Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Lc 17, 11-19
En tiempos de
Jesús, muchos en Israel pensaban que la enfermedad era un castigo por el pecado
(cfr. Ex 15, 26; Dt 28, 21-22; Dt 7, 15; Lv 26, 16; Nm 12, 10-15; Nm 21, 8-9; 2
Sm 24, 15-17; 2 Cr 26, 16-21; Sal 38, 4; Sal 32, 3-5; Sal 41, 5; Sal 107, 17-20;
Prov 3, 7-8; Mc 2, 5-11; Jn 5, 14; 1 Cor 11, 29-30; Sant 5, 14-16; Ap 2, 22; Jn
9, 1-3).
La
lepra era como un ajuste de cuentas
Confiaban en la
justicia de Dios. Como solo una minoría esperaba otra vida, colocaban el ajuste
de cuentas aquí. A la vista de todos. La señal eran las enfermedades. La peor,
la lepra. El leproso cargaba el estigma de ser la encarnación del pecado.
Lo
de dentro se mostraba al exterior
La piel herida se
leía como espejo del alma. Lo de fuera mostraba lo de dentro. Y se decía que
Dios hería con lepra a los envidiosos, a los arrogantes, a los ladrones, a los
culpables de homicidio, de juramentos falsos, de incesto (cfr. 2 Re 5, 25-27; 2
Cr 26, 19-21; 2 Sm 3, 29; Nm 12, 10-15).
Pensaban…
«se buscó su desgracia»
En hebreo, la
lepra se dice צָרַעַת (tzaraʿat), que deriva de la raíz צָרַע (tzara), “golpear”.
Y por eso el leproso no suscitaba compasión, porque “se había buscado su
desgracia” cometiendo pecados. Era una enfermedad incurable. Curar a un leproso
era como resucitar a un muerto, porque la lepra era la hermana de la muerte. El
historiador Flavio Josefo, en las Antigüedades judías, dice: “Los leprosos
no se diferencian de los cadáveres”.
Eran
unos excluidos hasta el extremo
En tiempos de la
Torá, quien tenía lepra [ צָרַעַת (tsaraʿat)], vivía con señales
visibles; tales como ropa rasgada, cabellera descuidada, el rostro cubierto
hasta el labio superior. Si alguien se acercaba, debía avisar; “Impuro,
impuro”; y vivir aparte, fuera del campamento. En los días de Jesús, eso se
traducía en quedarse a las afueras. Se quedaban en los bosques, se refugiaban
en cuevas, y si alguna alma generosa los llevaba de comer, dejaba la comida en
los márgenes del bosque; y luego ellos, cuando esa buena alma se alejaba, se
acercaban y tomaban la comida, pero no podían encontrarse con nadie. Dependían
de la ayuda de otros. Así evitaban el contacto. Así protegían a todos. (cfr. Lv
13,45-46).
Y
lo que era peor; no se sentían rechazados solo por los hombres, sino también
por Dios.
Se
pierde la sensibilidad
¿Por qué
comparamos al leproso con el pecador? No porque sean feos por fuera. Es porque
la lepra (λέπρα o צָרַעַת) quita sensibilidad. No mata de golpe. Apaga las
alarmas. Ya no notas qué te hace bien y qué te daña. Te quemas y no te enteras.
Te cortas y no lo sientes. Con el tiempo la persona se desfigura. Queda
irreconocible.
El pecado hace
algo parecido. Nos vuelve feos por dentro. No en la cara. En las relaciones. En
los pensamientos. En los gestos. Perdemos el gusto por el bien. Confundimos la
luz con la sombra. Llamamos bueno a lo que no lo es. Y al revés. Lo dijo Isaías
y nos toca hoy: «¡Ay, los que llaman bien al mal y mal al bien: que toman la
oscuridad por luz, y la luz por oscuridad; que dan lo amargo por dulce, y lo dulce
por amargo!» (cfr. Is 5,20). El profeta Isaías ruega al pueblo que luche
por recuperar la sensibilidad; volver a notar, volver a elegir bien y así volver
a ser hermosos por dentro.
