, párrafo 2 (18, 5, 2; §116-119). Flavio Josefo afirma que
Herodes, por miedo a la influencia de Juan, lo mandó encadenar y lo envió preso
a la fortaleza de Maqueronte, donde fue ejecutado.
Detrás de toda
esta descripción técnica hay también un paisaje muy concreto. La fortaleza se
alzaba sobre una montaña imponente; desde allí se veía, al fondo, el mar
Muerto. Una posición magnífica, que unía seguridad y belleza. No es extraño que
Herodes Antipas fuera con frecuencia a Maqueronte: allí organizaba banquetes,
recepciones, fiestas. No solo era un bastión militar, también era el escenario
perfecto para lucirse como rey… y, por desgracia, el lugar donde se mezclaron
el capricho, el poder y la muerte de un profeta.
Una autoridad moral tal profunda
capaz de poder provocar una revuelta
Juan no jugaba a
quedar bien con el poderoso de turno; prefería quedar bien con la verdad. Y es
en ese mismo lugar donde manda encerrar a Juan el Bautista. ¿Por qué lo hizo?
Flavio Josefo y los evangelios nos transmiten dos matices que, juntos,
completan el cuadro. Josefo explica que Herodes temía la enorme influencia de
Juan sobre la gente: el Bautista gozaba de gran estima entre el pueblo, y el
rey sospechaba que, con tanta autoridad moral, podía llegar a provocar una
revuelta. Para evitar posibles disturbios, decidió ponerlo bajo llave.
Podríamos decir que veía en Juan una especie de “bomba espiritual” con
demasiado poder de convocatoria.
Juan el Bautista denunciaba el pecado de Herodes
El evangelio de
Mateo, por su parte, subraya otro aspecto: Herodes hizo arrestar al Bautista
porque este denunciaba públicamente su comportamiento inmoral (cfr. Mt 14,
3-4). Herodes Antipas había ido a visitar a su hermano Herodes Filipo a Roma,
se enamoró de la esposa de su hermano y se la llevó consigo a su propio
territorio. Aquello iba claramente contra la ley de Dios, y Juan no estaba
dispuesto a mirar para otro lado: señalaba esa situación como un escándalo a
plena luz del día.
Incluso entre barrotes,
Juan seguía más pendiente
de lo que hacía Dios fuera
que de sus propias cadenas.
Sabemos por los
evangelios que, a pesar de estar encarcelado, el Bautista era tratado con
cierto respeto. No lo eliminaron de inmediato ni lo dejaron totalmente aislado.
Podía recibir visitas de sus discípulos y, gracias a ellos, se mantenía
al tanto de lo que Jesús estaba haciendo: de los gestos, las palabras y los
signos de aquel Jesús al que él mismo había bautizado y que había indicado como
el Mesías (cfr. Mt 11, 2; Mc 6, 19-20). Incluso entre rejas, Juan seguía
escuchando noticias del Reino.
Y ahora, con este
telón de fondo —una fortaleza en una montaña, un rey que tiene miedo, un
profeta encerrado pero aún lúcido—, el Evangelio nos invita a entrar en la
escena siguiente. ¿Qué pasa en el corazón de un profeta cuando la vida lo
encierra entre muros? ¿Qué le ocurre a la fe cuando el camino la lleva, no a un
río abierto como el Jordán, sino a una celda cerrada como Maqueronte?
Veamos qué sucede
con Juan mientras está en prisión y cómo, desde ese encierro, se abre un
diálogo sorprendente con Jesús.
«En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las
obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de
venir o tenemos que esperar a otro?».
La investigación prejudicial
de Juan Bautista sobre Jesús
Sabemos
por el evangelista Lucas que fueron enviados dos de sus discípulos: «llamando
a dos de ellos, los envió a preguntar al Señor» (cfr. Lc 7, 18).
