Tu libertad
interior desata el globo de tu vida
(ensayo con ejemplos en la vida eclesial)
Hay etapas de
la vida —también dentro de la vida eclesial— en las que uno vive convencido de
que lo decisivo está siempre fuera: la parroquia “ideal”, la comunidad
perfecta, el obispo que por fin me entienda, el grupo que no dé problemas, la
relación que cure todas mis heridas. Uno busca: cambios, soluciones, personas,
estructuras, afectos.
Y sin embargo,
tal vez el verdadero drama no está tanto en lo que falta fuera, sino en lo que
aún no se ha descubierto dentro.
La tesis de
este ensayo es sencilla y exigente:
La única
realidad absolutamente imprescindible para vivir con dignidad —cristiana y
humanamente— ya está dentro de cada uno: la libertad interior.
Todo lo demás
—destinos, cargos, éxitos pastorales, reconocimiento, relaciones, estabilidad
económica— es relativo. Puede ayudar o estorbar, pero nunca puede sustituir a
la libertad.
1. Libertad: no es tener, es quitar
Normalmente
identificamos libertad con “tener muchas opciones”: más dinero, más tiempo, más
recursos, más posibilidades de elegir. Sin embargo, la libertad de la que
hablamos aquí no se define por lo que se suma, sino por lo que se suelta.
Imagina tu
interior como un globo cargado de piedras. Las piedras son:
- miedos (al rechazo, al fracaso, al qué
dirán),
- complejos,
- inseguridades,
- necesidad compulsiva de aprobación,
- resentimientos,
- victimismos crónicos.
La libertad no
consiste en inflar más el globo —más actividades, más personas a tu alrededor,
más proyectos, más “cosas de Iglesia”—, sino en quitar piedras. No se
trata de acumular, sino de desprenderse.
Ejemplo: un noviazgo tóxico y un noviazgo libre
Aquí conviene
bajar a lo concreto.
Noviazgo
tóxico (sin libertad)
Una persona
entra en una relación porque se siente sola, vacía, con baja autoestima. No
aguanta estar consigo misma. Cuando alguien le presta atención, se agarra a
él/ella como a un salvavidas. La relación se convierte en:
- control constante (“¿dónde estás?”, “mándame
ubicación”, “con quién hablas”),
- necesidad continua de mensajes para sentirse
querido,
- miedo obsesivo a que la otra persona se vaya
o encuentre a alguien “mejor”.
Cede en todo,
calla lo que no le gusta, acepta humillaciones, se justifica: “es que me quiere
mucho, por eso es celoso/a”. Su vida gira alrededor de conservar la relación a
toda costa. No hay libertad: hay miedo a quedarse solo.
Con el tiempo,
esa sumisión se transforma en resentimiento. Empieza a ver al otro como la
causa de su infelicidad; pasa de someterse a intentar someter, a controlar,
incluso a humillar. Pero el problema original no era “la relación” en
abstracto: el problema es que entró en ella cargado de piedras, sin
libertad interior.
Noviazgo sano
(con libertad)
Otra persona,
también con heridas y límites, ha aprendido poco a poco a estar sola, a cuidar
sus amistades, su fe, su trabajo, su cuerpo. No busca una relación para
“salvarse”, sino para compartir lo que ya es. Cuando inicia un noviazgo:
- puede decir “sí” y también “no”,
- puede expresar lo que le duele sin miedo a
que lo abandonen,
- no revisa el móvil del otro, ni se desquicia
si no responde al instante,
- si percibe signos claros de manipulación,
tiene la libertad de plantearlo o de terminar la relación.
Sabe que el
otro puede fallar, incluso serle infiel. Le dolería, pero no lo destruiría,
porque su identidad no está colgada de esa relación. Está ahí por elección,
no por desesperación. Eso es libertad.
2. Cuando hasta las lentejas
cambian de sabor
La experiencia
humana y espiritual lo confirma: con libertad, lo difícil se hace más
llevadero; sin libertad, incluso lo bueno se vuelve insufrible.
Pensemos en
algo tan simple como un plato que de niños odiábamos —por obligación— y que de
adultos llegamos a disfrutar. La lengua es la misma, el sabor casi el mismo; lo
que ha cambiado es la actitud: antes lo comíamos porque nos obligaban, ahora lo
elegimos. La libertad transforma la misma realidad.
Ocurre igual
en la vida eclesial.
Ejemplo: un traslado pastoral
Un sacerdote
pasa de una parroquia viva, con múltiples actividades, a un pueblo pequeño y
aparentemente “sin futuro”. Si por dentro piensa:
“Me han
castigado, aquí no se puede hacer nada, esto es perder el tiempo”,
vivirá el
nuevo destino como un castigo. Obedecerá externamente, pero con un corazón
lleno de queja y tristeza. Las mismas misas, las mismas visitas, los mismos
fieles, le resultarán pesadísimos.
