Domingo XVI del Tiempo Ordinario,
Ciclo B 21.07.2024
Estos domingos pasados hemos
reflexionado cómo Jesús fue rechazado en su propio pueblo, en Nazaret. No fue
un éxito lo que obtuvo. Le llegaron a decir pero tú ¿quién te crees que eres? Hace
poco fuiste un carpintero y ahora dices saber más que los escribas y los fariseos. Y los discípulos fueron testigos
de todas estas escenas, en las que ellos se quedaron perplejos, desconcertados.
Y es muy posible que algunos o muchos de ellos, en el viaje de regreso a
Cafarnaúm pensaran que quizás lo mejor fuera dejarlo todo y retomar la vida que
uno tenía antes, porque si ni siquiera sus parientes y compañeros de pueblo le
quieren ¿por qué yo le tengo que creer? ¿Merece la pena involucrarse en ese
proyecto del mundo nuevo que Jesús nos plantea? Quizás sea lo mejor volver a
ser pescadores en el mar de Galilea. Los Doce y los discípulos están ahora en
el momento de la decepción, del desánimo.
Algo parecido nos pasa a nosotros, los presbíteros,
religiosas, catequistas…cuando nos damos cuenta que nuestra dedicación, nuestro
esfuerzo no sólo no son reconocidos ni son valorados, llegándonos a maravillar
por ciertas incomprensiones y ante ciertos malentendidos. La catequista que
dedica horas para preparar la lección del catecismo y o bien no acuden los
chicos o bien se acerca una madre diciéndola que acabe pronto porque su hijo se
tiene que ir a jugar un partido de futbol. ¿Cómo es posible que los creyentes no se den
cuenta del tesoro del Evangelio que estamos entregando a esos sus hijos? Y nos
encontramos con esta incomprensión.
¿Cómo reaccionó Jesús ante este rechazo? Jesús no
perdió en tiempo en lamentos o en quejas, sino que involucró inmediatamente a
los Doce en una exigente misión de anunciar el Evangelio y expulsar demonios. Jesús
no les dejó tiempo para desmoralizarse ni para abandonarse al desánimo.
En el evangelio de hoy (Mc 6, 30-34) se nos cuenta su
primera experiencia como evangelizadores. La misión que Jesús encomendó a los
Doce no es diversa a la que estamos llamados a hacer hoy. Como ellos recibimos
de Jesús dos tareas: anunciar el Evangelio y expulsar a los demonios. Y una vez
que uno ha trabajado en esa tarea encomendada el evangelista Mateo nos dice que
‘tú también debes en algún momento de parar, tienes que detener la hermosa
tarea de la evangelización porque es necesario hacer una verificación de lo que
estás haciendo y de lo que están anunciando. Los Doce se reúnen en torno a
Jesús y le dijeron todo lo que habían
hecho y enseñado. Marcos no nos habla del éxito de los Doce en la misión
anunciar el Evangelio; sin embargo Lucas sí. Lucas (Lc 10, 17) nos informa que
regresaron radiantes de alegría porque habían comprobado que donde había
llegado el anuncio del Evangelio los demonios desaparecieron. El evangelista
Marcos nos cuenta cómo lo hicieron ellos, que los Doce se reúnen con Jesús para
compartir con él lo que ellos están haciendo y enseñando. Siempre que se
anuncia la Palabra de Dios, el demonio huye. El Evangelio sana el mundo. Donde
llega la Palabra de Dios el demonio debe desaparecer. El demonio del egoísmo
dice aprovéchate de los que son más débiles, a lo que llega el Evangelio que es
más fuerte que el demonio del egoísmo y te dice que te pongas al servicio del
hermano necesitado. El demonio del egoísmo debe escapar. El demonio del orgullo
que te dice que alces la voz, amenaza con vengarte, a lo que viene el Evangelio
que te dice que dialogues, ama.
