domingo, 23 de noviembre de 2025

Editorial: Tu libertad interior desata el globo de tu vida

 



Tu libertad interior desata el globo de tu vida
(ensayo con ejemplos en la vida eclesial)


Hay etapas de la vida —también dentro de la vida eclesial— en las que uno vive convencido de que lo decisivo está siempre fuera: la parroquia “ideal”, la comunidad perfecta, el obispo que por fin me entienda, el grupo que no dé problemas, la relación que cure todas mis heridas. Uno busca: cambios, soluciones, personas, estructuras, afectos.

Y sin embargo, tal vez el verdadero drama no está tanto en lo que falta fuera, sino en lo que aún no se ha descubierto dentro.

La tesis de este ensayo es sencilla y exigente:

La única realidad absolutamente imprescindible para vivir con dignidad —cristiana y humanamente— ya está dentro de cada uno: la libertad interior.

Todo lo demás —destinos, cargos, éxitos pastorales, reconocimiento, relaciones, estabilidad económica— es relativo. Puede ayudar o estorbar, pero nunca puede sustituir a la libertad.


1. Libertad: no es tener, es quitar

Normalmente identificamos libertad con “tener muchas opciones”: más dinero, más tiempo, más recursos, más posibilidades de elegir. Sin embargo, la libertad de la que hablamos aquí no se define por lo que se suma, sino por lo que se suelta.

Imagina tu interior como un globo cargado de piedras. Las piedras son:

  • miedos (al rechazo, al fracaso, al qué dirán),
  • complejos,
  • inseguridades,
  • necesidad compulsiva de aprobación,
  • resentimientos,
  • victimismos crónicos.

La libertad no consiste en inflar más el globo —más actividades, más personas a tu alrededor, más proyectos, más “cosas de Iglesia”—, sino en quitar piedras. No se trata de acumular, sino de desprenderse.

Ejemplo: un noviazgo tóxico y un noviazgo libre

Aquí conviene bajar a lo concreto.

Noviazgo tóxico (sin libertad)

Una persona entra en una relación porque se siente sola, vacía, con baja autoestima. No aguanta estar consigo misma. Cuando alguien le presta atención, se agarra a él/ella como a un salvavidas. La relación se convierte en:

  • control constante (“¿dónde estás?”, “mándame ubicación”, “con quién hablas”),
  • necesidad continua de mensajes para sentirse querido,
  • miedo obsesivo a que la otra persona se vaya o encuentre a alguien “mejor”.

Cede en todo, calla lo que no le gusta, acepta humillaciones, se justifica: “es que me quiere mucho, por eso es celoso/a”. Su vida gira alrededor de conservar la relación a toda costa. No hay libertad: hay miedo a quedarse solo.

Con el tiempo, esa sumisión se transforma en resentimiento. Empieza a ver al otro como la causa de su infelicidad; pasa de someterse a intentar someter, a controlar, incluso a humillar. Pero el problema original no era “la relación” en abstracto: el problema es que entró en ella cargado de piedras, sin libertad interior.

Noviazgo sano (con libertad)

Otra persona, también con heridas y límites, ha aprendido poco a poco a estar sola, a cuidar sus amistades, su fe, su trabajo, su cuerpo. No busca una relación para “salvarse”, sino para compartir lo que ya es. Cuando inicia un noviazgo:

  • puede decir “sí” y también “no”,
  • puede expresar lo que le duele sin miedo a que lo abandonen,
  • no revisa el móvil del otro, ni se desquicia si no responde al instante,
  • si percibe signos claros de manipulación, tiene la libertad de plantearlo o de terminar la relación.

Sabe que el otro puede fallar, incluso serle infiel. Le dolería, pero no lo destruiría, porque su identidad no está colgada de esa relación. Está ahí por elección, no por desesperación. Eso es libertad.


2. Cuando hasta las lentejas cambian de sabor

La experiencia humana y espiritual lo confirma: con libertad, lo difícil se hace más llevadero; sin libertad, incluso lo bueno se vuelve insufrible.

Pensemos en algo tan simple como un plato que de niños odiábamos —por obligación— y que de adultos llegamos a disfrutar. La lengua es la misma, el sabor casi el mismo; lo que ha cambiado es la actitud: antes lo comíamos porque nos obligaban, ahora lo elegimos. La libertad transforma la misma realidad.

Ocurre igual en la vida eclesial.

Ejemplo: un traslado pastoral

Un sacerdote pasa de una parroquia viva, con múltiples actividades, a un pueblo pequeño y aparentemente “sin futuro”. Si por dentro piensa:

“Me han castigado, aquí no se puede hacer nada, esto es perder el tiempo”,

vivirá el nuevo destino como un castigo. Obedecerá externamente, pero con un corazón lleno de queja y tristeza. Las mismas misas, las mismas visitas, los mismos fieles, le resultarán pesadísimos.