Otro, en
situación parecida, también sufre: deja gente a la que quiere, proyectos que
empezaban a dar fruto. Pero, al final, se pone delante del Señor y dice:
“No he elegido
este lugar, pero elijo estar contigo aquí.”
Poco a poco,
descubre nombres, historias, dolores; aprende a querer ese pueblo concreto. Las
circunstancias objetivas no cambian, pero su libertad interior colorea todo de
otro modo.
La libertad es
eso: no cambiar la realidad exterior de golpe, sino cambiar la manera de
habitarla.
3. Libertad en medio de estructuras
y pobrezas
En la Iglesia,
como en la sociedad, hay condicionamientos reales: falta de vocaciones,
estructuras pesadas, injusticias, pobreza material, conflictos internos,
decisiones de autoridad que no siempre se entienden. Sería absurdo negar todo
eso.
Pero también
es peligroso refugiarse siempre en las estructuras para justificar la propia
parálisis o amargura. La libertad interior no borra la injusticia ni la
precariedad, pero impide que se conviertan en coartada para no crecer.
Ejemplo: vida religiosa entre obediencia y servilismo
Una religiosa,
por miedo a ser vista como “poco dócil”, dice que sí a todo: cargos, tareas,
cambios. No discierne si algo la desborda, si es sano para la comunidad, si
responde al carisma. Sufre en silencio, acumula cansancio, resentimiento,
sensación de injusticia. Exteriormente “obedece”; interiormente está
esclavizada al miedo.
Otra hermana,
igualmente consagrada, ama la obediencia, pero no la confunde con servilismo.
Cuando se le pide algo, lo reza, lo discierne, lo habla con sencillez: es capaz
de decir “sí”, pero también “no puedo”, o “esto me parece que no es bueno por
estos motivos”. No desobedece por capricho; obedece desde la verdad. Su
libertad purifica la obediencia y, a la larga, ayuda a la comunidad a madurar.
Las
constituciones son las mismas, la regla es la misma. Lo distinto es la libertad
interior con la que se asumen.
4. Libertad y relaciones
eclesiales: de la dependencia al amor
La falta de
libertad no sólo afecta al noviazgo. En la vida eclesial aparecen dependencias
afectivas disfrazadas de “caridad”: comunidades que se convierten en “clanes”,
grupos parroquiales cerrados, relaciones paternalistas que anulan.
Ejemplo: parroquia-club y parroquia-cuerpo
En ciertas
parroquias, un pequeño grupo de laicos lo decide y controla todo: fiestas,
horarios, voluntariados, acceso a ministerios. Los nuevos son observados con
recelo. Se habla constantemente de “nuestra parroquia”, como si fuera una
propiedad privada. El miedo a perder el control ahoga cualquier novedad. No hay
libertad, hay posesividad.
En otras,
también hay un núcleo estable de personas, pero viven con otra conciencia: la
parroquia es del Señor y de su pueblo, no de ellos. Se arriesgan a abrir
espacios, a escuchar propuestas, a dejar entrar aire nuevo. Discuten, se
equivocan, rectifican, pero el criterio no es “que salga lo mío”, sino “qué
ayuda más a esta comunidad concreta a encontrarse con Cristo”. Eso es amor
eclesial vivido con libertad.
5. Estudios, trabajo, misión:
complacer o vivir la propia vocación
También en lo
eclesial abundan vidas vividas “para quedar bien”: el cura que intenta ser el
modelo que otros esperaban, la religiosa que ocupa todos los huecos por evitar
conflictos, el laico que se ofrece a todo porque no soporta decir que no.
Ejemplo: el laico hipercomprometido
Un laico “de
Iglesia” está en todas: catequesis, coro, Cáritas, pastoral juvenil, grupos de
oración. La parroquia no podría funcionar sin él, aparentemente. Pero su
familia casi no lo ve, su matrimonio se resiente, sus hijos lo perciben como
ausente.
Cuando alguien
le sugiere que revise su agenda, responde:
“Es lo que
Dios me pide, la Iglesia me necesita.”
Quizá hay una
parte de verdad; pero también puede haber miedo a afrontar su propia casa, a
hablar de temas pendientes, a mirar vacíos personales. “La Iglesia” se
convierte en refugio. No actúa desde la libertad, sino desde la huida.
Otro laico,
igualmente creyente y generoso, se compromete, pero tras un discernimiento
real. Reconoce que su primera misión es su familia, y que su servicio eclesial
tiene que integrarse ahí. Dice “sí” a lo que puede sostener y “no” a lo que le
desborda, sin culpas falsas. Su apostolado nace de la libertad, no del miedo a
ser juzgado como “poco comprometido”.
6. Libertad no es libertinaje
(también en la Iglesia)
En clave
eclesial, a veces se invoca la libertad para justificar actitudes que poco
tienen de evangélicas:
- “Yo celebro la liturgia como quiero, las
normas son esclavitud.”