Juan el Bautista
no era un hombre blando. Era un profeta recio, tallado al estilo de los grandes
profetas del Antiguo Testamento, enviado «con el espíritu y el poder de
Elías» (cf. Lc 1,17). Su palabra no acariciaba conciencias: hablaba del
«hacha puesta a la raíz del árbol» y del «fuego que quema la paja»; anunciaba
al que viene con el bieldo en la mano para aventar la era, guardar el trigo y
quemar la paja en fuego que no se apaga (cf. Mt 3,10-12; Lc 3,9). Juan no había
sido enviado a maquillar el pecado, sino a desenmascararlo; no a podar un poco
el árbol, sino a cortarlo desde la raíz si no daba fruto. Precisamente por eso,
porque su celo es radical y sabe que está preparando el juicio de Dios sobre
Israel, no puede permitirse ninguna ligereza a la hora de discernir
quién es realmente Jesús.
Un hombre así, que
ha presentado a Jesús como el «más fuerte» que viene detrás de él, necesita
estar absolutamente cierto de a quién está señalando como «el que ha de venir».
Si se equivocara aquí, traicionaría su misión y engañaría al pueblo. Por eso, fiel
a la lógica de la Torá, Juan no se deja arrastrar por rumores ni por
impresiones subjetivas: abre una auténtica investigación prejudicial
sobre la persona de Jesús. Desde la cárcel formula la pregunta decisiva —«¿Eres
tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?» (Lc 7,19)— y pone en
marcha un modo de proceder que encaja plenamente con la Ley. La Torá exigía
siempre “dos o tres testigos” para que una causa se mantuviera: «No
se mantendrá una acusación por el testimonio de un solo testigo… solo por el
testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la causa» (cfr. Dt 19,15; Dt
17,6; Nm 35,30). Y mandaba, antes de actuar, «indagar, investigar y
preguntar con cuidado» (cfr. Dt 13,13-15; Dt 17,2-4), prohibiendo ser
testigo injusto o propagar rumores falsos (cfr. Ex 23,1; Lev 19,15-16) y
castigando con dureza al falso testigo (cfr. Dt 19,16-21). En ese clima
jurídico y espiritual se entiende el gesto del Bautista: constituye una
pequeña comisión de dos discípulos, número mínimo de testigos válidos según
la Ley, y les encomienda una verificación rigurosa de los hechos.
Esos dos
discípulos funcionan como una verdadera comisión de testigos. Van al
Señor, formulan la cuestión sin rodeos, contemplan lo que Jesús hace, escuchan
lo que Él dice. Y Cristo les responde ofreciendo auténtico material
probatorio: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos
ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos
resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (cfr. Lc 7,22). No se
limita a afirmar “sí, soy yo”: presenta hechos verificables que remiten
directamente a las promesas de la Escritura. Son los signos anunciados por
Isaías para los tiempos mesiánicos: «Se despegarán los ojos del ciego, los
oídos del sordo se abrirán, saltará el cojo como un ciervo» (cfr. Is
35,5-6), «el Señor me ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres»
(cfr. Is 61,1). Jesús responde, por tanto, en clave estrictamente bíblica: pone
sobre la mesa las obras y la Palabra, y deja que la conclusión se imponga desde
la fidelidad de Dios.
De este modo, Juan
Bautista no instruye un proceso penal contra Jesús, pero sí lleva
adelante una investigación prejudicial con claro carácter quasi
judicial: define una quaestio capital, nombra testigos en número
bíblicamente suficiente, ordena la verificación cuidadosa de los hechos y
recibe una respuesta que une obras y Escritura. Sobre esa base, está llamado a
emitir un juicio de fe sólido, no apoyado en el temperamento o en la
impresión, sino en la verdad contrastada delante de Dios. El profeta del hacha
y del fuego resulta ser, al mismo tiempo, un hombre que se niega a hablar a la
ligera sobre el Mesías: su carácter fuerte no le lleva a una condena
precipitada, sino a una búsqueda rigurosa de la verdad de Cristo, usando todas
las garantías que la propia Ley de Dios ofrece.
