La libertad cristiana hoy: Pensar con rigor, vivir de pie
1. La paradoja contemporánea: libertad proclamada,
vidas bloqueadas
La cultura actual proclama la libertad como uno
de sus grandes dogmas. Hablamos de:
- libertad de expresión,
- libertad de elección,
- libertad afectiva,
- libertad de consumo.
Sin embargo, basta escuchar a estudiantes,
matrimonios jóvenes, profesionales o incluso consagrados para percibir una
paradoja dolorosa:
- personas con mil opciones… pero incapaces de decidirse;
- muy “conectados” … pero profundamente dependientes de la mirada ajena;
- con libertad formal… pero atrapados en adicciones, miedos, heridas no
resueltas.
No es raro oír frases como: “Puedo hacer muchas
cosas, pero no sé qué hacer con mi vida”; “soy libre, pero por dentro no lo
soy”.
La fe cristiana no viene a añadir eslóganes ni a
restar libertad, sino a plantear una pregunta incómoda y liberadora:
¿Y si el problema no fuera la falta de libertad
externa,
sino una comprensión deficiente de lo que significa ser libre?
Responder seriamente a esa pregunta requiere una
mirada antropológica, teológica y moral a la vez; exige tanto rigor conceptual
como honradez existencial.
2. Raíz cristiana de la libertad: imagen de Dios,
llamada y comunión
La visión cristiana del hombre arranca de una
convicción fundamental:
El ser humano ha sido creado “a imagen y
semejanza de Dios” (cf. Gn 1,26).
Esto implica, entre otras cosas, que:
- no es un mero producto biológico o social;
- es capaz de verdad (puede conocer el bien) y capaz de amor
(puede darse).
El Catecismo lo formula así: Dios ha creado al
hombre como un ser que “puede iniciar y controlar sus actos” y le ha dado “la
dignidad de una persona libre” (CEC 1730-1731). Pero añade enseguida que esta
libertad es “una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y en la
bondad” (CEC 1731-1733).
La libertad, por tanto:
- no es un vacío a rellenar arbitrariamente,
- sino el modo en que respondemos a una llamada: la de Dios a la
comunión con Él y con los demás.
Gaudium et spes resume así la
vocación del hombre: “no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la
entrega sincera de sí mismo” (GS 24).
En lenguaje bíblico, la verdadera esclavitud no
es la falta de opciones, sino el pecado; y la verdadera liberación no es la
simple emancipación de normas, sino la comunión con Cristo:
“Para la libertad nos ha liberado Cristo” (Ga 5,1).
Y Jesús es explícito: “La verdad os hará libres”
(Jn 8,32). No se trata de cualquier “verdad subjetiva”, sino de la Verdad que
Él mismo es, y que revela quién es Dios y quién es el hombre.
3. Afinando el concepto: de qué libertad hablamos
Para no confundir planos, conviene distinguir
algunas dimensiones clásicas.
3.1. Libre
albedrío y libertad moral
- Libre albedrío:
facultad de elegir entre diversas posibilidades (A o B). Es condición de
imputabilidad.
- Libertad moral: grado
de dominio de sí y orientación estable hacia el bien. Supone virtud y,
para el cristiano, cooperación con la gracia.
Un estudiante puede “elegir libremente” pasar la
noche en redes o estudiar. Libre albedrío hay. Pero si, por hábito y falta de
disciplina, su capacidad real de elegir el bien está muy debilitada, su
libertad moral es escasa. Formalmente elige; en la práctica está bastante
condicionado.
Esta distinción es clave para no confundir
libertad con pura espontaneidad.
3.2. Libertad
“de” y libertad “para”
Otra distinción útil:
- Libertad de: ausencia de coacción externa (no hay una
dictadura, nadie me obliga físicamente).
- Libertad para:
capacidad positiva de realizar el bien, de amar, de entregar la vida.
Uno puede gozar de derechos civiles y, al mismo
tiempo, ser incapaz de:
- mantener una promesa,
- cortar una relación tóxica,
- decir la verdad cuando le perjudica.
La tradición cristiana valora la libertad “de”,
pero insiste en que sin la libertad “para”, la primera se queda en un cascarón
vacío.
4. Libertad herida y gracia que libera
Aquí aparece la dimensión más realista de la
antropología cristiana: el pecado.