- “Yo enseño en catequesis lo que yo pienso,
los documentos son opinión.”
- “Yo vivo la pobreza a mi manera, eso de las
cuentas claras es falta de confianza.”
Pero no toda
autonomía es libertad. Una decisión es verdaderamente libre cuando:
- respeta la verdad,
- construye la comunión,
- y amplía la capacidad futura de seguir
siendo fiel.
Lo que
destruye vínculos, lo que esclaviza a los propios caprichos, lo que rompe
sistemáticamente la conciencia, no es libertad, aunque se presente con su
nombre.
7. Devociones, dinero, estilo de
vida: termómetros de libertad
Las
mediaciones —rosarios, novenas, procesiones, economía parroquial, estilo de
vida del clero y de los consagrados— pueden ser lugares de libertad o de
esclavitud.
Devociones
Hay quien vive
atrapado en prácticas piadosas por puro miedo:
“Si hoy no
rezo esto, algo malo pasará; si falto a tal acto, el Señor se enfadará.”
La relación
con Dios se convierte en una especie de contrato nervioso. No hay descanso,
sólo obligación.
Otro reza el
mismo rosario, asiste a la misma adoración, participa en las mismas
procesiones, pero desde otro lugar: sabe que son caminos para abrirse al amor
de Dios, no mecanismos para controlarlo. Si un día no puede, no vive en
angustia. Ama la devoción, pero más aún al Dios al que se dirige. Eso es
libertad.
Economía parroquial
En una
parroquia, el deseo de “quedar bien” puede llevar a obras innecesarias, adornos
excesivos, gastos superfluos, mientras se descuida a los pobres reales de la
comunidad. Se usa el nombre de Dios para justificar la vanidad.
En otra, se
cuida la belleza litúrgica, pero con sobriedad; se rinde cuentas con
transparencia; se prioriza lo necesario; se vive con una cierta austeridad. No
se busca “parecer ricos”, sino ser fieles. Eso libera.
8. Acompañamiento espiritual:
libertad o dependencia
La dirección
espiritual y la confesión son lugares privilegiados para el crecimiento de la
libertad… o para su destrucción.
Un acompañante
que decide por la persona todo —pareja, trabajo, amistades, opciones
políticas—, que se presenta como “voluntad de Dios” sin matices, no forma
conciencias, las sustituye. Genera dependencias malsanas.
Un buen
acompañante, en cambio, ayuda a ver, a discernir, a confrontar; da criterios,
señala peligros, pero siempre devuelve la decisión a la persona:
“Pregúntalo tú
ante el Señor, asume tú la responsabilidad.”
No es dueño de
almas, sino servidor de la libertad de otros.
9. Caminos hacia la libertad
interior
En todos estos
planos —noviazgo, parroquia, comunidad, economía, devociones, acompañamiento—
aparece la misma pregunta:
¿Esto que hago
nace del miedo o de la libertad?
Algunos
caminos para crecer en esa libertad:
1.
Nombrar los miedos. Reconocer qué me mueve: miedo a decepcionar, a estar solo, a perder
prestigio, a ser señalado. Ponerle nombre ya empieza a quitarle poder.
2.
Practicar el silencio orante. Tiempo real, sin móvil, sin ruido, sin “hacer cosas de Iglesia”,
simplemente estar ante Dios con lo que uno es. Ahí se desvelan apegos y
falsedades, pero también se intuye por dónde llama la verdad.
3.
Acepta que la libertad duele. Romper un noviazgo tóxico, renunciar a un cargo que alimenta el ego, decir
que no a un compromiso que te desborda, corregir una devoción mal entendida…
todo eso duele. Pero es un dolor que abre, no que encierra.
4.
Vivir con sobriedad. En el consumo, en las actividades, en los compromisos. La sobriedad libera
de mucha presión innecesaria y deja espacio para lo esencial.
5.
Pedir la gracia. Para el creyente, la libertad no es sólo cuestión de carácter o fuerza de
voluntad: es también don. Se pide humildemente: “Señor, hazme libre para amarte
y amar.”
10. Conclusión: la huella de una
libertad vivida
Al final, en
la vida eclesial, lo decisivo no será:
- cuántos grupos coordinaste,
- cuántas parroquias atendiste,
- cuántos actos organizaste,
- cuántas devociones acumulaste,
sino:
¿qué tipo de
persona fuiste en todo eso? ¿Dejaste una huella de libertad y amor, o de miedo
y control?
La única cosa
verdaderamente imprescindible ya la llevas dentro: la libertad.
Todo lo demás —noviazgos, amistades, ministerios, comunidades, estructuras—
será el escenario en el que esa libertad se despliegue o se pierda.
El desafío es
no llegar al final habiendo “hecho muchas cosas para Dios”, pero sin haberle
permitido a Dios hacernos, de verdad, libres por dentro.
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