Uno busca cuando tiene dudas
y no tiene las cosas claras
Si hasta Juan el
Bautista se tambaleó, quizá el problema no sea tener dudas, sino dejar que esas
dudas nos acerquen al verdadero rostro de Jesús. Puede que nos sorprenda ver a
Juan lleno de interrogantes. Él, que había señalado a Jesús como el Cordero de
Dios, ahora, desde la cárcel, parece no reconocer del todo al Mesías que había
anunciado (cfr. Mt 11, 2-3). ¿Qué ha pasado? ¿Se habrá equivocado? ¿O más bien
se le ha quedado pequeño el “modelo de Mesías” que llevaba en la cabeza?
Juan, encerrado en
ἐν τῷ δεσμωτηρίῳ, “en el lugar de las cadenas”, se mantiene
informado de lo que Jesús hace gracias a sus discípulos (cfr. Mt 11, 2). Y lo
que ellos le cuentan no encaja con el Mesías que él esperaba. En vez de un juez
con el hacha en la mano, le describen a un hombre que pasa la vida curando,
tocando leprosos, perdonando pecadores, comiendo con ellos. Para alguien
educado en la espiritualidad del “odio a los enemigos de Dios” (cfr. Sal
139, 21-22), aquello es un terremoto interior.
En aquella
cultura, la enfermedad no era solo un problema médico: era también una etiqueta
moral. Muchos pensaban que el enfermo estaba pagando sus pecados. El leproso
era casi una “parábola viviente” del pecado: repugnante, impuro, excluido,
considerado maldito por Dios. Y, sin embargo, los discípulos de Juan ven a
Jesús acercarse, tocar, acariciar, levantar (cfr. Mt 8, 2-3; Mt 9,
1-7.27-31). Ven paralíticos que se ponen en pie, ciegos que empiezan a ver,
gente considerada impura que vuelve a entrar en la vida y en la comunidad.
Por si fuera poco,
Jesús no se limita a no gritar contra los pecadores: come con ellos, se
sienta a su mesa, celebra en su casa (cfr. Mt 9, 10-13). Y se atreve a
llamarse su amigo. Para la catequesis que habían recibido Juan y sus
discípulos, eso suena escandaloso: ellos han aprendido a tomar distancia de los
“malos”, no a sentarse a cenar con ellos.
Jesús ve cañas heridas que se pueden enderezar
Juan, recordemos,
había anunciado un Mesías con el hacha ya puesta a la raíz de los árboles,
dispuesto a cortar lo que no da fruto y a echar al fuego la paja (cfr. Mt 3,
10-12). Y, sin embargo, Mateo, citando a Isaías, presenta a Jesús como quien no
quiebra la caña cascada ni apaga el pábilo vacilante (cfr. Mt 12, 20; Is
42, 3). Donde Juan veía árboles para talar, Jesús ve cañas heridas que se
pueden enderezar.
Hay algo más que
atormenta a Juan: él conoce el anuncio de Isaías sobre el Ungido que proclama
la libertad a los cautivos y la liberación a los prisioneros (cfr. Is 61, 1).
Sabe que Jesús es ese Mesías… pero Juan sigue en el lugar de las cadenas.
Y la pregunta, aunque no se formule explícita en el texto, sobrevuela la
escena: “Si eres el que tenía que venir a liberar a los prisioneros, ¿por
qué no me liberas a mí?”. No duda de que Jesús sea el Mesías; duda de
entender qué significa que él sea Mesías.
Primera llamada:
preguntarnos qué Mesías esperamos,
para no quedarnos decepcionados con el Mesías de Dios.
