sábado, 6 de mayo de 2023

Homilía del Quinto Domingo del Tiempo Pascual, ciclo a

 


Homilía del Quinto Domingo del Tiempo Pascual, Ciclo A


                El evangelista [Jn 14, 1-12] san Juan dedica hasta cinco capítulos a la última cena donde nos encontramos con el testamento que el mismo Señor nos entrega. El evangelio de hoy es parte de este testamento. Estamos en la última cena, Judas el traidor apenas acaba de salir. Jesús que nunca ha ocultado nada a sus discípulos les dice que ‘él se tiene que marchar’. Ya habían pasado tres años en los que los discípulos se habían unido a él y le empezaron a seguir. Hasta el punto que ellos habían dejado todo para unir su vida a la suya. Ahora, en esta noche en el Cenáculo se afrontan a este anuncio, que para ellos era, dramático: Jesús está a punto de dejarlos.

            La reacción de los discípulos es el sentirse violentos, el tener miedo, son conscientes que sus sueños de gloria que habían cultivado durante estos tres años ahora se están disolviendo porque la realidad es muy diferente de lo que ellos esperaban.

            A estos discípulos perdidos y desconcertados Jesús les dice «No se turbe vuestro corazón». El verbo usado remite a la agitación fuerte de las olas del mar en tempestad para señalar cómo estaban los corazones de sus discípulos. Jesús no se sorprende que ellos estén molestos o desconcertados y les da unas palabras para tranquilizarlos. Jesús hace lo mismo que hizo Moisés antes de morir, cuando reunió al pueblo y les dijo a los israelitas que ‘no tuvieran miedo’ [cfr. Dt 31, 6], ‘que no se desanimen porque el Señor caminará por delante de ellos’, diciéndoles que Dios se servirá de alguien para seguirles acompañando hasta pisar y asentarse en la tierra prometida. Este es el sentido de las palabras de Jesús.

Pero Jesús no se dirige únicamente a los Once, sino que están dirigidos a todos nosotros que estamos sumidos en tantos miedos y tantos temores. Es cierto que Jesús no está presente como lo estuvo con los Doce que lo habían acompañado durante esos tres años. Como Iglesia experimentamos la hostilidad del mundo y parece que el mal tiende a triunfar. Hay personas que piensan que la Iglesia tiene que resignarse a rendirse y a ceder a las pretensiones del mundo. Sin embargo recordemos que ‘las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella’ [cfr. Mt 16, 18]. Estamos agitados por las dificultades externas y por nuestra fragilidad interna de infidelidades y pecados. Estamos ante la sensación de estar a la merced de un mar muy agitado. ¿Qué remedio nos platea el Señor para calmar nuestra agitación, nuestras ansiedades y desconciertos? «Creed en mí y creed también en mí». El Señor nos dice que continuemos creyendo en Él. El Señor nos dice ‘si quieres calmar tus ansiedades, confía en mi palabra’. El problema está en que fijamos en la historia del mundo con nuestros ojos, no con la mirada de Dios. Queremos ver cómo el reino de Dios se termina de instaurar, de cómo la evangelización prospera a pasos muy avanzados y eso nos desespera. Pero si reconociéramos nuestra pequeñez, si hiciéramos la paz con nuestro propio límite, si dejamos al Señor que complete la labor, recuperaríamos la serenidad. La Palabra nos asegura que ninguna gota de amor se va a perder.

Nos dice que en la casa de su Padre hay muchas instancias y que va a prepararnos un lugar. Pero ¿cuál es la casa de su Padre? No pensemos en el paraíso. Ha llamado ‘la casa de mi Padre’ al templo. Pero el Templo tendrá que ser destruido y Dios construirá otro templo, no hecho de piedras materiales. El Templo es Jesús, el cual su vida es un sacrificio agradable al Padre, y todos nosotros estamos unidos a Él como piedras vivas de su templo. En esta casa de su Padre, de la cual nosotros pertenecemos, hay muchas estancias, hay muchas viviendas, de tal manera que nadie queda excluido. Cada uno de nosotros tiene una serie de dones regalados por Dios, los cuales deben de ponerse al servicio de la vida de los hermanos. Éste es el lugar donde cada uno ha de ocupar en el Templo, el cual es Cristo.

Jesús nos dice que «cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo». No se trata de llevarnos a un lugar donde hay una serie de butacas, estancias o habitaciones enumeradas en el Cielo. Cristo se ha adelantado para donar la vida. Dice que Jesús va primero a donar, a entregar la vida y luego viene a nosotros para que podamos estar a su lado y así entregar nuestra vida a los hermanos por amor. De hecho, cuando nos dejamos llevar en esta relación amorosa con Cristo, realmente podremos celebrar una Eucaristía auténtica. Porque la Eucaristía es decir sí a la propuesta esponsal de la vida que Jesús nos da. De tal manera que comer su pan es asumir en nosotros toda su historia de entrega de amor y unir nuestra vida a la suya.