Nosotros podemos contar a Jesús que nuestra actividad
apostólica hace desaparecer estos demonios. Que donde ha llegado el Evangelio
las palabras duras no se dan, que el hambre la miseria ha desaparecido Que
donde el Evangelio ha calado la violencia, la vida inmoral y las divisiones se
han disipado. Si esto no se diera el Evangelio habría perdido su eficacia y
esto lo tenemos que descartar. Tal vez pueda ocurrir que nuestra actividad
apostólica esté tan absorbida de tantas iniciativas que hayamos dejado
marginado el anuncio. O tal vez estamos anunciando el Evangelio un tanto soso,
descafeinado, distorsionado, un tanto adaptado a los criterios de este mundo, y
por eso ya no les afecta a los demonios: El criterio para evaluar la autenticidad
de nuestro trabajo pastoral. ¿Anunciamos el mensaje del Evangelio o un discurso
evanescente, tenue, flojo que deja tranquilo a los demonios? El ladrón oye la
Palabra y se queda tranquilo; el maltratado oye la Palabra y se queda sereno;
el extorsionador oye la Palabra y se siente satisfecho… evidentemente es un mensaje adaptado a los
criterios de este mundo. Tal vez hayamos arrancado las páginas del Evangelio
que más nos han molestado, pero corremos el riesgo que quedarnos únicamente con
las tapas de la Biblia. Aquí está la necesidad de contrastar con el Maestro la
tarea que desempeñamos con su propia Palabra para evitar correr el riesgo de
trabajar en vano.
Jesús desea estar en un lugar únicamente con sus
discípulos. Esto era algo normal –y así lo recoge Marcos- que aprovecha la
tarde para explicar en privado a los discípulos lo que había dicho previamente
a todos. Jesús llama a los Doce al desierto, al silencio, a la soledad. La
relación que Jesús establece con nosotros no es la del empresario y trabajador,
sino la relación de los amantes que necesitan crear momentos de intimidad en
los que se profundizan mutuamente en ese conocimiento, en sus sueños, en sus
esperanzas, sus expectativas… Jesús nos está llamando a la oración, porque la
oración es el diálogo entre amantes, donde uno desea poner en sintonía todo lo
que es, lo que anhela y tiene con el Señor. Si cultivamos esos momentos de
oración nos moveremos, con nuestros
razonamientos y pensamientos e impulsos, a la luz del Señor. Si conocemos el
Evangelio sabemos como Él piensa, cómo razona y ama.
Jesús dice «descansar un
poco». No es
la recomendación de ‘tómate unos días libres porque después de descansar
podemos retomar con nuestro trabajo. El objetivo del deseado descanso al que
nos invita Jesucristo es la recuperación de la paz, de la tranquilidad
interior, de la serenidad del alma. El Señor nos llama a «descansar un poco» para hablar de esas decisiones dictadas desde el
orgullo, de los celos, de la envidia, de la codicia que nos ha robado la paz en
el corazón. El problema reside en que nos podemos dejarnos guiar por esos demonios
y nos termina deshumanizando y no nos permite disfrutar de este descanso.
El domingo, cuando celebramos la Eucaristía y partimos
el pan eucarístico y nos alimentamos con su Palabra, es el día del descanso en
el que recuperamos nuestra vida de tan frenética actividad durante toda la
semana. La Eucaristía es el momento que llena de significado no sólo la semana,
sino toda nuestra vida.
Nos dice la Palabra que «eran tantos los que iban y venían, que no encontraban
tiempo no para comer».
Esa gente que iba y venía no sabía
exactamente lo que querían o esperaban de Jesús. De esa gente no se nos dice
que fueran a escucharle, sino que únicamente iban y venían. El evangelista
desea destacar que la excesiva exterioridad no favorece la verdadera relación
con el Señor. De hecho, en este contexto Jesús con sus apóstoles se fueron en
barca a un lugar apartado. La masificación, el hacer lo que todos hacen sin la
pertinente reflexión, el dejarse llevar por las tradiciones y costumbres…no
suele ayudar. Los discípulos van con la barca hacia un lugar desierto, un lugar
de silencio. Jesús desea que entremos en la dinámica de acudir al desierto, al
lugar de oración después de la actividad pastoral diaria para caer en la cuenta
las motivaciones auténticas del proceder.
Cuando nos dice la palabra «que no encontraban tiempo ni para comer» nos recuerda que los tiempos deben ser reconsiderados
con el Señor. Todo el tiempo es para el Señor, pero eso no significa que todo
el tiempo sea para la actividad, sino que lo importante es estar con Él, en su
presencia.
