sábado, 11 de octubre de 2025

Homilía del Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, ciclo c; Lc 17, 11-19

 Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 17, 11-19

 

En tiempos de Jesús, muchos en Israel pensaban que la enfermedad era un castigo por el pecado (cfr. Ex 15, 26; Dt 28, 21-22; Dt 7, 15; Lv 26, 16; Nm 12, 10-15; Nm 21, 8-9; 2 Sm 24, 15-17; 2 Cr 26, 16-21; Sal 38, 4; Sal 32, 3-5; Sal 41, 5; Sal 107, 17-20; Prov 3, 7-8; Mc 2, 5-11; Jn 5, 14; 1 Cor 11, 29-30; Sant 5, 14-16; Ap 2, 22; Jn 9, 1-3).

La lepra era como un ajuste de cuentas

Confiaban en la justicia de Dios. Como solo una minoría esperaba otra vida, colocaban el ajuste de cuentas aquí. A la vista de todos. La señal eran las enfermedades. La peor, la lepra. El leproso cargaba el estigma de ser la encarnación del pecado.

Lo de dentro se mostraba al exterior

La piel herida se leía como espejo del alma. Lo de fuera mostraba lo de dentro. Y se decía que Dios hería con lepra a los envidiosos, a los arrogantes, a los ladrones, a los culpables de homicidio, de juramentos falsos, de incesto (cfr. 2 Re 5, 25-27; 2 Cr 26, 19-21; 2 Sm 3, 29; Nm 12, 10-15).

Pensaban… «se buscó su desgracia»

En hebreo, la lepra se dice צָרַעַת (tzaraʿat), que deriva de la raíz צָרַע (tzara), “golpear”. Y por eso el leproso no suscitaba compasión, porque “se había buscado su desgracia” cometiendo pecados. Era una enfermedad incurable. Curar a un leproso era como resucitar a un muerto, porque la lepra era la hermana de la muerte. El historiador Flavio Josefo, en las Antigüedades judías, dice: “Los leprosos no se diferencian de los cadáveres”.

Eran unos excluidos hasta el extremo

En tiempos de la Torá, quien tenía lepra [ צָרַעַת (tsaraʿat)], vivía con señales visibles; tales como ropa rasgada, cabellera descuidada, el rostro cubierto hasta el labio superior. Si alguien se acercaba, debía avisar; “Impuro, impuro”; y vivir aparte, fuera del campamento. En los días de Jesús, eso se traducía en quedarse a las afueras. Se quedaban en los bosques, se refugiaban en cuevas, y si alguna alma generosa los llevaba de comer, dejaba la comida en los márgenes del bosque; y luego ellos, cuando esa buena alma se alejaba, se acercaban y tomaban la comida, pero no podían encontrarse con nadie. Dependían de la ayuda de otros. Así evitaban el contacto. Así protegían a todos. (cfr. Lv 13,45-46).

         Y lo que era peor; no se sentían rechazados solo por los hombres, sino también por Dios.

Se pierde la sensibilidad

¿Por qué comparamos al leproso con el pecador? No porque sean feos por fuera. Es porque la lepra (λέπρα o צָרַעַת) quita sensibilidad. No mata de golpe. Apaga las alarmas. Ya no notas qué te hace bien y qué te daña. Te quemas y no te enteras. Te cortas y no lo sientes. Con el tiempo la persona se desfigura. Queda irreconocible.

El pecado hace algo parecido. Nos vuelve feos por dentro. No en la cara. En las relaciones. En los pensamientos. En los gestos. Perdemos el gusto por el bien. Confundimos la luz con la sombra. Llamamos bueno a lo que no lo es. Y al revés. Lo dijo Isaías y nos toca hoy: «¡Ay, los que llaman bien al mal y mal al bien: que toman la oscuridad por luz, y la luz por oscuridad; que dan lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!» (cfr. Is 5,20). El profeta Isaías ruega al pueblo que luche por recuperar la sensibilidad; volver a notar, volver a elegir bien y así volver a ser hermosos por dentro.