No se trata solo de actos aislados, sino de una herida
en la raíz de la libertad:
- la inteligencia se oscurece,
- la voluntad se debilita,
- el corazón se inclina hacia el amor desordenado de sí.
San Pablo describe esa experiencia con honestidad
brutal: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,19).
San Agustín y la tradición después de él
insistirán: sin la gracia, el hombre es libre, pero su libertad está desordenada;
puede elegir, pero no puede, por sus solas fuerzas, reconducir totalmente su
existencia al bien.
De ahí una tesis teológica fundamental:
La gracia no compite con la libertad,
sino que la sana, la sostiene y la plenifica.
El Catecismo recuerda que cuanto más hace el bien
el hombre, “más libre se vuelve” (CEC 1733). En términos espirituales, la
libertad cristiana es cooperación activa con la gracia del Espíritu Santo, que
“da la vida” (2 Co 3,6) y actúa en lo más íntimo de la voluntad.
Y esta libertad tiene un horizonte escatológico:
la “libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rm 8,21), donde ya no será
posible elegir contra el amor.
5. Tres deformaciones actuales de la libertad
Con este marco, se entienden mejor algunas
configuraciones culturales que encontramos a diario en jóvenes, adultos y
también en ambientes eclesiales.
5.1.
Emotivismo: “si lo siento, es bueno para mí”
Es la lógica dominante en no pocos discursos
juveniles (y adultos):
“Lo auténtico es seguir lo que uno siente; si lo
deseo intensamente, será lo correcto para mí”.
Sin embargo:
- hay decisiones tomadas “porque lo sentía así” que dejan heridas
duraderas;
- el corazón mezcla heridas, miedos, deseos sanos y deseos enfermos.
Un caso:
Lucas, universitario “libre” que no manda en su vida
Lucas tiene 21 años y estudia una carrera
exigente. Si le preguntas, te dirá sin dudar:
“Yo soy muy libre. Nadie me dice lo que tengo que
hacer”.
Tiene una relación “no formal”, ve porno casi a
diario y suele estudiar a última hora. En su grupo de amigos, el estándar es:
- fiesta jueves, viernes y sábado,
- resaca compensada con café y bebidas energéticas,
- burla de cualquiera que lleve una vida un poco más disciplinada.
Cada vez que piensa en organizarse mejor, dejar
el porno o acostarse pronto, se repite:
“Lo dejo cuando quiera. Ahora no me apetece”.
Ese “cuando quiera” nunca llega. Cada examen lo
coge peor preparado. Cada relación le deja más vacío. Le cuesta levantarse por
la mañana. Y, sobre todo, empieza a sospechar que no controla tanto como
dice.
Un fin de semana, casi obligado por un amigo,
acude a un retiro universitario. Escucha una frase que le descoloca:
“No eres libre por poder hacer lo que quieras,
sino por ser capaz de hacer el bien que sabes que debes hacer”.
Al principio reacciona por dentro: “qué discurso
de cura antiguo”. Pero por la noche, en la habitación, se ve a sí mismo pegado
al móvil, sin poder soltarlo, y la frase vuelve. Se sincera: hay hábitos
(lujuria, pereza, huida constante) que no deja “cuando quiere”. Algo manda por
él.
Tarda semanas en dar el paso de hablar con un
sacerdote. Cuando lo hace, no trae una lista “de pecados de castidad”; trae su
historia:
- la dificultad para estar solo,
- el miedo a decepcionar a los amigos,
- el cansancio de prometerse cambios que nunca llegan.
El confesor le propone un camino realista:
- límites concretos al uso de pantalla,
- un día a la semana sin porno ni redes como “test” de libertad,
- horario posible de estudio y descanso,
- Eucaristía dominical bien vivida,
- un cuarto de hora de oración diaria, con el Evangelio, dejando que
Cristo le mire.
No hay magia: Lucas recae, se enfada consigo
mismo, incluso abandona un tiempo los propósitos. Pero ahora sabe que no
todo es “libertad”: ha reconocido cadenas. Y experimenta algo nuevo: los días
en que, con la gracia, ordena su tiempo y su cuerpo, duerme mejor y puede
mirarse al espejo con algo de paz.