Si
se pierde la sensibilidad moral uno se deforma
Cuando uno pierde
la sensibilidad moral comienza a arruinarse por dentro; se deforma, se
deshumaniza y se vuelve feo, no en la piel sino en la manera de pensar, de
tratar a los demás y de actuar. No muere de golpe, pero se hace irreconocible y
el rostro humano, el verdadero, se va borrando. Lo vemos en la corrupción, en
la violencia o en el uso de las personas como cosas; todos decimos qué feo es
eso, porque han perdido rasgos humanos, y a veces esa degradación interior
incluso asoma por fuera. Entonces aparece el reflejo de siempre, apartarnos,
como sugiere el dicho evitar a alguien como a un leproso.
Jesús
cura esa fealdad interior
Así miraban muchos
a los leprosos y a los pecadores en tiempos de Jesús. ¿Compartía Jesús esa
mirada? Jesús se acerca, toca, limpia y devuelve a la comunidad; con la lepra
se ve con nitidez cuando toca al leproso y lo reintegra, y con los pecadores
hace lo mismo al sentarse a la mesa, buscar al perdido, llamar por su nombre y
abrir un futuro distinto. Esa es su manera de curar la fealdad interior y de
recuperar lo humano que parecía perdido (cfr. Mc 1,40-45; Lc 5,12-16; Mt
9,10-13; Lc 15; Lc 19,1-10).
Se
trata de una magnífica catequesis
Al leer una
curación en los evangelios no buscamos solo información. Los evangelistas hacen
catequesis. Quieren alimentar la fe de su comunidad y la nuestra. Por eso
cuentan estos hechos con imágenes bíblicas. A veces insinúan escenas del
Antiguo Testamento. Otras las nombran de frente. Así, cada curación se vuelve
una parábola que nos habla hoy.
El texto de hoy
entra ahí. Iremos más allá del dato y sin negarlo. Miraremos el signo y lo que
significa. Qué revela de Jesús. Qué cambia en quien se encuentra con él. Y qué
paso nos invita a dar.
Los
leprosos es toda la humanidad
El relato dice que
Jesús entra en un pueblo y que diez leprosos salen a su encuentro, y como
crónica sorprende porque a los leprosos se les exigía vivir fuera y mantener
distancia, aunque el propio texto los sitúa lejos para respetar la norma. Si lo
leemos como parábola, en cambio, el detalle se vuelve transparente. Jesús entra
y quienes aparecen son leprosos, como si todo el pueblo estuviera marcado por
esa herida, y entonces surge la pregunta de a quién representan.
Los leprosos
representan a la humanidad que Jesús encuentra en su camino, una humanidad que
necesita ser purificada por su palabra. Basta recordar a quiénes se cruza en
los evangelios para ver el cuadro completo, porque son personas golpeadas por
el dolor, por la enfermedad, por el pecado y por el hambre, y también por
tantas miserias que acortan la vida y rompen los vínculos. Esa misma humanidad
es la nuestra hoy, y no hace falta hacer una lista interminable para
reconocerla, ya que todos conocemos las enfermedades y las guerras, la
violencia y la injusticia, las marginaciones y los abusos que nos rodean. Ahí
es donde Jesús entra, ahí es donde lo esperan, y ahí comienza la historia de
los diez y también la nuestra.
Una
humanidad leprosa que necesita
ser
limpiada por la Palabra de Dios
¿No es verdad que
vivimos como una humanidad leprosa que necesita ser limpiada por la palabra del
Evangelio? Lo notamos en nuestras relaciones y también en la casa común. El
egoísmo ha contagiado la creación. Hemos herido montes y mares, ensuciado ríos
y aire, y la creación gime esperando ser liberada. El Evangelio no solo cura
personas. También nos enseña a cuidar. A dejar de usar y tirar. A pasar del
daño al servicio. A trabajar la tierra y guardarla, como un encargo que honra a
Dios y hace bien a todos (cfr. Rm 8,19-22; Gn 2,15).
Salir
de «este pueblo»
Salir
del mundo viejo
He aquí la
necesidad de salir de ese “pueblo”. En los evangelios el pueblo es el símbolo
del mundo viejo, marcado por criterios que no sanan; de ahí la invitación a
salir para encontrarnos con la palabra que cura. Jesús, cuando se topa con el
sordo con dificultad para hablar, no lo sana delante de todos; lo aparta de la
gente y allí le abre los oídos y la lengua. Quiere que escuche de otro modo,
sin el ruido que confunde y sin el juicio común que no es el suyo. El mensaje
que transforma no suele ser el que circula en las conversaciones de siempre ni
en las redes; nace del encuentro con él (cfr. Mc 7,31-37).