Si se pierde la sensibilidad moral uno se deforma

Cuando uno pierde la sensibilidad moral comienza a arruinarse por dentro; se deforma, se deshumaniza y se vuelve feo, no en la piel sino en la manera de pensar, de tratar a los demás y de actuar. No muere de golpe, pero se hace irreconocible y el rostro humano, el verdadero, se va borrando. Lo vemos en la corrupción, en la violencia o en el uso de las personas como cosas; todos decimos qué feo es eso, porque han perdido rasgos humanos, y a veces esa degradación interior incluso asoma por fuera. Entonces aparece el reflejo de siempre, apartarnos, como sugiere el dicho evitar a alguien como a un leproso.

Jesús cura esa fealdad interior

Así miraban muchos a los leprosos y a los pecadores en tiempos de Jesús. ¿Compartía Jesús esa mirada? Jesús se acerca, toca, limpia y devuelve a la comunidad; con la lepra se ve con nitidez cuando toca al leproso y lo reintegra, y con los pecadores hace lo mismo al sentarse a la mesa, buscar al perdido, llamar por su nombre y abrir un futuro distinto. Esa es su manera de curar la fealdad interior y de recuperar lo humano que parecía perdido (cfr. Mc 1,40-45; Lc 5,12-16; Mt 9,10-13; Lc 15; Lc 19,1-10).

 

Se trata de una magnífica catequesis

Al leer una curación en los evangelios no buscamos solo información. Los evangelistas hacen catequesis. Quieren alimentar la fe de su comunidad y la nuestra. Por eso cuentan estos hechos con imágenes bíblicas. A veces insinúan escenas del Antiguo Testamento. Otras las nombran de frente. Así, cada curación se vuelve una parábola que nos habla hoy.

El texto de hoy entra ahí. Iremos más allá del dato y sin negarlo. Miraremos el signo y lo que significa. Qué revela de Jesús. Qué cambia en quien se encuentra con él. Y qué paso nos invita a dar.

 «De camino a Jerusalén, pasó por los confines entre Samaría y Galilea. Al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Al verlos, le dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes» Y resulta que, mientras iban, quedaron limpios».

Los leprosos es toda la humanidad

El relato dice que Jesús entra en un pueblo y que diez leprosos salen a su encuentro, y como crónica sorprende porque a los leprosos se les exigía vivir fuera y mantener distancia, aunque el propio texto los sitúa lejos para respetar la norma. Si lo leemos como parábola, en cambio, el detalle se vuelve transparente. Jesús entra y quienes aparecen son leprosos, como si todo el pueblo estuviera marcado por esa herida, y entonces surge la pregunta de a quién representan.

Los leprosos representan a la humanidad que Jesús encuentra en su camino, una humanidad que necesita ser purificada por su palabra. Basta recordar a quiénes se cruza en los evangelios para ver el cuadro completo, porque son personas golpeadas por el dolor, por la enfermedad, por el pecado y por el hambre, y también por tantas miserias que acortan la vida y rompen los vínculos. Esa misma humanidad es la nuestra hoy, y no hace falta hacer una lista interminable para reconocerla, ya que todos conocemos las enfermedades y las guerras, la violencia y la injusticia, las marginaciones y los abusos que nos rodean. Ahí es donde Jesús entra, ahí es donde lo esperan, y ahí comienza la historia de los diez y también la nuestra.

Una humanidad leprosa que necesita

ser limpiada por la Palabra de Dios

¿No es verdad que vivimos como una humanidad leprosa que necesita ser limpiada por la palabra del Evangelio? Lo notamos en nuestras relaciones y también en la casa común. El egoísmo ha contagiado la creación. Hemos herido montes y mares, ensuciado ríos y aire, y la creación gime esperando ser liberada. El Evangelio no solo cura personas. También nos enseña a cuidar. A dejar de usar y tirar. A pasar del daño al servicio. A trabajar la tierra y guardarla, como un encargo que honra a Dios y hace bien a todos (cfr. Rm 8,19-22; Gn 2,15).

 

Salir de «este pueblo»

Salir del mundo viejo

He aquí la necesidad de salir de ese “pueblo”. En los evangelios el pueblo es el símbolo del mundo viejo, marcado por criterios que no sanan; de ahí la invitación a salir para encontrarnos con la palabra que cura. Jesús, cuando se topa con el sordo con dificultad para hablar, no lo sana delante de todos; lo aparta de la gente y allí le abre los oídos y la lengua. Quiere que escuche de otro modo, sin el ruido que confunde y sin el juicio común que no es el suyo. El mensaje que transforma no suele ser el que circula en las conversaciones de siempre ni en las redes; nace del encuentro con él (cfr. Mc 7,31-37).