Otro, en situación parecida, también sufre: deja gente a la que quiere, proyectos que empezaban a dar fruto. Pero, al final, se pone delante del Señor y dice:

“No he elegido este lugar, pero elijo estar contigo aquí.”

Poco a poco, descubre nombres, historias, dolores; aprende a querer ese pueblo concreto. Las circunstancias objetivas no cambian, pero su libertad interior colorea todo de otro modo.

La libertad es eso: no cambiar la realidad exterior de golpe, sino cambiar la manera de habitarla.


3. Libertad en medio de estructuras y pobrezas

En la Iglesia, como en la sociedad, hay condicionamientos reales: falta de vocaciones, estructuras pesadas, injusticias, pobreza material, conflictos internos, decisiones de autoridad que no siempre se entienden. Sería absurdo negar todo eso.

Pero también es peligroso refugiarse siempre en las estructuras para justificar la propia parálisis o amargura. La libertad interior no borra la injusticia ni la precariedad, pero impide que se conviertan en coartada para no crecer.

Ejemplo: vida religiosa entre obediencia y servilismo

Una religiosa, por miedo a ser vista como “poco dócil”, dice que sí a todo: cargos, tareas, cambios. No discierne si algo la desborda, si es sano para la comunidad, si responde al carisma. Sufre en silencio, acumula cansancio, resentimiento, sensación de injusticia. Exteriormente “obedece”; interiormente está esclavizada al miedo.

Otra hermana, igualmente consagrada, ama la obediencia, pero no la confunde con servilismo. Cuando se le pide algo, lo reza, lo discierne, lo habla con sencillez: es capaz de decir “sí”, pero también “no puedo”, o “esto me parece que no es bueno por estos motivos”. No desobedece por capricho; obedece desde la verdad. Su libertad purifica la obediencia y, a la larga, ayuda a la comunidad a madurar.

Las constituciones son las mismas, la regla es la misma. Lo distinto es la libertad interior con la que se asumen.


4. Libertad y relaciones eclesiales: de la dependencia al amor

La falta de libertad no sólo afecta al noviazgo. En la vida eclesial aparecen dependencias afectivas disfrazadas de “caridad”: comunidades que se convierten en “clanes”, grupos parroquiales cerrados, relaciones paternalistas que anulan.

Ejemplo: parroquia-club y parroquia-cuerpo

En ciertas parroquias, un pequeño grupo de laicos lo decide y controla todo: fiestas, horarios, voluntariados, acceso a ministerios. Los nuevos son observados con recelo. Se habla constantemente de “nuestra parroquia”, como si fuera una propiedad privada. El miedo a perder el control ahoga cualquier novedad. No hay libertad, hay posesividad.

En otras, también hay un núcleo estable de personas, pero viven con otra conciencia: la parroquia es del Señor y de su pueblo, no de ellos. Se arriesgan a abrir espacios, a escuchar propuestas, a dejar entrar aire nuevo. Discuten, se equivocan, rectifican, pero el criterio no es “que salga lo mío”, sino “qué ayuda más a esta comunidad concreta a encontrarse con Cristo”. Eso es amor eclesial vivido con libertad.


5. Estudios, trabajo, misión: complacer o vivir la propia vocación

También en lo eclesial abundan vidas vividas “para quedar bien”: el cura que intenta ser el modelo que otros esperaban, la religiosa que ocupa todos los huecos por evitar conflictos, el laico que se ofrece a todo porque no soporta decir que no.

Ejemplo: el laico hipercomprometido

Un laico “de Iglesia” está en todas: catequesis, coro, Cáritas, pastoral juvenil, grupos de oración. La parroquia no podría funcionar sin él, aparentemente. Pero su familia casi no lo ve, su matrimonio se resiente, sus hijos lo perciben como ausente.

Cuando alguien le sugiere que revise su agenda, responde:

“Es lo que Dios me pide, la Iglesia me necesita.”

Quizá hay una parte de verdad; pero también puede haber miedo a afrontar su propia casa, a hablar de temas pendientes, a mirar vacíos personales. “La Iglesia” se convierte en refugio. No actúa desde la libertad, sino desde la huida.

Otro laico, igualmente creyente y generoso, se compromete, pero tras un discernimiento real. Reconoce que su primera misión es su familia, y que su servicio eclesial tiene que integrarse ahí. Dice “sí” a lo que puede sostener y “no” a lo que le desborda, sin culpas falsas. Su apostolado nace de la libertad, no del miedo a ser juzgado como “poco comprometido”.