Algo parecido sucede en Betsaida. Jesús
toma de la mano al ciego y lo saca fuera de la aldea; después de curarlo le
pide que no vuelva al pueblo. Es una imagen potente. Si regresas al mismo
ambiente, verás como antes; yo te he abierto los ojos para que veas bien, para
que valores la vida de otra manera. Salir del “pueblo” significa dejar los
criterios que nos enferman y aprender la mirada de Cristo, que devuelve
claridad, libertad y gusto por lo bueno (cfr. Mc 8,22-26).
El
simbolismo del número Diez
No aparece un solo
leproso, salen diez, y en la Escritura el diez suele evocar la totalidad,
basta pensar en el Decálogo, y en la tradición de Israel es el mínimo para
una asamblea que ora en la sinagoga; así que el número apunta a todos.
Diez leprosos
significan la humanidad entera herida, piel marcada que pide limpieza,
corazón que necesita palabra que sane.
Nos
apunta un primer milagro…
El evangelista Lucas
nos está diciendo que estamos en ese grupo, ninguno es del todo puro, todos
llevamos señales de muerte que solo el Evangelio puede curar. Esta conciencia
derriba muros, porque en el grupo hay galileos y samaritanos y ya sabemos cómo
se miran cuando se creen justos, se desprecian, se separan, incluso se
combaten, pero cuando reconocen que comparten la misma herida empiezan a
sostenerse, dejan de etiquetarse y se vuelven compañeros de camino. Ahí
asoma el primer milagro, la humildad que nos junta y nos abre a la gracia.
La
amistad con Jesús comienza con un nombre
¿Qué pasa después?
Se detienen a distancia y gritan “Ἰησοῦ, ἐπιστάτα, ἐλέησον ἡμᾶς” (Iesoú,
epistáta, eléison hemâs), que significa “Jesús, maestro, ten misericordia de
nosotros”. Respetan la distancia que manda la ley, pero cambian el grito.
No dicen “Impuro, impuro”, como en Levítico, sino que invocan a Jesús
por su nombre y le hablan de tú. Piden misericordia y lo hacen juntos, como
quien sabe que solo no llega. (cfr. Lc 17,12-13; Lv 13,45)
En Lucas son muy
pocos los que se atreven a llamarlo así. Está el ciego de Jericó que clama “Ἰησοῦ
υἱὲ Δαυίδ, ἐλέησόν με” (Iesoú huiè Dauíd, eléisón me), “Jesús, Hijo de
David, ten misericordia de mí”. Está el malhechor que reza en la cruz “Ἰησοῦ,
μνήσθητί μου ὅταν ἔλθῃς εἰς τὴν βασιλείαν σου” (Iesoú, mnéstheti mou, ótan
élthēs eis tén basileían sou), “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu
reino”. Paradójicamente, también los demonios pronuncian su nombre, aunque
con miedo y rechazo, como en “Ἔα, τί ἡμῖν καὶ σοί, Ἰησοῦ Ναζαρηνέ… οἶδά σε τίς
εἶ, ὁ ἅγιος τοῦ θεοῦ” (Éa, tí hemîn kaì soí, Iesoú Nazarēné… oída se tís eî, ho
hágios tou theoû), “Ah, qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno… sé
quién eres, el Santo de Dios”. La diferencia está en el corazón. Quien
sufre lo invoca con confianza. Quien se cierra lo teme. Y al final, los que lo
llaman por su nombre con fe no son los perfectos. Son heridos, pobres,
pecadores. Los que saben que necesitan ayuda. Ahí nace la amistad. Ahí empieza
la curación. (cfr. Lc 18,38-39; Lc 23,42; Lc 4,34)
Le
piden misericordia
No le piden la curación, porque saben que de la lepra nadie sale por sí mismo. Le piden misericordia. “Ἰησοῦ, ἐπιστάτα, ἐλέησον ἡμᾶς” (Iesoú, epistáta, eléison hemâs), que significa «Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros». Es decir, míranos con entrañas, toma en serio nuestra herida y nuestra vida. Son personas apartadas por la sociedad, lejos de la casa, de los afectos y de los gestos más sencillos. Pensemos en el dolor de no poder recibir una caricia o un abrazo, y en la sospecha que muerde por dentro, la de que ni siquiera Dios quiera tocarles. Por eso su oración es tan honda. No piden un truco médico. Piden ser mirados, acogidos y devueltos a la vida. Ahí empieza toda curación.