Algo parecido sucede en Betsaida. Jesús toma de la mano al ciego y lo saca fuera de la aldea; después de curarlo le pide que no vuelva al pueblo. Es una imagen potente. Si regresas al mismo ambiente, verás como antes; yo te he abierto los ojos para que veas bien, para que valores la vida de otra manera. Salir del “pueblo” significa dejar los criterios que nos enferman y aprender la mirada de Cristo, que devuelve claridad, libertad y gusto por lo bueno (cfr. Mc 8,22-26).

 

El simbolismo del número Diez

No aparece un solo leproso, salen diez, y en la Escritura el diez suele evocar la totalidad, basta pensar en el Decálogo, y en la tradición de Israel es el mínimo para una asamblea que ora en la sinagoga; así que el número apunta a todos.

Diez leprosos significan la humanidad entera herida, piel marcada que pide limpieza, corazón que necesita palabra que sane.

Nos apunta un primer milagro…

El evangelista Lucas nos está diciendo que estamos en ese grupo, ninguno es del todo puro, todos llevamos señales de muerte que solo el Evangelio puede curar. Esta conciencia derriba muros, porque en el grupo hay galileos y samaritanos y ya sabemos cómo se miran cuando se creen justos, se desprecian, se separan, incluso se combaten, pero cuando reconocen que comparten la misma herida empiezan a sostenerse, dejan de etiquetarse y se vuelven compañeros de camino. Ahí asoma el primer milagro, la humildad que nos junta y nos abre a la gracia.

 


La amistad con Jesús comienza con un nombre

¿Qué pasa después? Se detienen a distancia y gritan “Ἰησοῦ, ἐπιστάτα, ἐλέησον ἡμᾶς” (Iesoú, epistáta, eléison hemâs), que significa “Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros”. Respetan la distancia que manda la ley, pero cambian el grito. No dicen “Impuro, impuro”, como en Levítico, sino que invocan a Jesús por su nombre y le hablan de tú. Piden misericordia y lo hacen juntos, como quien sabe que solo no llega. (cfr. Lc 17,12-13; Lv 13,45)

En Lucas son muy pocos los que se atreven a llamarlo así. Está el ciego de Jericó que clama “Ἰησοῦ υἱὲ Δαυίδ, ἐλέησόν με” (Iesoú huiè Dauíd, eléisón me), “Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí”. Está el malhechor que reza en la cruz “Ἰησοῦ, μνήσθητί μου ὅταν ἔλθῃς εἰς τὴν βασιλείαν σου” (Iesoú, mnéstheti mou, ótan élthēs eis tén basileían sou), “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu reino”. Paradójicamente, también los demonios pronuncian su nombre, aunque con miedo y rechazo, como en “Ἔα, τί ἡμῖν καὶ σοί, Ἰησοῦ Ναζαρηνέ… οἶδά σε τίς εἶ, ὁ ἅγιος τοῦ θεοῦ” (Éa, tí hemîn kaì soí, Iesoú Nazarēné… oída se tís eî, ho hágios tou theoû), “Ah, qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno… sé quién eres, el Santo de Dios”. La diferencia está en el corazón. Quien sufre lo invoca con confianza. Quien se cierra lo teme. Y al final, los que lo llaman por su nombre con fe no son los perfectos. Son heridos, pobres, pecadores. Los que saben que necesitan ayuda. Ahí nace la amistad. Ahí empieza la curación. (cfr. Lc 18,38-39; Lc 23,42; Lc 4,34)

 

Le piden misericordia

No le piden la curación, porque saben que de la lepra nadie sale por sí mismo. Le piden misericordia. “Ἰησοῦ, ἐπιστάτα, ἐλέησον ἡμᾶς” (Iesoú, epistáta, eléison hemâs), que significa «Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros». Es decir, míranos con entrañas, toma en serio nuestra herida y nuestra vida. Son personas apartadas por la sociedad, lejos de la casa, de los afectos y de los gestos más sencillos. Pensemos en el dolor de no poder recibir una caricia o un abrazo, y en la sospecha que muerde por dentro, la de que ni siquiera Dios quiera tocarles. Por eso su oración es tan honda. No piden un truco médico. Piden ser mirados, acogidos y devueltos a la vida. Ahí empieza toda curación. 

