viernes, 21 de noviembre de 2025

Editorial: La libertad cristiana hoy: Pensar con rigor, vivir de pie

 

 


 

La libertad cristiana hoy: Pensar con rigor, vivir de pie


1. La paradoja contemporánea: libertad proclamada, vidas bloqueadas

La cultura actual proclama la libertad como uno de sus grandes dogmas. Hablamos de:

  • libertad de expresión,
  • libertad de elección,
  • libertad afectiva,
  • libertad de consumo.

Sin embargo, basta escuchar a estudiantes, matrimonios jóvenes, profesionales o incluso consagrados para percibir una paradoja dolorosa:

  • personas con mil opciones… pero incapaces de decidirse;
  • muy “conectados” … pero profundamente dependientes de la mirada ajena;
  • con libertad formal… pero atrapados en adicciones, miedos, heridas no resueltas.

No es raro oír frases como: “Puedo hacer muchas cosas, pero no sé qué hacer con mi vida”; “soy libre, pero por dentro no lo soy”.

La fe cristiana no viene a añadir eslóganes ni a restar libertad, sino a plantear una pregunta incómoda y liberadora:

¿Y si el problema no fuera la falta de libertad externa,
sino una comprensión deficiente de lo que significa ser libre?

Responder seriamente a esa pregunta requiere una mirada antropológica, teológica y moral a la vez; exige tanto rigor conceptual como honradez existencial.


2. Raíz cristiana de la libertad: imagen de Dios, llamada y comunión

La visión cristiana del hombre arranca de una convicción fundamental:

El ser humano ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (cf. Gn 1,26).

Esto implica, entre otras cosas, que:

  • no es un mero producto biológico o social;
  • es capaz de verdad (puede conocer el bien) y capaz de amor (puede darse).

El Catecismo lo formula así: Dios ha creado al hombre como un ser que “puede iniciar y controlar sus actos” y le ha dado “la dignidad de una persona libre” (CEC 1730-1731). Pero añade enseguida que esta libertad es “una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y en la bondad” (CEC 1731-1733).

La libertad, por tanto:

  • no es un vacío a rellenar arbitrariamente,
  • sino el modo en que respondemos a una llamada: la de Dios a la comunión con Él y con los demás.

Gaudium et spes resume así la vocación del hombre: “no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo” (GS 24).

En lenguaje bíblico, la verdadera esclavitud no es la falta de opciones, sino el pecado; y la verdadera liberación no es la simple emancipación de normas, sino la comunión con Cristo:
“Para la libertad nos ha liberado Cristo” (Ga 5,1).

Y Jesús es explícito: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). No se trata de cualquier “verdad subjetiva”, sino de la Verdad que Él mismo es, y que revela quién es Dios y quién es el hombre.


3. Afinando el concepto: de qué libertad hablamos

Para no confundir planos, conviene distinguir algunas dimensiones clásicas.

3.1. Libre albedrío y libertad moral

  • Libre albedrío: facultad de elegir entre diversas posibilidades (A o B). Es condición de imputabilidad.
  • Libertad moral: grado de dominio de sí y orientación estable hacia el bien. Supone virtud y, para el cristiano, cooperación con la gracia.

Un estudiante puede “elegir libremente” pasar la noche en redes o estudiar. Libre albedrío hay. Pero si, por hábito y falta de disciplina, su capacidad real de elegir el bien está muy debilitada, su libertad moral es escasa. Formalmente elige; en la práctica está bastante condicionado.

Esta distinción es clave para no confundir libertad con pura espontaneidad.

3.2. Libertad “de” y libertad “para”

Otra distinción útil:

  • Libertad de: ausencia de coacción externa (no hay una dictadura, nadie me obliga físicamente).
  • Libertad para: capacidad positiva de realizar el bien, de amar, de entregar la vida.

Uno puede gozar de derechos civiles y, al mismo tiempo, ser incapaz de:

  • mantener una promesa,
  • cortar una relación tóxica,
  • decir la verdad cuando le perjudica.

La tradición cristiana valora la libertad “de”, pero insiste en que sin la libertad “para”, la primera se queda en un cascarón vacío.


4. Libertad herida y gracia que libera

Aquí aparece la dimensión más realista de la antropología cristiana: el pecado.