Lucas no ha “perdido” libertad por poner límites;
ha empezado a ganarla. Ha descubierto que el Espíritu no le roba gusto de
vivir, sino que le enseña a disfrutar de las cosas sin ser devorado por ellas.
Este caso muestra que emotivismo, lujuria y
pereza no son solo “pecados sueltos”, sino un estilo de vida heterónomo, donde
la libertad real se encoge.
La propuesta cristiana no es dejar de sentir,
sino discernir. El criterio no es: “¿lo siento?”, sino:
- “¿Es verdadero?”,
- “¿Es bueno para mí y para los demás?”,
- “¿Me abre o me cierra al amor de Dios?”.
La libertad madura pasa por una reeducación de la
afectividad, no por su absolutización.
5.2.
Individualismo autosuficiente: “no necesito a nadie”
Otra tentación es concebir la libertad como
independencia absoluta: no depender, no rendir cuentas, no explicarse ante
nadie.
La antropología cristiana lo considera una
ficción peligrosa:
- la persona es constitutivamente relacional: hijo, hermano, miembro de
un pueblo;
- incluso su relación con Dios es filial, no servil: “ya no sois
esclavos, sino hijos” (cf. Ga 4,7).
En la práctica pastoral se ve cómo esta supuesta
autosuficiencia termina en otras dependencias: imagen, éxito, rendimiento
académico, redes sociales. El joven que niega toda dependencia afectiva puede
estar profundamente sometido a la tiranía del “me gusta”.
Solo una dependencia es liberadora: la filiación
en Cristo. Cuanto más se reconoce el creyente hijo en el Hijo, más libre es
ante todo lo demás.
5.3.
Relativismo: “todo vale mientras lo elija yo”
La tercera deformación identifica libertad con
ausencia de verdad objetiva: ningún bien puede presentarse como universal; todo
se reduce a “mi opción”.
Entonces:
- resulta imposible hablar de pecado sin que se perciba como agresión;
- no se puede denunciar con fuerza la injusticia (“es su elección”);
- la conciencia queda a la intemperie, sin criterio estable.
Veritatis splendor subraya que la libertad humana y la ley de Dios “no se contraponen, sino
que se reclaman mutuamente” (cf. VS 35-53): la verdad moral no aplasta, sino
que permite a la libertad no destruirse a sí misma.
6. Libertad como vocación: hacia la “mejor versión” en
Cristo
Frente a estas deformaciones, la fe ofrece una
visión positiva y exigente:
La libertad es la forma histórica de la vocación
a la santidad.
No se trata de un perfeccionismo psicológico,
sino de la “mejor versión” de la persona según el proyecto de Dios: aquello que
Gaudium et spes expresa al decir que el hombre “no puede encontrarse
plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo” (GS 24).
Tres notas:
1.
Hay una llamada concreta.
El cristiano no se auto-inventa de cero: discierne una misión (matrimonio,
sacerdocio, consagración, formas de vida laical, profesión vivida
cristianamente…). La libertad se mide por la capacidad de responder a esa
llamada, no de ignorarla indefinidamente.
2.
La libertad se juega en el
tiempo.
No basta con haber dicho un “sí” inicial. La fidelidad, el combate, las
renuncias, los reajustes, forman parte de la historia de la libertad.
Sacerdotes y matrimonios conocen bien esta dinámica: el “sí” de la ordenación o
del altar se verifica cada día, ante la cruz y ante la gratitud.
3.
La plenitud es ser-para.
La libertad no culmina en un yo autosatisfecho, sino en un yo entregado. La
santidad no es autoexaltación, sino caridad llevada a su forma más personal y
concreta.
En última instancia, la “mejor versión” del
cristiano no es otra cosa que Cristo mismo tomando forma en él (cf. Ga
2,20). El modelo de libertad no es un ideal abstracto, sino el Hijo.
7. Ley, conciencia y virtud: tres aliados poco
entendidos
En este punto aparecen tres palabras que muchos
identifican con lo contrario de la libertad: ley, conciencia y virtud. Desde la
tradición, son precisamente lo contrario: sus grandes aliados.
7.1. La ley
moral: mapa del bien humano
La ley moral (natural y revelada) es presentada
por el Catecismo como “instrucción paterna de Dios” que indica “los caminos que
conducen a la vida” (CEC 1950, 1975).
No sustituye a la libertad, la ilumina.