Misericordia

Misericordia, en hebreo se dice rajamím (רַחֲמִים) y proviene de la misma raíz que réjem (רֶחֶם), que significa útero. No es casualidad. La Biblia nos está diciendo que la misericordia de Dios no es solo un sentimiento: es un modo de mirar y de gestar.

Dios nos mira como quien cuida una vida que está creciendo; nos contempla en proceso, no solo como estamos hoy. Esta clave ilumina uno de los momentos más hondos de la Escritura. En el libro del Éxodo 33–34, cuando Dios se revela a Moisés, el texto dice que Dios “pasó”vaya’avor (וַיַּעֲבֹר)— proclamando sus atributos de misericordia.

Ese “pasar” está emparentado con ʿúbar (עוּבָר), que significa feto. Es decir, la misericordia de Dios es un paso que acompaña el crecimiento; no se queda fija en la caída, sino que se mueve para levantar, sostener y hacer crecer.

Por eso, podemos resumir el mensaje así: misericordia = útero + proceso + paso.

Dios no nos define por el error de hoy; nos mira por lo que podemos llegar a ser con su gracia. Así actúa Jesús en el Evangelio: no etiqueta, llama; no aplasta, levanta; no cancela, rehabilita.

Y esta es la invitación para nosotros. En la familia, en la comunidad, en el trabajo: mirar al otro como proceso. Cuántas veces reducimos a alguien a un momento: “es así”, “no cambia”. La misericordia rompe esas etiquetas y pregunta: “¿Qué puede llegar a ser esta persona?”. Y añade otra pregunta, más incómoda y necesaria: “¿Qué puedo hacer yo para que crezca?”.

 

Una Palabra que cura incluso a distancia

«Al verlos, le dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes»

 «καὶ ἰδὼν εἶπεν αὐτοῖς· πορευθέντες ἐπιδείξατε ἑαυτοὺς τοῖς ἱερεῦσιν»; «Y al verlos, les dijo: Yendo/id, presentaos vosotros mismos a los sacerdotes».

Jesús no se acerca ni los toca, sino que los limpia a distancia con su palabra, la misma palabra que hoy puede alcanzar nuestra lepra por muy lejos que estemos; les dice ‘Id’ y en ese envío va incluida la purificación, de modo que vayan a los sacerdotes, que son quienes verifican la curación y abren el regreso a la vida normal, incluso al Templo, cumpliendo así lo que pide la Torá y cerrando el círculo de la exclusión. (cfr. Lc 17,14; Lv 14)

La Palabra nos sana mientras andamos

Si seguimos leyendo como parábola, el camino se entiende mejor. Cuando la humanidad reconoce su herida y se fía del Evangelio, empieza un proceso real que no sucede de golpe, porque la palabra actúa mientras andamos, como a los diez, que quedaron limpios en el camino. También a nosotros se nos van borrando los signos de la lepra del pecado a medida que confiamos, obedecemos y avanzamos paso a paso, hasta volver a casa con una vida nueva.

La lepra desaparece cuando

salen de esos criterios enfermizos.

Cuando deciden salir del pueblo, la lepra empieza a apagarse. Dejan el lugar donde la vida se rige por criterios que enferman y dan el paso que la palabra de Jesús indica. Ese pueblo simboliza un modo de pensar centrado en uno mismo. Llamémoslo por su nombre. Egoísmo. Ahí germina la fealdad interior. Ahí se pega la lepra.

Al ponerse en camino se rompe ese círculo. La palabra de Jesús abre otra lógica. Pasar del yo primero al bien de todos. Del cálculo al cuidado. De la desconfianza a la obediencia confiada. Y mientras caminan, quedan purificados. Así lo cuenta Lucas y así ocurre también hoy cuando salimos de nuestros “pueblos” interiores y damos el paso que él nos sugiere.