Juan el Bautista podría
contarnos su propia experiencia: “Yo esperaba un Mesías duro, implacable con
los pecadores. Me he encontrado con alguien que aborrece el mal, pero que ama
apasionadamente al pecador, y eso me ha descolocado”. Nos advierte, con
cierta ternura: si esperamos de Jesús algo distinto de lo que el Padre
realmente quiere darnos, la frustración está asegurada.
En la práctica,
esto toca cosas muy concretas. Si esperamos un Mesías que nos quite todos los
problemas con un par de milagros, que haga en nuestro lugar lo que nos
corresponde a nosotros, tarde o temprano sentiremos que “no funciona”. Pedimos
paz, y está bien; pero si imaginamos una paz que cae del cielo sin pasar por
nuestra conversión, por la justicia, por la reconciliación, por el perdón,
entonces nos decepcionaremos. Jesús no viene a ahorrarnos la tarea: viene a
caminar con nosotros en ella, a mostrarnos el modo y a regalarnos su Espíritu
para que no nos cansemos a mitad de camino.
No solo el
Bautista se ha sentido desconcertado. También Pedro tuvo que dejar morir su
sueño de un Mesías triunfador según los criterios de este mundo (cfr. Mt 16,
21-23). Cuando Jesús habla de cruz, de perder la vida para encontrarla, a Pedro
se le vienen abajo muchos esquemas. El problema no era Jesús; era la imagen de
Mesías que Pedro había construido.
Segunda llamada:
No asustarnos si el Evangelio nos escandaliza;
sería más preocupante que no nos moviera nada por dentro.
El Bautista podría
decirnos: “No os extrañéis si Jesús os descoloca; a mí también me rompió
muchas seguridades. No actuó como yo creía que debía actuar Dios. Tiró al suelo
convicciones y tradiciones que yo consideraba intocables”.
Aquí aparece un
criterio muy serio: si el Evangelio nunca cuestiona nuestras ideas, si no nos
obliga a replantearnos nada, quizá llevemos tiempo escuchando solo una versión
“amaestrada” del Evangelio, hecha a nuestra medida. Cuando el Evangelio no nos
incomoda en nada, es fácil que lo hayamos convertido en un espejo que nos
devuelve nuestra propia imagen, en lugar de ventana abierta al rostro del
Padre.
A veces cultivamos
una imagen de Dios que, en el fondo, nos viene muy bien: un Dios duro con el
que se equivoca, para poder justificar que nosotros también seamos duros; un
Dios que castiga fuerte al que falla, para poder sentirnos autorizados a no
perdonar. Un Dios que se parece tanto a nosotros que deja de cuestionarnos.
Pero el Mesías de Dios no viene a bendecir nuestra dureza; viene a
revelarnos una misericordia que nos desborda.
Por eso el
Bautista, desde su celda, nos lanza una invitación decisiva: dejarnos
interrogar por el verdadero Jesús, permitir que su modo de tratar a los
pecadores, de acercarse a los últimos, de cargar con la cruz, tire al suelo
nuestras falsas seguridades religiosas. Si cada vez que escuchamos el Evangelio
acabamos diciendo: “¿Ves? Al final Jesús piensa como yo”, quizá no sea el
Evangelio el que estemos escuchando, sino nuestra propia voz con fondo bíblico.
El Bautista no nos
enseña a no tener dudas; nos enseña qué hacer con ellas: llevarlas a
Jesús, dejar que sea él quien responda. Y eso es precisamente lo que hace al
enviarle a sus discípulos con la pregunta: «¿Eres
tú el que tenía que venir, o tenemos que esperar a otro?» (cfr.
Mt 11, 3).
Y ahora, con todas
estas preguntas abiertas —sobre nuestro Mesías imaginado y el Mesías real,
sobre un Evangelio domesticado o un Evangelio vivo—, el texto nos invita a
escuchar la respuesta de Jesús a los enviados de Juan. No les ofrecerá un
discurso teórico, sino una serie de signos: vidas curadas, corazones
levantados, pobres evangelizados. Y quizá la gran pregunta para nosotros sea: ¿dónde
vemos hoy esos signos en nuestra vida y a nuestro alrededor?