No se trata solo de actos aislados, sino de una herida en la raíz de la libertad:

  • la inteligencia se oscurece,
  • la voluntad se debilita,
  • el corazón se inclina hacia el amor desordenado de sí.

San Pablo describe esa experiencia con honestidad brutal: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,19).

San Agustín y la tradición después de él insistirán: sin la gracia, el hombre es libre, pero su libertad está desordenada; puede elegir, pero no puede, por sus solas fuerzas, reconducir totalmente su existencia al bien.

De ahí una tesis teológica fundamental:

La gracia no compite con la libertad,
sino que la sana, la sostiene y la plenifica.

El Catecismo recuerda que cuanto más hace el bien el hombre, “más libre se vuelve” (CEC 1733). En términos espirituales, la libertad cristiana es cooperación activa con la gracia del Espíritu Santo, que “da la vida” (2 Co 3,6) y actúa en lo más íntimo de la voluntad.

Y esta libertad tiene un horizonte escatológico: la “libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rm 8,21), donde ya no será posible elegir contra el amor.


5. Tres deformaciones actuales de la libertad

Con este marco, se entienden mejor algunas configuraciones culturales que encontramos a diario en jóvenes, adultos y también en ambientes eclesiales.

5.1. Emotivismo: “si lo siento, es bueno para mí”

Es la lógica dominante en no pocos discursos juveniles (y adultos):

“Lo auténtico es seguir lo que uno siente; si lo deseo intensamente, será lo correcto para mí”.

Sin embargo:

  • hay decisiones tomadas “porque lo sentía así” que dejan heridas duraderas;
  • el corazón mezcla heridas, miedos, deseos sanos y deseos enfermos.

Un caso: Lucas, universitario “libre” que no manda en su vida

Lucas tiene 21 años y estudia una carrera exigente. Si le preguntas, te dirá sin dudar:

“Yo soy muy libre. Nadie me dice lo que tengo que hacer”.

Tiene una relación “no formal”, ve porno casi a diario y suele estudiar a última hora. En su grupo de amigos, el estándar es:

  • fiesta jueves, viernes y sábado,
  • resaca compensada con café y bebidas energéticas,
  • burla de cualquiera que lleve una vida un poco más disciplinada.

Cada vez que piensa en organizarse mejor, dejar el porno o acostarse pronto, se repite:

“Lo dejo cuando quiera. Ahora no me apetece”.

Ese “cuando quiera” nunca llega. Cada examen lo coge peor preparado. Cada relación le deja más vacío. Le cuesta levantarse por la mañana. Y, sobre todo, empieza a sospechar que no controla tanto como dice.

Un fin de semana, casi obligado por un amigo, acude a un retiro universitario. Escucha una frase que le descoloca:

“No eres libre por poder hacer lo que quieras,
sino por ser capaz de hacer el bien que sabes que debes hacer”.

Al principio reacciona por dentro: “qué discurso de cura antiguo”. Pero por la noche, en la habitación, se ve a sí mismo pegado al móvil, sin poder soltarlo, y la frase vuelve. Se sincera: hay hábitos (lujuria, pereza, huida constante) que no deja “cuando quiere”. Algo manda por él.

Tarda semanas en dar el paso de hablar con un sacerdote. Cuando lo hace, no trae una lista “de pecados de castidad”; trae su historia:

  • la dificultad para estar solo,
  • el miedo a decepcionar a los amigos,
  • el cansancio de prometerse cambios que nunca llegan.

El confesor le propone un camino realista:

  • límites concretos al uso de pantalla,
  • un día a la semana sin porno ni redes como “test” de libertad,
  • horario posible de estudio y descanso,
  • Eucaristía dominical bien vivida,
  • un cuarto de hora de oración diaria, con el Evangelio, dejando que Cristo le mire.

No hay magia: Lucas recae, se enfada consigo mismo, incluso abandona un tiempo los propósitos. Pero ahora sabe que no todo es “libertad”: ha reconocido cadenas. Y experimenta algo nuevo: los días en que, con la gracia, ordena su tiempo y su cuerpo, duerme mejor y puede mirarse al espejo con algo de paz.

