sábado, 20 de julio de 2024

Homilía del Domingo XVI del Tiempo Ordinario Ciclo b 21.07.2024

 


Domingo XVI del Tiempo Ordinario, 

Ciclo B    21.07.2024

 

            Estos domingos pasados hemos reflexionado cómo Jesús fue rechazado en su propio pueblo, en Nazaret. No fue un éxito lo que obtuvo. Le llegaron a decir pero tú ¿quién te crees que eres? Hace poco fuiste un carpintero y ahora dices saber más que los escribas  y los fariseos. Y los discípulos fueron testigos de todas estas escenas, en las que ellos se quedaron perplejos, desconcertados. Y es muy posible que algunos o muchos de ellos, en el viaje de regreso a Cafarnaúm pensaran que quizás lo mejor fuera dejarlo todo y retomar la vida que uno tenía antes, porque si ni siquiera sus parientes y compañeros de pueblo le quieren ¿por qué yo le tengo que creer? ¿Merece la pena involucrarse en ese proyecto del mundo nuevo que Jesús nos plantea? Quizás sea lo mejor volver a ser pescadores en el mar de Galilea. Los Doce y los discípulos están ahora en el momento de la decepción, del desánimo.

Algo parecido nos pasa a nosotros, los presbíteros, religiosas, catequistas…cuando nos damos cuenta que nuestra dedicación, nuestro esfuerzo no sólo no son reconocidos ni son valorados, llegándonos a maravillar por ciertas incomprensiones y ante ciertos malentendidos. La catequista que dedica horas para preparar la lección del catecismo y o bien no acuden los chicos o bien se acerca una madre diciéndola que acabe pronto porque su hijo se tiene que ir a jugar un partido de futbol.  ¿Cómo es posible que los creyentes no se den cuenta del tesoro del Evangelio que estamos entregando a esos sus hijos? Y nos encontramos con esta incomprensión.

¿Cómo reaccionó Jesús ante este rechazo? Jesús no perdió en tiempo en lamentos o en quejas, sino que involucró inmediatamente a los Doce en una exigente misión de anunciar el Evangelio y expulsar demonios. Jesús no les dejó tiempo para desmoralizarse ni para abandonarse al desánimo.

En el evangelio de hoy (Mc 6, 30-34) se nos cuenta su primera experiencia como evangelizadores. La misión que Jesús encomendó a los Doce no es diversa a la que estamos llamados a hacer hoy. Como ellos recibimos de Jesús dos tareas: anunciar el Evangelio y expulsar a los demonios. Y una vez que uno ha trabajado en esa tarea encomendada el evangelista Mateo nos dice que ‘tú también debes en algún momento de parar, tienes que detener la hermosa tarea de la evangelización porque es necesario hacer una verificación de lo que estás haciendo y de lo que están anunciando. Los Doce se reúnen en torno a Jesús  y le dijeron todo lo que habían hecho y enseñado. Marcos no nos habla del éxito de los Doce en la misión anunciar el Evangelio; sin embargo Lucas sí. Lucas (Lc 10, 17) nos informa que regresaron radiantes de alegría porque habían comprobado que donde había llegado el anuncio del Evangelio los demonios desaparecieron. El evangelista Marcos nos cuenta cómo lo hicieron ellos, que los Doce se reúnen con Jesús para compartir con él lo que ellos están haciendo y enseñando. Siempre que se anuncia la Palabra de Dios, el demonio huye. El Evangelio sana el mundo. Donde llega la Palabra de Dios el demonio debe desaparecer. El demonio del egoísmo dice aprovéchate de los que son más débiles, a lo que llega el Evangelio que es más fuerte que el demonio del egoísmo y te dice que te pongas al servicio del hermano necesitado. El demonio del egoísmo debe escapar. El demonio del orgullo que te dice que alces la voz, amenaza con vengarte, a lo que viene el Evangelio que te dice que dialogues, ama.