Misericordia
Misericordia, en
hebreo se dice rajamím (רַחֲמִים) y proviene de la misma raíz que réjem
(רֶחֶם), que significa útero. No es casualidad. La Biblia nos está
diciendo que la misericordia de Dios no es solo un sentimiento: es un modo
de mirar y de gestar.
Dios nos mira como
quien cuida una vida que está creciendo; nos contempla en proceso, no
solo como estamos hoy. Esta clave ilumina uno de los momentos más hondos de la
Escritura. En el libro del Éxodo 33–34, cuando Dios se revela a Moisés, el
texto dice que Dios “pasó” —vaya’avor (וַיַּעֲבֹר)— proclamando
sus atributos de misericordia.
Ese “pasar” está
emparentado con ʿúbar (עוּבָר), que significa feto. Es decir, la misericordia
de Dios es un paso que acompaña el crecimiento; no se queda fija
en la caída, sino que se mueve para levantar, sostener y hacer
crecer.
Por eso, podemos
resumir el mensaje así: misericordia = útero + proceso + paso.
Dios no nos define
por el error de hoy; nos mira por lo que podemos llegar a ser con su
gracia. Así actúa Jesús en el Evangelio: no etiqueta, llama; no aplasta,
levanta; no cancela, rehabilita.
Y esta es la
invitación para nosotros. En la familia, en la comunidad, en el trabajo: mirar
al otro como proceso. Cuántas veces reducimos a alguien a un momento: “es
así”, “no cambia”. La misericordia rompe esas etiquetas y pregunta: “¿Qué puede
llegar a ser esta persona?”. Y añade otra pregunta, más incómoda y necesaria: “¿Qué
puedo hacer yo para que crezca?”.
Una Palabra que cura incluso a distancia
«Al verlos, le dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes»
Jesús no se acerca
ni los toca, sino que los limpia a distancia con su palabra, la misma palabra
que hoy puede alcanzar nuestra lepra por muy lejos que estemos; les dice ‘Id’
y en ese envío va incluida la purificación, de modo que vayan a los sacerdotes,
que son quienes verifican la curación y abren el regreso a la vida normal,
incluso al Templo, cumpliendo así lo que pide la Torá y cerrando el círculo de
la exclusión. (cfr. Lc 17,14; Lv 14)
La
Palabra nos sana mientras andamos
Si seguimos
leyendo como parábola, el camino se entiende mejor. Cuando la humanidad
reconoce su herida y se fía del Evangelio, empieza un proceso real que no
sucede de golpe, porque la palabra actúa mientras andamos, como a los diez, que
quedaron limpios en el camino. También a nosotros se nos van borrando los
signos de la lepra del pecado a medida que confiamos, obedecemos y avanzamos
paso a paso, hasta volver a casa con una vida nueva.
La
lepra desaparece cuando
salen
de esos criterios enfermizos.
Cuando deciden
salir del pueblo, la lepra empieza a apagarse. Dejan el lugar donde la vida se
rige por criterios que enferman y dan el paso que la palabra de Jesús indica. Ese
pueblo simboliza un modo de pensar centrado en uno mismo. Llamémoslo por su
nombre. Egoísmo. Ahí germina la fealdad interior. Ahí se pega la lepra.
Al ponerse en
camino se rompe ese círculo. La palabra de Jesús abre otra lógica. Pasar del yo
primero al bien de todos. Del cálculo al cuidado. De la desconfianza a la
obediencia confiada. Y mientras caminan, quedan purificados. Así lo cuenta
Lucas y así ocurre también hoy cuando salimos de nuestros “pueblos”
interiores y damos el paso que él nos sugiere.
¿Cómo
explicar la reacción apesadumbrada de Jesús?