A Jesús no le inquieta que dudemos de Él;
lo único realmente grave sería
que dejáramos de dejarnos sorprender por Él.
«Jesús les respondió: «Id a
anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los cojos
andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y
los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que
no se escandalice de mí!».
Si escuchamos con
calma este episodio, lo primero que llama la atención es la serenidad de
Jesús ante la crisis de Juan. No le reprocha nada, no le pasa factura por
sus preguntas (cfr. Mt 11, 2-3). De hecho, con el cambio profundo que Jesús
está introduciendo en la imagen de Dios, casi sería raro que un corazón tan
honesto como el del Bautista no atravesara un temblor interior.
Y la respuesta de
Jesús es muy reveladora: no manda un discurso doctrinal, manda una lista de
hechos. «Id a anunciar a Juan lo que
estáis viendo y oyendo». Es como si dijera: “Antes de hablar
de teorías sobre el Mesías, mirad lo que está pasando delante de vuestros ojos”.
Cuando preguntamos por Jesús,
la primera respuesta no son ideas:
son vidas cambiadas.
Los signos que
enumera —ciegos que ven, cojos que caminan, leprosos purificados, sordos que
oyen, muertos que resucitan y pobres que reciben una buena noticia— no son
simple fuegos artificiales para impresionar a la gente. Son una clave
bíblica. Remiten directamente a las promesas de Isaías, sobre todo a la voz
de ese profeta anónimo que habla a los deportados en Babilonia (cfr. Is 35,
5-6). Aquel pueblo sabía que había llegado al exilio por haber sido sordo a la
palabra de Dios y ciego a la luz de los profetas.
A esa gente
desanimada, Isaías les anuncia algo que parece demasiado bueno para ser verdad:
“Se abrirán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se destaparán; saltará
como un ciervo el cojo, la lengua del mudo gritará de júbilo” (cfr. Is 35,
5-6).
Es decir: Dios
mismo va a curar justo lo que les llevó a la ruina. Cuando Jesús retoma
esas imágenes, está diciendo: “Lo que los profetas anunciaron para ‘algún
día’ está ocurriendo ahora, en mí”.
Las curaciones de Jesús no son anécdotas piadosas:
son ventanas abiertas al mundo nuevo
que Él está estrenando.
Si miramos con
algo de calma, descubrimos que esos signos no hablan solo de gente de hace dos
mil años; hablan también de nosotros, hoy.
1.-
Ciegos que empiezan a ver
No se trata solo
de falta de vista física. Son todas esas personas —muchas veces nosotros
mismos— que van a oscuras por dentro, sin norte, chocando con todo. No
saben a qué darle importancia, confunden brillo con valor, éxito con plenitud.
Acaban apostando la vida por cosas que no pueden sostener el corazón.
Cuando el
Evangelio entra de verdad, se produce un milagro discreto pero inmenso: se
reordena la escala de valores. Lo que parecía “imprescindible” pierde peso,
y lo que parecía secundario se vuelve central. Somos capaces de ver con más
verdad.
El Evangelio no te
quita cosas: te devuelve la vista para que elijas mejor por qué cosas vale la
pena entregar la vida.
2.-
Cojos que se ponen en marcha
Los cojos
representan a quienes viven instalados en la parálisis cómoda: siempre a
la defensiva, sin decidirse, sin compromisos serios. Vivimos de excusas,
de pequeños apaños, de “ya habrá tiempo”. No damos un paso, pero nos
contamos que “ya estamos bien así”.
El encuentro con
Cristo no nos vuelve perfectos ni nos convierte en atletas espirituales de la
noche a la mañana. Pero sí nos pone en pie y, sobre todo, nos da una
dirección. A lo mejor seguimos renqueando, a trompicones, pero ya no damos
vueltas en círculo alrededor de nuestro ego: caminamos hacia una meta.