Lucas no ha “perdido” libertad por poner límites; ha empezado a ganarla. Ha descubierto que el Espíritu no le roba gusto de vivir, sino que le enseña a disfrutar de las cosas sin ser devorado por ellas.

Este caso muestra que emotivismo, lujuria y pereza no son solo “pecados sueltos”, sino un estilo de vida heterónomo, donde la libertad real se encoge.

La propuesta cristiana no es dejar de sentir, sino discernir. El criterio no es: “¿lo siento?”, sino:

  • “¿Es verdadero?”,
  • “¿Es bueno para mí y para los demás?”,
  • “¿Me abre o me cierra al amor de Dios?”.

La libertad madura pasa por una reeducación de la afectividad, no por su absolutización.

5.2. Individualismo autosuficiente: “no necesito a nadie”

Otra tentación es concebir la libertad como independencia absoluta: no depender, no rendir cuentas, no explicarse ante nadie.

La antropología cristiana lo considera una ficción peligrosa:

  • la persona es constitutivamente relacional: hijo, hermano, miembro de un pueblo;
  • incluso su relación con Dios es filial, no servil: “ya no sois esclavos, sino hijos” (cf. Ga 4,7).

En la práctica pastoral se ve cómo esta supuesta autosuficiencia termina en otras dependencias: imagen, éxito, rendimiento académico, redes sociales. El joven que niega toda dependencia afectiva puede estar profundamente sometido a la tiranía del “me gusta”.

Solo una dependencia es liberadora: la filiación en Cristo. Cuanto más se reconoce el creyente hijo en el Hijo, más libre es ante todo lo demás.

5.3. Relativismo: “todo vale mientras lo elija yo”

La tercera deformación identifica libertad con ausencia de verdad objetiva: ningún bien puede presentarse como universal; todo se reduce a “mi opción”.

Entonces:

  • resulta imposible hablar de pecado sin que se perciba como agresión;
  • no se puede denunciar con fuerza la injusticia (“es su elección”);
  • la conciencia queda a la intemperie, sin criterio estable.

Veritatis splendor subraya que la libertad humana y la ley de Dios “no se contraponen, sino que se reclaman mutuamente” (cf. VS 35-53): la verdad moral no aplasta, sino que permite a la libertad no destruirse a sí misma.


6. Libertad como vocación: hacia la “mejor versión” en Cristo

Frente a estas deformaciones, la fe ofrece una visión positiva y exigente:

La libertad es la forma histórica de la vocación a la santidad.

No se trata de un perfeccionismo psicológico, sino de la “mejor versión” de la persona según el proyecto de Dios: aquello que Gaudium et spes expresa al decir que el hombre “no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo” (GS 24).

Tres notas:

1.     Hay una llamada concreta.
El cristiano no se auto-inventa de cero: discierne una misión (matrimonio, sacerdocio, consagración, formas de vida laical, profesión vivida cristianamente…). La libertad se mide por la capacidad de responder a esa llamada, no de ignorarla indefinidamente.

2.     La libertad se juega en el tiempo.
No basta con haber dicho un “sí” inicial. La fidelidad, el combate, las renuncias, los reajustes, forman parte de la historia de la libertad. Sacerdotes y matrimonios conocen bien esta dinámica: el “sí” de la ordenación o del altar se verifica cada día, ante la cruz y ante la gratitud.

3.     La plenitud es ser-para.
La libertad no culmina en un yo autosatisfecho, sino en un yo entregado. La santidad no es autoexaltación, sino caridad llevada a su forma más personal y concreta.

En última instancia, la “mejor versión” del cristiano no es otra cosa que Cristo mismo tomando forma en él (cf. Ga 2,20). El modelo de libertad no es un ideal abstracto, sino el Hijo.


7. Ley, conciencia y virtud: tres aliados poco entendidos

En este punto aparecen tres palabras que muchos identifican con lo contrario de la libertad: ley, conciencia y virtud. Desde la tradición, son precisamente lo contrario: sus grandes aliados.

7.1. La ley moral: mapa del bien humano

La ley moral (natural y revelada) es presentada por el Catecismo como “instrucción paterna de Dios” que indica “los caminos que conducen a la vida” (CEC 1950, 1975).