Nosotros podemos contar a Jesús que nuestra actividad apostólica hace desaparecer estos demonios. Que donde ha llegado el Evangelio las palabras duras no se dan, que el hambre la miseria ha desaparecido Que donde el Evangelio ha calado la violencia, la vida inmoral y las divisiones se han disipado. Si esto no se diera el Evangelio habría perdido su eficacia y esto lo tenemos que descartar. Tal vez pueda ocurrir que nuestra actividad apostólica esté tan absorbida de tantas iniciativas que hayamos dejado marginado el anuncio. O tal vez estamos anunciando el Evangelio un tanto soso, descafeinado, distorsionado, un tanto adaptado a los criterios de este mundo, y por eso ya no les afecta a los demonios: El criterio para evaluar la autenticidad de nuestro trabajo pastoral. ¿Anunciamos el mensaje del Evangelio o un discurso evanescente, tenue, flojo que deja tranquilo a los demonios? El ladrón oye la Palabra y se queda tranquilo; el maltratado oye la Palabra y se queda sereno; el extorsionador oye la Palabra y se siente satisfecho…  evidentemente es un mensaje adaptado a los criterios de este mundo. Tal vez hayamos arrancado las páginas del Evangelio que más nos han molestado, pero corremos el riesgo que quedarnos únicamente con las tapas de la Biblia. Aquí está la necesidad de contrastar con el Maestro la tarea que desempeñamos con su propia Palabra para evitar correr el riesgo de trabajar en vano.

Jesús desea estar en un lugar únicamente con sus discípulos. Esto era algo normal –y así lo recoge Marcos- que aprovecha la tarde para explicar en privado a los discípulos lo que había dicho previamente a todos. Jesús llama a los Doce al desierto, al silencio, a la soledad. La relación que Jesús establece con nosotros no es la del empresario y trabajador, sino la relación de los amantes que necesitan crear momentos de intimidad en los que se profundizan mutuamente en ese conocimiento, en sus sueños, en sus esperanzas, sus expectativas… Jesús nos está llamando a la oración, porque la oración es el diálogo entre amantes, donde uno desea poner en sintonía todo lo que es, lo que anhela y tiene con el Señor. Si cultivamos esos momentos de oración  nos moveremos, con nuestros razonamientos y pensamientos e impulsos, a la luz del Señor. Si conocemos el Evangelio sabemos como Él piensa, cómo razona y ama.

Jesús dice «descansar un poco». No es la recomendación de ‘tómate unos días libres porque después de descansar podemos retomar con nuestro trabajo. El objetivo del deseado descanso al que nos invita Jesucristo es la recuperación de la paz, de la tranquilidad interior, de la serenidad del alma. El Señor nos llama a «descansar un poco» para hablar de esas decisiones dictadas desde el orgullo, de los celos, de la envidia, de la codicia que nos ha robado la paz en el corazón. El problema reside en que nos podemos dejarnos guiar por esos demonios y nos termina deshumanizando y no nos permite disfrutar de este descanso.

El domingo, cuando celebramos la Eucaristía y partimos el pan eucarístico y nos alimentamos con su Palabra, es el día del descanso en el que recuperamos nuestra vida de tan frenética actividad durante toda la semana. La Eucaristía es el momento que llena de significado no sólo la semana, sino toda nuestra vida.  

Nos dice la Palabra que «eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo no para comer». Esa gente que iba  y venía no sabía exactamente lo que querían o esperaban de Jesús. De esa gente no se nos dice que fueran a escucharle, sino que únicamente iban y venían. El evangelista desea destacar que la excesiva exterioridad no favorece la verdadera relación con el Señor. De hecho, en este contexto Jesús con sus apóstoles se fueron en barca a un lugar apartado. La masificación, el hacer lo que todos hacen sin la pertinente reflexión, el dejarse llevar por las tradiciones y costumbres…no suele ayudar. Los discípulos van con la barca hacia un lugar desierto, un lugar de silencio. Jesús desea que entremos en la dinámica de acudir al desierto, al lugar de oración después de la actividad pastoral diaria para caer en la cuenta las motivaciones auténticas del proceder.

Cuando nos dice la palabra «que no encontraban tiempo ni para comer» nos recuerda que los tiempos deben ser reconsiderados con el Señor. Todo el tiempo es para el Señor, pero eso no significa que todo el tiempo sea para la actividad, sino que lo importante es estar con Él, en su presencia.