3.-
Sordos que empiezan a escuchar
La sordera, aquí,
no es solo física; es esa incapacidad para salir de nuestro propio monólogo.
Solo escuchamos nuestras ideas, nuestros deseos, nuestra versión de la
historia. Apenas oímos el clamor del pobre, la petición de quien nos
reclama tiempo, la voz de Dios que invita a algo distinto.
Cuando el
Evangelio entra de verdad, algo en nosotros se “destapa”: se afinan las
antenas, nos volvemos más atentos, empezamos a dejarnos interpelar. La oración
se vuelve menos monólogo y más escucha. La vida se llena de voces que antes
descartábamos.
4.-
Leprosos que recuperan su rostro
Los leprosos
simbolizan a quienes viven con vergüenza de sí mismos, sabiendo que el
pecado los ha ido deformando. El pecado afea: endurece el gesto, vuelve
cortante la palabra, nos hace personas de las que otros se alejan. Pensemos en
la soberbia, en el vivir “despendolado”, entregado a una vida de excesos a
costa de los demás, en la avaricia cerrada sobre sus cosas: hay actitudes que
nos hacen literalmente “difíciles de mirar”.
Cuando una vida
así se deja tocar por Cristo, no solo cambian algunos comportamientos externos.
Se va produciendo algo mucho más hondo: esa existencia se vuelve más humana,
más amable, más luminosa. Hay gente que, después de un camino de conversión,
parece tener otra cara. Y, en cierto sentido, es verdad.
5.-
Muertos que resucitan
Aquí no se habla
únicamente de cadáveres físicamente reanimados, sino de todos aquellos que
viven solo para lo inmediato: comer, beber, disfrutar, acumular
experiencias. Nada malo en sí mismo, pero si todo el horizonte se reduce a eso,
la vida se queda muy estrecha.
Quien se cierra a
cualquier trascendencia está, en el fondo, “muerto para Dios”, incluso aunque
tenga muy buena salud. Cuando se encuentra con el Evangelio y lo acoge, entra
en otra lógica: la de la vida en el Espíritu, esa vida de hijos y
hermanos donde hay amor, paz, mansedumbre, alegría, paciencia, bondad (cfr. Ga
5, 22-23). No es una vida distinta “aquí o allá”, es otra manera de estar vivos
ya ahora.
6.-
Pobres evangelizados
«Se anuncia la buena noticia a los pobres»
(cfr. Mt 11, 5). Pobres son, sí, los que carecen de lo necesario, pero también
quienes se sienten interiormente quebrados, sin nada digno que presentar
delante de Dios. Personas que solo ven su culpa, sus errores, sus límites, y
concluyen: “Yo ya no tengo arreglo”.
A esos,
precisamente a esos, Jesús les hace llegar el anuncio más increíble: «También
tú estás dentro. También tú eres deseado. También para ti hay salvación.»
El Evangelio es
radicalmente escandaloso en esto: no empieza por seleccionar a los aptos,
empieza por salir a buscar a quienes se sienten descartados.
Un
examen silencioso
Llegados a este
punto, las palabras de Jesús a los enviados de Juan se convierten en un espejo
para nosotros. Podemos preguntarnos:
·
¿Ha
cambiado el Evangelio mi manera de mirar el dinero, la profesión, la familia,
la política, el futuro… o sigo mirándolo todo igual, solo que ahora con un
barniz piadoso?
·
¿Se
me han abierto los oídos al grito de quien sufre cerca de mí, o sigo
seleccionando lo que escucho para no complicarme la vida?
·
¿Estoy
más en pie, más en camino, o sigo girando en torno a mi comodidad como centro
del universo?
·
¿Vivo
con horizonte de resurrección, o en la práctica llevo una vida que podría
llevar cualquiera que no ha oído hablar de Cristo?