Como una señal de “curva peligrosa” no suprime la posibilidad de conducir, sino
que evita un accidente.
En pastoral universitaria se ve con frecuencia el
dilema:
“sé que la Iglesia enseña X, pero yo siento Y”. El trabajo no consiste en
imponer X sin más, sino en mostrar que X no es un capricho eclesiástico, sino
la expresión razonable de una verdad sobre el bien de la persona, a la luz de
Cristo, que es la encarnación de la ley nueva del amor (cf. CEC 1972).
7.2. La
conciencia: lugar de encuentro entre Dios y la libertad
El Concilio define la conciencia como el lugar
donde el hombre “se encuentra solo con Dios” y donde resuena una voz que le
llama al bien (GS 16). Es el “sagrario” donde el Espíritu Santo, a través de la
Palabra, sigue susurrando: “este es el camino, caminad por él” (cf. Is 30,21).
Pero la conciencia:
- no es infalible,
- puede estar deformada,
- necesita ser formada.
Formar la conciencia (en la predicación, la
dirección espiritual, la catequesis) no es manipular, sino ayudar al sujeto a
reconocer la verdad y a apropiársela libremente. La obediencia a una conciencia
rectamente formada –iluminada por Cristo y su Iglesia– es la forma más alta de
libertad moral.
Un caso:
Marta, profesional entre conciencia y empresa
Marta tiene 34 años, trabaja en marketing digital
y lleva con discreción pero firmeza su fe. Le encargan liderar una campaña para
una casa de apuestas online, dirigida a jóvenes de barrios humildes. Los
informes internos son claros:
- es el público más vulnerable,
- la campaña está diseñada para enganchar a los más frágiles.
En las reuniones todo suena a “segmento de
mercado” y “clientes potenciales”. Pero Marta, que colabora con Cáritas, ve los
rostros de familias endeudadas, en parte por el juego.
Durante semanas se debate por dentro. Se dice:
“Es solo un trabajo. Si no lo hago yo, lo hará
otro. Y necesito el sueldo”.
Intenta acallar la conciencia con argumentos de
eficacia y supervivencia, pero la inquietud no se va. Una noche, viendo un
informe sobre ludopatía juvenil, se le cruzan los cables:
“Yo sé que esto hace daño. Y sé que estoy siendo parte”.
Acude a un sacerdote. Él no le suelta una frase
hecha, pero le recuerda:
- que no todo lo legal es moral;
- que cooperar directamente con el mal de otros lesiona la propia
libertad;
- que la verdadera seguridad no se construye contra la conciencia, sino
con ella.
Le propone dos pasos concretos:
1.
Manifestar con claridad (y caridad) su objeción a
dirigir esa campaña.
2.
Abrir, desde ya, la búsqueda de alternativas
laborales más coherentes con su fe.
Marta obedece, no sin miedo. La empresa no la
despide, pero la relega. Durante un tiempo vive con sensación de castigo: ha
perdido proyectos brillantes y siente que “ha arruinado su carrera”. A la vez,
en la oración, descubre una paz nueva: no está partida por dentro. Su relación
con Cristo en la Eucaristía se hace más sencilla: ya no necesita justificar lo
injustificable.
Meses después encuentra trabajo en una empresa
más pequeña, con menos sueldo, pero donde puede mirarse al espejo sin
dividirse. No es un final de película perfecta: el miedo a perder
estabilidad vuelve de vez en cuando. Pero ahora sabe algo que antes solo decía:
que la libertad vale más que un bonus.
Aquí se ve que ley moral y conciencia no son
carga, sino defensa de la libertad profunda: protegen al sujeto de
convertirse en cómplice activo de estructuras que destruyen a otros.
7.3. La
virtud: musculatura del querer
Los moralistas clásicos definen la virtud como un
“hábito operativo bueno”: una disposición estable que facilita hacer el bien
con facilidad, firmeza y alegría.
Sin virtud:
- cada decisión buena cuesta mucho,
- la persona es fácilmente arrastrada por el ambiente,
- basta una presión puntual para que la libertad ceda.
Con virtud:
- decir la verdad,
- cumplir con la justicia,
- perseverar en el bien,
se vuelve cada vez más espontáneo. No porque el sujeto se vuelva “perfecto”, sino porque el Espíritu va configurándolo con Cristo mediante las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) y sus dones.