No sustituye a la libertad, la ilumina. Como una señal de “curva peligrosa” no suprime la posibilidad de conducir, sino que evita un accidente.

En pastoral universitaria se ve con frecuencia el dilema:
“sé que la Iglesia enseña X, pero yo siento Y”. El trabajo no consiste en imponer X sin más, sino en mostrar que X no es un capricho eclesiástico, sino la expresión razonable de una verdad sobre el bien de la persona, a la luz de Cristo, que es la encarnación de la ley nueva del amor (cf. CEC 1972).

7.2. La conciencia: lugar de encuentro entre Dios y la libertad

El Concilio define la conciencia como el lugar donde el hombre “se encuentra solo con Dios” y donde resuena una voz que le llama al bien (GS 16). Es el “sagrario” donde el Espíritu Santo, a través de la Palabra, sigue susurrando: “este es el camino, caminad por él” (cf. Is 30,21).

Pero la conciencia:

  • no es infalible,
  • puede estar deformada,
  • necesita ser formada.

Formar la conciencia (en la predicación, la dirección espiritual, la catequesis) no es manipular, sino ayudar al sujeto a reconocer la verdad y a apropiársela libremente. La obediencia a una conciencia rectamente formada –iluminada por Cristo y su Iglesia– es la forma más alta de libertad moral.

Un caso: Marta, profesional entre conciencia y empresa

Marta tiene 34 años, trabaja en marketing digital y lleva con discreción pero firmeza su fe. Le encargan liderar una campaña para una casa de apuestas online, dirigida a jóvenes de barrios humildes. Los informes internos son claros:

  • es el público más vulnerable,
  • la campaña está diseñada para enganchar a los más frágiles.

En las reuniones todo suena a “segmento de mercado” y “clientes potenciales”. Pero Marta, que colabora con Cáritas, ve los rostros de familias endeudadas, en parte por el juego.

Durante semanas se debate por dentro. Se dice:

“Es solo un trabajo. Si no lo hago yo, lo hará otro. Y necesito el sueldo”.

Intenta acallar la conciencia con argumentos de eficacia y supervivencia, pero la inquietud no se va. Una noche, viendo un informe sobre ludopatía juvenil, se le cruzan los cables:
“Yo sé que esto hace daño. Y sé que estoy siendo parte”.

Acude a un sacerdote. Él no le suelta una frase hecha, pero le recuerda:

  • que no todo lo legal es moral;
  • que cooperar directamente con el mal de otros lesiona la propia libertad;
  • que la verdadera seguridad no se construye contra la conciencia, sino con ella.

Le propone dos pasos concretos:

1.     Manifestar con claridad (y caridad) su objeción a dirigir esa campaña.

2.     Abrir, desde ya, la búsqueda de alternativas laborales más coherentes con su fe.

Marta obedece, no sin miedo. La empresa no la despide, pero la relega. Durante un tiempo vive con sensación de castigo: ha perdido proyectos brillantes y siente que “ha arruinado su carrera”. A la vez, en la oración, descubre una paz nueva: no está partida por dentro. Su relación con Cristo en la Eucaristía se hace más sencilla: ya no necesita justificar lo injustificable.

Meses después encuentra trabajo en una empresa más pequeña, con menos sueldo, pero donde puede mirarse al espejo sin dividirse. No es un final de película perfecta: el miedo a perder estabilidad vuelve de vez en cuando. Pero ahora sabe algo que antes solo decía: que la libertad vale más que un bonus.

Aquí se ve que ley moral y conciencia no son carga, sino defensa de la libertad profunda: protegen al sujeto de convertirse en cómplice activo de estructuras que destruyen a otros.

7.3. La virtud: musculatura del querer

Los moralistas clásicos definen la virtud como un “hábito operativo bueno”: una disposición estable que facilita hacer el bien con facilidad, firmeza y alegría.

Sin virtud:

  • cada decisión buena cuesta mucho,
  • la persona es fácilmente arrastrada por el ambiente,
  • basta una presión puntual para que la libertad ceda.

Con virtud:

  • decir la verdad,
  • cumplir con la justicia,
  • perseverar en el bien,
    se vuelve cada vez más espontáneo. No porque el sujeto se vuelva “perfecto”, sino porque el Espíritu va configurándolo con Cristo mediante las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) y sus dones.