«Uno de ellos, viéndose curado, se volvió alabando a Dios
en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le dio las
gracias. Era un samaritano. Dijo entonces Jesús: «¿No
quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido quien
volviera a dar gloria a Dios, sino este extranjero?» Y añadió: «Levántate y
vete; tu fe te ha salvado».
Hemos llegado al
punto más delicado. Jesús se apena porque solo uno vuelve. «¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros
nueve?».
No
es una queja porque no le dieran las gracias
No suena a queja
por falta de cortesía.
Sería raro en Jesús. Él mismo nos enseñó a amar gratis. Que tu mano derecha no
se entere de lo que hace la izquierda. Haced el bien sin esperar nada. Lo suyo
no es la contabilidad del agradecimiento (cfr. Mt 6,3; Lc 6,35).
Los
otros nueve no reconocen
que
Dios les haya sanado
y
siguen sin hacer ningún cambio en su vida
Si pensamos con
calma, los nueve hicieron justo lo mandado. Fueron a los sacerdotes. Les
confirmaron la limpieza. Volvieron con sus familias. Es fácil imaginar que
después buscaran a Jesús para darle las gracias. Entonces, qué duele en él. No
que no regresaran enseguida a agradecer. Duele que no haya habido quien
volviera a dar gloria a Dios. Ese es su punto. Reconocer en la palabra que
purifica la presencia de Dios que se revela; reconocer que la Palabra que cura
es Dios haciéndose presente; darse cuenta de que, cuando la palabra purifica,
Dios se revela; percibir en la Palabra que nos limpia la acción misma de Dios; descubrir
en esa palabra que limpia que Dios se está mostrando. No reconocen en lo
ocurrido la acción de Dios ni se abren a la relación con Jesús. Cumplen la
orden y siguen con su vida, pero sin alabanza, sin fe que mira más allá del
beneficio recibido.
Gloria de Dios no
es espectáculo de fuerza. Es la belleza de su rostro. Amor que se inclina.
Ternura que levanta. Ahí está la revelación en este signo. Y la pregunta de
Jesús descoloca. Solo uno lo percibe. Y es un extranjero. Lucas lo nombra ἀλλογενής.
Extranjero de otra estirpe. El de fuera entra primero. Los de casa, educados
por los profetas, se lo pierden por un momento.
Podemos
sorprendernos de la poca finura espiritual de los nueve. Más que de su falta de
gratitud. Lo que falta es sensibilidad para la gloria.
¿Captamos
lo que Dios nos aporta?
Para captar el
amor de Dios cuando pasa. Por eso conviene hacer una verificación en serio. No
para culparnos. Para despertar. ¿Nos damos cuenta de cuánto ha contado el
Evangelio en nuestra vida? Nos ha limpiado. Ha hecho más bella nuestra
historia.
Piensa en lo tuyo.
Tal vez puedes decir con paz. Ha sido una vida bella. No por placer sin medida.
Bella porque la has vivido bien. Porque te has entregado. Has perdonado. Has
sostenido a quien te necesitaba. Quizá alguien te lo ha dicho. Cómo haces para
estar siempre disponible. Si algo de esto es verdad. ¿Hemos dado gloria a Dios
por la luz recibida? ¿Hemos reconocido que fue su palabra la que nos fue
haciendo personas hermosas por dentro?
Pasa también en lo
común. Nos quejamos con razón del mal. Corrupción. Violencia. Hedonismo.
Descuido de los frágiles. A la vez hay un océano de bien. El Evangelio ha
cambiado el mundo y lo sigue cambiando. Defiende la vida entera. Sostiene la
familia y la fidelidad. Empuja a la justicia y al compartir. Abre la mano al
pobre. ¿Hemos dado gloria a Dios por esta purificación en marcha? (cfr. Lc
4,18-19; St 1,27)
Fe
es adherirse con determinación al Señor
Entonces se
entiende la palabra final a aquel hombre: «Levántate
y vete; tu fe te ha salvado».
Fe aquí no es
emoción pasajera. Es adhesión a la palabra que te limpia. Confiar. Ponerse en
camino. Volver a Dios con alabanza. Lo dice hoy también para nosotros. Si te
fías de mi Palabra y sigues el camino que te muestro. Verás cómo lo que te afea
se va borrando. El Evangelio te va purificando paso a paso. Hasta que la gloria
de Dios se note en tu vida y en la de los tuyos.
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