Cuando desembarcan porque habían llegado a su destino se encuentran a la gente que les espera. Llama la atención que mucha gente, de todas las aldeas fueran corriendo y andando hasta el lugar donde había desembarcado Jesús y sus discípulos. ¿Cómo sabían que Jesús iba a estar allí en ese momento? Recordemos que no existían teléfonos ni ningún tipo de mensajería instantánea. ¿Qué quiere decirnos el evangelista con todo esto? La barca representa a la Iglesia y la multitud que va corriendo en busca de Jesús representa al mundo que desea encontrar el sentido de la vida, el sentido de lo que hacen, la razón de ser de las cosas cotidianas. ¿Cómo actúa Jesús ante esto? Tres verbos: Primero, Jesús sale de la barca, ‘desembarcó’. Jesús no se aleja de la barca, va hacia la multitud y se involucra, comprender las necesidades de la gente. Jesús, como sal y levadura se adentra en medio de la multitud para transformar desde dentro la realidad personal de cada uno. Jesús se enfrenta a la realidad humana, la cual está enferma en el cuerpo y en el espíritu.

El segundo verbo es que Jesús vio a la multitud, ‘vio una multitud’. Es una invitación a que no cierres los ojos ante todas aquellas personas necesitadas. Es velar por el bien del hermano, el estar pendiente del otro por amor a Cristo.

El tercer verbo es ‘sentir compasión’. Esa compasión típica y característica en el Antiguo Testamento para Dios; en el Nuevo Testamento se aplica sólo a Jesús. Jesús se involucra apasionadamente en nuestros problemas. Hoy se habla mucho de la empatía, pero Jesús va más allá: Amaos los unos a los otros como yo os he amado. Recordemos las recomendaciones de San Pablo: «Amaos de verdad unos a otros como hermanos y rivalizad en la mutua estima. No seáis perezosos para el esfuerzo; manteneos fervientes en el espíritu y prontos para el servicio del Señor» (Cfr. Rm 12, 10-14). El discípulo de Cristo se ha de involucrar en las necesidades de los demás.

Jesús se conmueve, se compadece de toda esa multitud porque se comportan como ovejas que no tienen pastor. Todos sabemos que las ovejas ven muy poco, como mucho su visión llegará a los cinco o seis metros. Si estas ovejas no tienen a un guía que vaya por delante de ellas van perdidas y donde van una van todas detrás. Si la primera se dirige a un precipicio todas van detrás de ella al precipicio o al barranco. Jesús atribuye la mala situación de la gente de su pueblo a la falta de pastores. Pero lo cierto es que pastores había y muchos: escribas, fariseos y sacerdotes del Templo cuyo trabajo era liderar y cuidar a la gente según la Ley del Señor, pero a ellos no les importaba el pueblo, lo que les interesaba eran sus intereses propios. Y Jesús es el primero en denunciar la indignidad de los pastores. El capítulo 34 del libro de Ezequiel encontramos algunas de las acusaciones más graves que pronuncia el profeta. Dice que es culpa del pastor el que las ovejas estén en desorden y se conviertan en presas de todas las fieras salvajes. Cuando los pastores no cumplen con su cometido los ladrones y los bandidos están inmediatamente delante de ellas –de las ovejas- y lo hacen por su propio interés, para explotar y aprovecharse de las ovejas. Estos malos pastores les ofertan alegrías, perspectivas de vida ilusoria y efímera y las ovejas fácilmente se van seducidas hacia ellos y son encaminadas por los caminos de muerte y no los de la vida. La gente tiene su responsabilidad personal a la hora de adherirse a estos falsos pastores.

Jesús no reprende a la gente, únicamente siente compasión, y este es el único sentimiento que el discípulo ha de cultivar: la misericordia, la comprensión por las fragilidades, las debilidades, las pérdidas. Jesús no se lamenta de la situación de cada una de esas ovejas, no se queja, ni acusa, ni  maldice contra los responsables. Jesús predica el Evangelio ya que el anuncio del Evangelio es la única terapia para ponernos manos a la obra para transformar desde dentro las realidades y vaciarnos de los demonios y llenarnos por entero del Espíritu Santo de Dios. 




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