En este sentido, la virtud no limita opciones,
sino que amplía la capacidad real de amar. Es la “musculatura” que
sostiene la libertad cuando sopla el viento en contra. Una libertad sin virtud
es como un cuerpo sin tono muscular: cualquier esfuerzo serio la deja agotada.
8. Condicionamientos internos y externos: realismo y
misericordia
Quien acompaña pastoralmente sabe que la libertad
no se ejerce en el vacío.
8.1. Heridas,
psicología y responsabilidad
Muchos fieles llegan cargando:
- historias de abuso,
- enfermedades psíquicas,
- dependencias afectivas,
- contextos familiares tóxicos.
La moral católica distingue cuidadosamente entre
la objetividad de un acto (lo que “es” en sí) y la imputabilidad
(el grado de responsabilidad subjetiva) (CEC 1735).
Esto permite:
- mantener claro el bien y el mal,
- sin convertirnos en jueces despiadados.
Para sacerdotes y acompañantes esto implica un
doble movimiento:
- proponer sin rebaja la verdad moral;
- acoger con paciencia, remitir cuando haga falta a ayuda profesional,
discernir plazos y pasos posibles, evitando cargas que el sujeto no puede
llevar todavía.
La misericordia no consiste en rebajar la verdad,
sino en acompañar la libertad herida paso a paso.
8.2. El
combate del sacerdote: miedo, desilusión y fidelidad
También en el ministerio ordenado se dan formas
de esclavitud interior.
Pablo fue ordenado con ilusión. Amaba la Palabra
de Dios, soñaba con anunciar el Evangelio con fuerza. Sus primeros años fueron
intensos, con grupos de jóvenes, catequesis trabajadas, iniciativas nuevas.
Diez años después, algo se ha ido apagando:
- predica homilías correctas, pero muy prudentes; evita temas que puedan
“molestar”,
- en la confesión escucha muchas veces las mismas cosas, sin deseo claro
de cambio, y eso le desgasta,
- en el consejo pastoral, varias de sus propuestas más evangélicas han
sido frenadas con un “aquí no va a funcionar”.
Empieza a pensar:
“Mientras la parroquia esté tranquila, mejor no
tocar nada”.
Reconoce en sí mismo una mezcla de:
- miedo al conflicto,
- decepción por la poca respuesta,
- tentación de refugiarse en la pura gestión.
En una tanda de ejercicios, se atreve a decirle
al Señor: “Estoy cansado. No quiero complicarme más la vida”. Y siente que ese
cansancio le está llevando a una peligrosa neutralidad: ni grandes pecados, ni
gran fuego. Simplemente, inercia.
Busca a un hermano sacerdote mayor, al que ve
sereno y fiel. Éste le pregunta:
1.
“¿Para quién predicas: para ser aplaudido o para
ser fiel al Señor?”.
2.
“¿Dónde descansa tu corazón: en los resultados o
en saberte en manos de Dios?”.
Le propone cosas muy concretas:
- retomar cada día un tiempo de oración silenciosa ante el Sagrario, no
para preparar cosas, sino para estar;
- releer los Hechos de los Apóstoles, viendo cómo anuncian la Palabra en
contextos hostiles;
- escoger un tema “incómodo”, que lleva tiempo evitando, y predicarlo
con caridad y claridad, poniendo su miedo en manos del Espíritu Santo.
Pablo lo hace, con temblor. Tras una homilía más
directa, recibe críticas… y también agradecimientos sinceros. Días después
vuelve el cansancio, la tentación de callarse. Pero ahora distingue mejor: esa
tranquilidad “sin cruz” es, en realidad, una forma de esclavitud.
La mediocridad espiritual no es un descuido
simpático: es una forma lenta de rendir la libertad al miedo.
Aquí se ve que la libertad del sacerdote tampoco
se mide por la ausencia de conflictos, sino por la obediencia al Evangelio,
sostenida por el Espíritu, incluso cuando el Mensaje no es masivamente acogido.
8.3.
Condicionamientos sociales y bien común
Hay también estructuras que restringen la
libertad:
- precariedad laboral que obliga a aceptar condiciones injustas,
- presión mediática que condiciona el pensamiento,
- pobreza extrema,
- violencia política o doméstica.