En este sentido, la virtud no limita opciones, sino que amplía la capacidad real de amar. Es la “musculatura” que sostiene la libertad cuando sopla el viento en contra. Una libertad sin virtud es como un cuerpo sin tono muscular: cualquier esfuerzo serio la deja agotada.


8. Condicionamientos internos y externos: realismo y misericordia

Quien acompaña pastoralmente sabe que la libertad no se ejerce en el vacío.

8.1. Heridas, psicología y responsabilidad

Muchos fieles llegan cargando:

  • historias de abuso,
  • enfermedades psíquicas,
  • dependencias afectivas,
  • contextos familiares tóxicos.

La moral católica distingue cuidadosamente entre la objetividad de un acto (lo que “es” en sí) y la imputabilidad (el grado de responsabilidad subjetiva) (CEC 1735).

Esto permite:

  • mantener claro el bien y el mal,
  • sin convertirnos en jueces despiadados.

Para sacerdotes y acompañantes esto implica un doble movimiento:

  • proponer sin rebaja la verdad moral;
  • acoger con paciencia, remitir cuando haga falta a ayuda profesional, discernir plazos y pasos posibles, evitando cargas que el sujeto no puede llevar todavía.

La misericordia no consiste en rebajar la verdad, sino en acompañar la libertad herida paso a paso.

8.2. El combate del sacerdote: miedo, desilusión y fidelidad

También en el ministerio ordenado se dan formas de esclavitud interior.

Pablo fue ordenado con ilusión. Amaba la Palabra de Dios, soñaba con anunciar el Evangelio con fuerza. Sus primeros años fueron intensos, con grupos de jóvenes, catequesis trabajadas, iniciativas nuevas.

Diez años después, algo se ha ido apagando:

  • predica homilías correctas, pero muy prudentes; evita temas que puedan “molestar”,
  • en la confesión escucha muchas veces las mismas cosas, sin deseo claro de cambio, y eso le desgasta,
  • en el consejo pastoral, varias de sus propuestas más evangélicas han sido frenadas con un “aquí no va a funcionar”.

Empieza a pensar:

“Mientras la parroquia esté tranquila, mejor no tocar nada”.

Reconoce en sí mismo una mezcla de:

  • miedo al conflicto,
  • decepción por la poca respuesta,
  • tentación de refugiarse en la pura gestión.

En una tanda de ejercicios, se atreve a decirle al Señor: “Estoy cansado. No quiero complicarme más la vida”. Y siente que ese cansancio le está llevando a una peligrosa neutralidad: ni grandes pecados, ni gran fuego. Simplemente, inercia.

Busca a un hermano sacerdote mayor, al que ve sereno y fiel. Éste le pregunta:

1.     “¿Para quién predicas: para ser aplaudido o para ser fiel al Señor?”.

2.     “¿Dónde descansa tu corazón: en los resultados o en saberte en manos de Dios?”.

Le propone cosas muy concretas:

  • retomar cada día un tiempo de oración silenciosa ante el Sagrario, no para preparar cosas, sino para estar;
  • releer los Hechos de los Apóstoles, viendo cómo anuncian la Palabra en contextos hostiles;
  • escoger un tema “incómodo”, que lleva tiempo evitando, y predicarlo con caridad y claridad, poniendo su miedo en manos del Espíritu Santo.

Pablo lo hace, con temblor. Tras una homilía más directa, recibe críticas… y también agradecimientos sinceros. Días después vuelve el cansancio, la tentación de callarse. Pero ahora distingue mejor: esa tranquilidad “sin cruz” es, en realidad, una forma de esclavitud.

La mediocridad espiritual no es un descuido simpático: es una forma lenta de rendir la libertad al miedo.

Aquí se ve que la libertad del sacerdote tampoco se mide por la ausencia de conflictos, sino por la obediencia al Evangelio, sostenida por el Espíritu, incluso cuando el Mensaje no es masivamente acogido.

8.3. Condicionamientos sociales y bien común

Hay también estructuras que restringen la libertad:

  • precariedad laboral que obliga a aceptar condiciones injustas,
  • presión mediática que condiciona el pensamiento,
  • pobreza extrema,
  • violencia política o doméstica.