Un Evangelio que
nunca nos incomoda probablemente no es el Evangelio de Jesús, sino una versión
recortada a nuestra medida.
El verdadero escándalo no es un Dios que castiga poco,
sino un Dios que ama mucho más
de lo que nosotros
sabemos soportar.
«¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!».
Jesús termina con
una bienaventuranza que pesa como oro:
“Dichoso el que no se escandaliza de mí” (cfr. Mt 11, 6).
¿De qué escándalo
habla? Del escándalo de la misericordia. Del desconcierto que provoca un
Dios que no entra en la lógica de “te lo has buscado, ahora apechuga”,
sino en la lógica de “has caído, te levanto otra vez”. Un Dios que no se
cansa de hacer el bien, incluso cuando nosotros le ofrecemos mil motivos para
cansarse.
Estas palabras
son, al mismo tiempo, una caricia y una invitación para el Bautista: “No te
escandalices, Juan. No te asustes de este amor sin condiciones. El Dios que tú
anunciaste como fuego es fuego, sí… pero fuego que purifica, no que arrasa.”
Y quizá hoy se nos
diga algo parecido a nosotros: Deja que el Señor también desmonte la idea de
Dios que te venía tan cómoda.
«Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre
Juan:
«¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña
sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo?
Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces,
¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este
es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual
preparará tu camino ante ti”. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno
más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los
cielos es más grande que él».
Cuando Jesús nos
hace preguntas, no está pasando lista: nos está regalando un espejo para ver
quiénes somos de verdad.
Después de que los
enviados del Bautista se marchan, Jesús se dirige a la gente y les lanza tres
preguntas seguidas (cfr. Mt 11, 7-11). No busca datos, busca que tomen
conciencia. Y, mientras escuchamos esas preguntas, también nosotros quedamos
implicados.
Sabemos que no somos perfectos,
pero sí queremos vivir sin doblarnos
cada vez que el ambiente cambia de dirección.
«¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña
sacudida por el viento?».
Todos conocían la
imagen: las cañas que crecen junto al Jordán, doblándose según sopla el
viento. Son el símbolo perfecto de la inconstancia: hoy digo una cosa,
mañana la contraria; hoy defiendo un valor, mañana lo abandono si el ambiente
ya no lo aprueba.
Jesús deja claro
que Juan no era una caña. No era un oportunista que adaptaba el mensaje
para caer bien, ni alguien que rebajaba la verdad por miedo al qué dirán. No se
inclinaba ante el poderoso de turno. Era un hombre coherente, capaz de
sostener lo que anunciaba incluso cuando eso le costó la cárcel… y la vida.
Aquí la pregunta
nos alcanza de lleno. Sabemos que hoy el Evangelio no está precisamente “de
moda”. Se dice que los tiempos han cambiado, que ciertas propuestas cristianas
son anticuadas o imposibles de vivir. Y, sin embargo, cuando reconocemos que
una opción nace del Evangelio, se nos invita a mantenerla, aunque nos sintamos
minoría, aunque muchos no la entiendan ni la compartan.
No se trata de ser
rígidos, sino de no vender el corazón cada vez que sopla un viento nuevo.
Lo contrario de la pobreza evangélica no es la belleza,
sino el lujo que se olvida de quien no tiene ni lo necesario.
«¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad,
los que visten con lujo habitan en los palacios».
Juan no tenía nada
que ver con quienes viven pendientes del escaparate, gastando sin medida en
apariencia, en refinamiento, en lujo. Su estilo era austero y sobrio: su
autoridad no venía de la ropa, sino de la verdad que encarnaba.
Esto no significa
despreciar la belleza. La búsqueda de lo bello, de lo cuidado, de lo armonioso,
forma parte de lo mejor del ser humano: no estamos hechos solo para lo útil.
Pero cuando esa búsqueda se vuelve despilfarro, lujo ostentoso, culto a la
propia imagen, mientras al lado falta lo más elemental, entonces ya no
hablamos de belleza, sino de idolatría de lo efímero.