6. Libertad no es libertinaje (también en la Iglesia)

En clave eclesial, a veces se invoca la libertad para justificar actitudes que poco tienen de evangélicas:

  • “Yo celebro la liturgia como quiero, las normas son esclavitud.”
  • “Yo enseño en catequesis lo que yo pienso, los documentos son opinión.”
  • “Yo vivo la pobreza a mi manera, eso de las cuentas claras es falta de confianza.”

Pero no toda autonomía es libertad. Una decisión es verdaderamente libre cuando:

  • respeta la verdad,
  • construye la comunión,
  • y amplía la capacidad futura de seguir siendo fiel.

Lo que destruye vínculos, lo que esclaviza a los propios caprichos, lo que rompe sistemáticamente la conciencia, no es libertad, aunque se presente con su nombre.


7. Devociones, dinero, estilo de vida: termómetros de libertad

Las mediaciones —rosarios, novenas, procesiones, economía parroquial, estilo de vida del clero y de los consagrados— pueden ser lugares de libertad o de esclavitud.

Devociones

Hay quien vive atrapado en prácticas piadosas por puro miedo:

Si hoy no rezo esto, algo malo pasará; si falto a tal acto, el Señor se enfadará.”

La relación con Dios se convierte en una especie de contrato nervioso. No hay descanso, sólo obligación.

Otro reza el mismo rosario, asiste a la misma adoración, participa en las mismas procesiones, pero desde otro lugar: sabe que son caminos para abrirse al amor de Dios, no mecanismos para controlarlo. Si un día no puede, no vive en angustia. Ama la devoción, pero más aún al Dios al que se dirige. Eso es libertad.

Economía parroquial

En una parroquia, el deseo de “quedar bien” puede llevar a obras innecesarias, adornos excesivos, gastos superfluos, mientras se descuida a los pobres reales de la comunidad. Se usa el nombre de Dios para justificar la vanidad.

En otra, se cuida la belleza litúrgica, pero con sobriedad; se rinde cuentas con transparencia; se prioriza lo necesario; se vive con una cierta austeridad. No se busca “parecer ricos”, sino ser fieles. Eso libera.


8. Acompañamiento espiritual: libertad o dependencia

La dirección espiritual y la confesión son lugares privilegiados para el crecimiento de la libertad… o para su destrucción.

Un acompañante que decide por la persona todo —pareja, trabajo, amistades, opciones políticas—, que se presenta como “voluntad de Dios” sin matices, no forma conciencias, las sustituye. Genera dependencias malsanas.

Un buen acompañante, en cambio, ayuda a ver, a discernir, a confrontar; da criterios, señala peligros, pero siempre devuelve la decisión a la persona:

“Pregúntalo tú ante el Señor, asume tú la responsabilidad.”

No es dueño de almas, sino servidor de la libertad de otros.


9. Caminos hacia la libertad interior

En todos estos planos —noviazgo, parroquia, comunidad, economía, devociones, acompañamiento— aparece la misma pregunta:

¿Esto que hago nace del miedo o de la libertad?

Algunos caminos para crecer en esa libertad:

1.     Nombrar los miedos. Reconocer qué me mueve: miedo a decepcionar, a estar solo, a perder prestigio, a ser señalado. Ponerle nombre ya empieza a quitarle poder.

2.     Practicar el silencio orante. Tiempo real, sin móvil, sin ruido, sin “hacer cosas de Iglesia”, simplemente estar ante Dios con lo que uno es. Ahí se desvelan apegos y falsedades, pero también se intuye por dónde llama la verdad.

3.     Acepta que la libertad duele. Romper un noviazgo tóxico, renunciar a un cargo que alimenta el ego, decir que no a un compromiso que te desborda, corregir una devoción mal entendida… todo eso duele. Pero es un dolor que abre, no que encierra.

4.     Vivir con sobriedad. En el consumo, en las actividades, en los compromisos. La sobriedad libera de mucha presión innecesaria y deja espacio para lo esencial.

5.     Pedir la gracia. Para el creyente, la libertad no es sólo cuestión de carácter o fuerza de voluntad: es también don. Se pide humildemente: “Señor, hazme libre para amarte y amar.”


10. Conclusión: la huella de una libertad vivida

Al final, en la vida eclesial, lo decisivo no será:

  • cuántos grupos coordinaste,
  • cuántas parroquias atendiste,
  • cuántos actos organizaste,
  • cuántas devociones acumulaste,

sino:

¿qué tipo de persona fuiste en todo eso? ¿Dejaste una huella de libertad y amor, o de miedo y control?

La única cosa verdaderamente imprescindible ya la llevas dentro: la libertad.
Todo lo demás —noviazgos, amistades, ministerios, comunidades, estructuras— será el escenario en el que esa libertad se despliegue o se pierda.

El desafío es no llegar al final habiendo “hecho muchas cosas para Dios”, pero sin haberle permitido a Dios hacernos, de verdad, libres por dentro.







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