La doctrina social de la Iglesia recuerda que la libertad tiene una dimensión social y política: luchar por estructuras más justas es parte de la caridad y de la responsabilidad laical. La libertad cristiana no es solo “yo y mi conciencia”, sino también:

  • participación responsable en la vida pública,
  • defensa de los más débiles,
  • promoción del bien común.

No basta con decir “sé libre interiormente”; hay que trabajar, según la vocación de cada uno, para que otros puedan ejercer su libertad en condiciones mínimamente humanas.


9. Cristo y el Espíritu: corazón de la libertad cristiana

En último término, la libertad cristiana no se entiende sin referencia a Cristo y al Espíritu.

En Jesús contemplamos:

  • una libertad que no se deja bloquear por el miedo al rechazo o al sufrimiento;
  • una libertad que no responde al mal con más mal;
  • una libertad que, en Getsemaní, dice: “no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).

La cruz, vista desde fuera, parece el fracaso de la libertad: Jesús es atado, condenado, clavado. Vista desde dentro, es el acto más libre de la historia:

“Yo doy mi vida; nadie me la quita” (cf. Jn 10,18).

La resurrección es la confirmación del Padre a esta forma de libertad: la libertad que se entrega por amor no se pierde; se transfigura.

El Espíritu Santo, “donde está Él, hay libertad” (2 Co 3,17), es quien:

  • ilumina la conciencia,
  • fortalece la voluntad,
  • purifica los afectos,
  • sostiene las decisiones definitivas,
  • y va configurando al creyente con el Hijo.

Sin el Espíritu, la libertad cristiana se reduce a ética exigente. Con el Espíritu, se convierte en camino de amistad con Dios y de participación en la libertad filial de Cristo.


10. Para seguir trabajando: examen para universitarios y sacerdotes

Para laicos universitarios, el tema de la libertad atraviesa elecciones de estudios, afectividad, trabajo, fe en contextos secularizados.

Para sacerdotes, es terreno de batalla diaria en dirección espiritual, confesionario, predicación, acompañamiento vocacional.

Más que una teoría perfecta, quizá convenga terminar con un examen muy concreto, ante el Señor.

10.1. Si eres universitario o profesional joven, pregúntate:

  • ¿Qué decisiones importantes estoy tomando solo “porque lo siento así”, sin confrontarlas con la verdad del Evangelio y el consejo de personas de fe?
  • ¿Hay algún hábito (por ejemplo, pantalla, pornografía, redes, alcohol, trabajo) que digo “puedo dejar cuando quiera”, pero en realidad no dejo nunca?
  • ¿Dónde estoy sacrificando mi conciencia por miedo a perder comodidad, prestigio o dinero, como Marta?
  • ¿Estoy dejando que mi vocación (matrimonio, consagración, forma de vida laical) se decida solo por inercia, o la estoy poniendo en discernimiento serio ante Dios?
  • ¿Uso mi libertad también para el bien común (participación cívica, compromiso social), o la reduzco a mi bienestar privado?

10.2. Si eres sacerdote, pregúntate:

  • ¿Predico lo que el Evangelio dice o solo lo que sé que no creará problemas en la parroquia?
  • ¿Dónde estoy dejando que el miedo (a la crítica, al conflicto, al fracaso) decida más que el Espíritu?
  • ¿Busco más la tranquilidad de la estructura o la fidelidad a la Palabra, aunque me complique la vida?
  • ¿Mi descanso se apoya en los “resultados” o en saberme en manos de Dios, como Pablo aprendió?
  • ¿Estoy dejando que la oración personal, la dirección espiritual y la fraternidad sacerdotal sostengan mi libertad, o me he instalado en una soledad activista?

Nombrar ante Dios una esclavitud concreta es ya un acto de libertad.
Buscar ayuda (sacramento, acompañamiento, incluso terapia cuando haga falta) es otro.
Dar un paso real –aunque pequeño–, en la dirección del bien, es un tercero.

La libertad cristiana no consiste en no tener cadenas, sino en dejar que el Señor las vaya rompiendo, una a una, hasta que nuestra vida se parezca cada vez más a la suya: la vida del Hijo que se sabe amado y, precisamente por eso, puede entregarse sin reservas.

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