Ante ciertos
excesos, ciertos gastos insultantes en cosas completamente superfluas, ¿cómo no
va a sentir un cristiano un sincero malestar interior? ¿Cómo no va a doler ver
tantos recursos derrochados mientras hay necesidades básicas sin atender?
No se trata de ir
por la vida controlando el bolsillo de nadie, sino de dejar que el Evangelio
nos purifique la mirada y nos recuerde que los bienes han sido dados para la
vida de todos.
Juan vio amanecer;
a nosotros se nos ha regalado vivir a pleno día,
aunque a veces andemos como si todavía fuera de noche.
La tercera
pregunta toca el corazón de la figura del Bautista:
«Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un
profeta? Sí, os digo, y más que profeta».
Juan el Bautista es
profeta porque habla en nombre de Dios. Pero Jesús añade que es más que un
profeta: lo presenta como el mensajero anunciado en la Escritura, enviado
para preparar el camino del Señor (cfr. Mt 11, 10; Mal 3, 1). Es el hombre
situado justo en la frontera entre dos tiempos: el de las promesas y
el de su cumplimiento.
Por eso Jesús
pronuncia una frase sorprendente: «Entre los nacidos de mujer no ha surgido
uno más grande que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño en el Reino
de los cielos es más grande que él» (cfr. Mt 11, 11).
No está haciendo
un ranking de santos ni comparando méritos personales. Lo que subraya es el
lugar que Juan ocupa en la historia de la salvación.
El Bautista se
queda en el umbral. Intuye el amor de Dios, lo anuncia con fuerza, pero muere
antes de ver desplegado todo el misterio pascual, antes de contemplar hasta
dónde llega el Amor en la cruz y en la resurrección de Jesús. Nosotros, en
cambio, vivimos ya “del otro lado” de ese acontecimiento: creemos con la luz de
la Pascua encendida.
Independientemente
de nuestra santidad personal, hoy podemos comprender —si queremos dejarnos
iluminar— algo que Juan solo vislumbró: la radicalidad del amor
incondicional de Dios, ofrecido a todos sin excepción.
El testamento espiritual del Bautista
¿Qué nos deja, al
final, Juan el Bautista? Nos deja su palabra valiente, su estilo sobrio, su
libertad ante el poder. Pero también nos deja algo igual de valioso: sus
dudas, sus perplejidades, sus preguntas ante un Mesías que rompía sus
esquemas. No se nos presenta como un “super creyente” que nunca vacila, sino
como un creyente real que deja que Jesús corrija su imagen de Dios.
Eso, para
nosotros, es una buena noticia. Significa que: se puede ser profundamente fiel
y, al mismo tiempo, seguir purificando nuestra idea de Dios; la fe no consiste
en no tener nunca interrogantes, sino en llevarlos al Señor; la
verdadera grandeza no está en tenerlo todo claro, sino en permitir que Dios sea
más grande de lo que habíamos pensado.
Tal vez el gran
mensaje que hoy nos regala el Bautista podría resumirse así: No tengamos miedo
de ser pequeños en el Reino, pero pidamos la gracia de una conciencia recta,
la cual se va formando con la escucha de la Palabra, unida a la Tradición y
al Magisterio de la Iglesia y en obediencia al Papa y a los Obispos en comunión
con él; una conciencia así formada en la escuela de la Iglesia Católica, y
un corazón lo bastante humilde como para dejar que Dios sea más grande que
nuestras ideas sobre Él.
Y quizá nuestra
oración podría nacer de aquí: Que no nos falte una conciencia recta, así
formada en la escuela de la Iglesia Católica, para vivir el Evangelio con
coherencia; ni nos falten ojos abiertos para reconocer al Mesías real cuando no
coincide con el Mesías cómodo que nosotros nos habíamos fabricado.