 

¿Cómo explicar la reacción apesadumbrada de Jesús?

«Uno de ellos, viéndose curado, se volvió alabando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le dio las gracias. Era un samaritano. Dijo entonces Jesús: «¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios, sino este extranjero?» Y añadió: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

Hemos llegado al punto más delicado. Jesús se apena porque solo uno vuelve. «¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve?».

No es una queja porque no le dieran las gracias

No suena a queja por falta de cortesía. Sería raro en Jesús. Él mismo nos enseñó a amar gratis. Que tu mano derecha no se entere de lo que hace la izquierda. Haced el bien sin esperar nada. Lo suyo no es la contabilidad del agradecimiento (cfr. Mt 6,3; Lc 6,35).

Los otros nueve no reconocen

que Dios les haya sanado

y siguen sin hacer ningún cambio en su vida

Si pensamos con calma, los nueve hicieron justo lo mandado. Fueron a los sacerdotes. Les confirmaron la limpieza. Volvieron con sus familias. Es fácil imaginar que después buscaran a Jesús para darle las gracias. Entonces, qué duele en él. No que no regresaran enseguida a agradecer. Duele que no haya habido quien volviera a dar gloria a Dios. Ese es su punto. Reconocer en la palabra que purifica la presencia de Dios que se revela; reconocer que la Palabra que cura es Dios haciéndose presente; darse cuenta de que, cuando la palabra purifica, Dios se revela; percibir en la Palabra que nos limpia la acción misma de Dios; descubrir en esa palabra que limpia que Dios se está mostrando. No reconocen en lo ocurrido la acción de Dios ni se abren a la relación con Jesús. Cumplen la orden y siguen con su vida, pero sin alabanza, sin fe que mira más allá del beneficio recibido.

Gloria de Dios no es espectáculo de fuerza. Es la belleza de su rostro. Amor que se inclina. Ternura que levanta. Ahí está la revelación en este signo. Y la pregunta de Jesús descoloca. Solo uno lo percibe. Y es un extranjero. Lucas lo nombra ἀλλογενής. Extranjero de otra estirpe. El de fuera entra primero. Los de casa, educados por los profetas, se lo pierden por un momento.

Podemos sorprendernos de la poca finura espiritual de los nueve. Más que de su falta de gratitud. Lo que falta es sensibilidad para la gloria.

¿Captamos lo que Dios nos aporta?

Para captar el amor de Dios cuando pasa. Por eso conviene hacer una verificación en serio. No para culparnos. Para despertar. ¿Nos damos cuenta de cuánto ha contado el Evangelio en nuestra vida? Nos ha limpiado. Ha hecho más bella nuestra historia.

Piensa en lo tuyo. Tal vez puedes decir con paz. Ha sido una vida bella. No por placer sin medida. Bella porque la has vivido bien. Porque te has entregado. Has perdonado. Has sostenido a quien te necesitaba. Quizá alguien te lo ha dicho. Cómo haces para estar siempre disponible. Si algo de esto es verdad. ¿Hemos dado gloria a Dios por la luz recibida? ¿Hemos reconocido que fue su palabra la que nos fue haciendo personas hermosas por dentro?

Pasa también en lo común. Nos quejamos con razón del mal. Corrupción. Violencia. Hedonismo. Descuido de los frágiles. A la vez hay un océano de bien. El Evangelio ha cambiado el mundo y lo sigue cambiando. Defiende la vida entera. Sostiene la familia y la fidelidad. Empuja a la justicia y al compartir. Abre la mano al pobre. ¿Hemos dado gloria a Dios por esta purificación en marcha? (cfr. Lc 4,18-19; St 1,27)


 

Fe es adherirse con determinación al Señor

Entonces se entiende la palabra final a aquel hombre: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

Fe aquí no es emoción pasajera. Es adhesión a la palabra que te limpia. Confiar. Ponerse en camino. Volver a Dios con alabanza. Lo dice hoy también para nosotros. Si te fías de mi Palabra y sigues el camino que te muestro. Verás cómo lo que te afea se va borrando. El Evangelio te va purificando paso a paso. Hasta que la gloria de Dios se note en tu vida y en la de los tuyos.

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