Cuando desembarcan porque habían llegado a su destino
se encuentran a la gente que les espera. Llama la atención que mucha gente, de
todas las aldeas fueran corriendo y andando hasta el lugar donde había
desembarcado Jesús y sus discípulos. ¿Cómo sabían que Jesús iba a estar allí en
ese momento? Recordemos que no existían teléfonos ni ningún tipo de mensajería
instantánea. ¿Qué quiere decirnos el evangelista con todo esto? La barca
representa a la Iglesia y la multitud que va corriendo en busca de Jesús
representa al mundo que desea encontrar el sentido de la vida, el sentido de lo
que hacen, la razón de ser de las cosas cotidianas. ¿Cómo actúa Jesús ante
esto? Tres verbos: Primero, Jesús sale de la barca, ‘desembarcó’. Jesús no se
aleja de la barca, va hacia la multitud y se involucra, comprender las
necesidades de la gente. Jesús, como sal y levadura se adentra en medio de la
multitud para transformar desde dentro la realidad personal de cada uno. Jesús
se enfrenta a la realidad humana, la cual está enferma en el cuerpo y en el
espíritu.
El segundo verbo es que Jesús vio a la multitud, ‘vio
una multitud’. Es una invitación a que no cierres los ojos ante todas aquellas
personas necesitadas. Es velar por el bien del hermano, el estar pendiente del
otro por amor a Cristo.
El tercer verbo es ‘sentir compasión’. Esa compasión
típica y característica en el Antiguo Testamento para Dios; en el Nuevo
Testamento se aplica sólo a Jesús. Jesús se involucra apasionadamente en
nuestros problemas. Hoy se habla mucho de la empatía, pero Jesús va más allá:
Amaos los unos a los otros como yo os he amado. Recordemos las recomendaciones
de San Pablo: «Amaos
de verdad unos a otros como hermanos y rivalizad en la mutua estima. No seáis
perezosos para el esfuerzo; manteneos fervientes en el espíritu y prontos para
el servicio del Señor»
(Cfr. Rm 12, 10-14). El discípulo de Cristo se ha de involucrar en las
necesidades de los demás.
Jesús se conmueve, se compadece de toda esa multitud
porque se comportan como ovejas que no tienen pastor. Todos sabemos que las
ovejas ven muy poco, como mucho su visión llegará a los cinco o seis metros. Si
estas ovejas no tienen a un guía que vaya por delante de ellas van perdidas y
donde van una van todas detrás. Si la primera se dirige a un precipicio todas
van detrás de ella al precipicio o al barranco. Jesús atribuye la mala
situación de la gente de su pueblo a la falta de pastores. Pero lo cierto es
que pastores había y muchos: escribas, fariseos y sacerdotes del Templo cuyo
trabajo era liderar y cuidar a la gente según la Ley del Señor, pero a ellos no
les importaba el pueblo, lo que les interesaba eran sus intereses propios. Y
Jesús es el primero en denunciar la indignidad de los pastores. El capítulo 34 del
libro de Ezequiel encontramos algunas de las acusaciones más graves que
pronuncia el profeta. Dice que es culpa del pastor el que las ovejas estén en
desorden y se conviertan en presas de todas las fieras salvajes. Cuando los
pastores no cumplen con su cometido los ladrones y los bandidos están
inmediatamente delante de ellas –de las ovejas- y lo hacen por su propio
interés, para explotar y aprovecharse de las ovejas. Estos malos pastores les
ofertan alegrías, perspectivas de vida ilusoria y efímera y las ovejas fácilmente
se van seducidas hacia ellos y son encaminadas por los caminos de muerte y no
los de la vida. La gente tiene su responsabilidad personal a la hora de adherirse
a estos falsos pastores.
Jesús no reprende a la gente, únicamente siente
compasión, y este es el único sentimiento que el discípulo ha de cultivar: la
misericordia, la comprensión por las fragilidades, las debilidades, las
pérdidas. Jesús no se lamenta de la situación de cada una de esas ovejas, no se
queja, ni acusa, ni maldice contra los
responsables. Jesús predica el Evangelio ya que el anuncio del Evangelio es la
única terapia para ponernos manos a la obra para transformar desde dentro las
realidades y vaciarnos de los demonios y llenarnos por entero del Espíritu
Santo de Dios.
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