La doctrina social de la Iglesia recuerda que la
libertad tiene una dimensión social y política: luchar por estructuras más
justas es parte de la caridad y de la responsabilidad laical. La libertad
cristiana no es solo “yo y mi conciencia”, sino también:
- participación responsable en la vida pública,
- defensa de los más débiles,
- promoción del bien común.
No basta con decir “sé libre interiormente”; hay
que trabajar, según la vocación de cada uno, para que otros puedan ejercer su
libertad en condiciones mínimamente humanas.
9. Cristo y el Espíritu: corazón de la libertad
cristiana
En último término, la libertad cristiana no se
entiende sin referencia a Cristo y al Espíritu.
En Jesús contemplamos:
- una libertad que no se deja bloquear por el miedo al rechazo o al
sufrimiento;
- una libertad que no responde al mal con más mal;
- una libertad que, en Getsemaní, dice: “no se haga mi voluntad, sino la
tuya” (Lc 22,42).
La cruz, vista desde fuera, parece el fracaso de
la libertad: Jesús es atado, condenado, clavado. Vista desde dentro, es el acto
más libre de la historia:
“Yo doy mi vida; nadie me la quita” (cf. Jn
10,18).
La resurrección es la confirmación del Padre a
esta forma de libertad: la libertad que se entrega por amor no se pierde; se
transfigura.
El Espíritu Santo, “donde está Él, hay libertad”
(2 Co 3,17), es quien:
- ilumina la conciencia,
- fortalece la voluntad,
- purifica los afectos,
- sostiene las decisiones definitivas,
- y va configurando al creyente con el Hijo.
Sin el Espíritu, la libertad cristiana se reduce
a ética exigente. Con el Espíritu, se convierte en camino de amistad con Dios y
de participación en la libertad filial de Cristo.
10. Para seguir trabajando: examen para universitarios
y sacerdotes
Para laicos universitarios, el tema de la
libertad atraviesa elecciones de estudios, afectividad, trabajo, fe en
contextos secularizados.
Para sacerdotes, es terreno de batalla diaria en
dirección espiritual, confesionario, predicación, acompañamiento vocacional.
Más que una teoría perfecta, quizá convenga
terminar con un examen muy concreto, ante el Señor.
10.1. Si eres
universitario o profesional joven, pregúntate:
- ¿Qué decisiones importantes estoy tomando solo “porque lo siento así”,
sin confrontarlas con la verdad del Evangelio y el consejo de personas de
fe?
- ¿Hay algún hábito (por ejemplo, pantalla, pornografía, redes, alcohol,
trabajo) que digo “puedo dejar cuando quiera”, pero en realidad no dejo
nunca?
- ¿Dónde estoy sacrificando mi conciencia por miedo a perder comodidad,
prestigio o dinero, como Marta?
- ¿Estoy dejando que mi vocación (matrimonio, consagración, forma de
vida laical) se decida solo por inercia, o la estoy poniendo en
discernimiento serio ante Dios?
- ¿Uso mi libertad también para el bien común (participación cívica,
compromiso social), o la reduzco a mi bienestar privado?
10.2. Si eres
sacerdote, pregúntate:
- ¿Predico lo que el Evangelio dice o solo lo que sé que no creará
problemas en la parroquia?
- ¿Dónde estoy dejando que el miedo (a la crítica, al conflicto, al
fracaso) decida más que el Espíritu?
- ¿Busco más la tranquilidad de la estructura o la fidelidad a la
Palabra, aunque me complique la vida?
- ¿Mi descanso se apoya en los “resultados” o en saberme en manos de
Dios, como Pablo aprendió?
- ¿Estoy dejando que la oración personal, la dirección espiritual y la
fraternidad sacerdotal sostengan mi libertad, o me he instalado en una
soledad activista?
Nombrar ante Dios una esclavitud concreta es ya
un acto de libertad.
Buscar ayuda (sacramento, acompañamiento, incluso terapia cuando haga falta) es
otro.
Dar un paso real –aunque pequeño–, en la dirección del bien, es un tercero.
La libertad cristiana no consiste en no tener
cadenas, sino en dejar que el Señor las vaya rompiendo, una a una, hasta que
nuestra vida se parezca cada vez más a la suya: la vida del Hijo que se sabe
amado y, precisamente por eso, puede entregarse sin reservas.
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