Jesús introduce el tema del camino: «Y a donde voy yo, ya sabéis el camino». Aquí aparece en escena Tomás. Tomás aparece tres veces en el evangelio de san Juan. Tomás nos resulta simpático porque se asemeja a nosotros, es como ‘nuestro mellizo’ [cfr. Jn 20, 24]. Jesús responde a Tomás y a todos los mellizos, que somos nosotros, diciéndonos cuál es el camino que conduce a la vida: «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

Los discípulos estaban desconcertados porque siempre se les había dicho en las catequesis que el camino para la vida era la observancia de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Los Mandamientos son importantes; pero si quieres llegar a la plenitud de la vida el camino es otro, es la persona de Jesús. Si sigo otros caminos, aunque te lleven a éxitos aparentes, sólo te llevarán a caminos de muerte.  En Antioquía, antes de ser llamados cristianos, eran llamados ‘aquellos del camino’, porque siguieron el camino que es Jesús. Tomás aún no ha descubierto que el camino que lleva a la vida pasa por el camino de entregar la vida por amor. Tanto a Tomás como a todos ‘sus mellizos’ vemos la muerte como un horizonte lejano unos da miedo de entregar nuestra vida, porque nos dejamos llevar por el instinto que nos dice ‘goza de la vida, protégete la vida, disfruta de la vida porque luego se acaba’. La tentación de reservarnos la vida existe siempre en nosotros. Sin embargo Jesús nos plantea que donemos la vida para alcanzar la plenitud de la vida.

Dice Jesús que ‘él es la verdad’. El hombre que no se asemeja a Jesús nos es un hombre completo, es un hombre inacabado porque un hombre verdadero es el que ama sin ahorrarse nada; entrega todo por la vida del hermano.

Jesús ‘es la vida’. La vida es el amor. Es dejarse llevar del impulso que procede de la vida divina que te lleva a entregarte por entero para hacer feliz a los hermanos, incluso a tu enemigo. La plenitud de la vida y de la vida sólo la encontramos plenamente en Jesús de Nazaret.

Felipe le pide a Jesús el poder ver al Padre. Nos remite al salmo 27 «de ti mi corazón me ha dicho: “Busca su rostro”, tu rostro buscará Señor, no me ocultes tu rostro» o el salmo 42 «como la cierva busca corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?». Ver a Dios es algo que está en lo profundo del deseo del hombre ha provocado la petición de Felipe «muéstranos al Padre». Coincide con la petición de Moisés, ‘muéstrame tu gloria’. Y Jesús le dice «hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre». Jesús nos dice que el Padre a través de él se está manifestando constantemente.

Las Sagradas Escrituras nos ayudan a entender lo que Dios quiere de nosotros para encaminarnos por ese sendero de la entrega total por amor al hermano. Y en esa entrega, también hay pecado, por eso el Señor nos manifiesta su deseo de liberarnos. Dios no nos echa en cara nuestros errores y pecados, Dios ve el bien que hay en sus hijos, y cuando hay mal en sus hijos lo purifica. El libro de la Sabiduría en el capítulo 11 diciéndonos que Dios cierra los ojos en los pecados de los hombres y espera que retomen el camino correcto, no se apresura a castigar, sino que se apresura a liberarnos: «Tienes misericordia de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para llevarlos al arrepentimiento. Tu amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que hiciste». O el libro del Sirácida o Eclesiástico que dice que Dios desata nuestros pecados como el sol derrite la escarcha: «En el día de la tribulación será recordada para tu favor; como el calor derrite el hielo, así desaparecerán tus pecados» [Ecl 3,14]. O el salmo 103 cuando dice «cuanto dista el oriente del occidente, así aleja de nosotros nuestras culpas». O el profeta Miqueas cuando nos dice «volverá a compadecerse de nosotros, pisoteará nuestros pecados, arrojará nuestras culpas al fondo del mar» [Miq 7, 19]. O el profeta Jeremías cuando nos dice «pues cada vez que lo amenazo me vuelvo a acordar de él, se me conmueven las entrañas y tengo compasión de él» [Jer 31, 20].

Dios ve la belleza que hay dentro de nosotros, y esto ya en el Antiguo Testamento, y este rostro de Dios tan bello está en el rostro de Jesús. Dios se acuerda de todo de nosotros, excepto de nuestro pecado. De tal manera que cuando cada uno de nosotros dejamos que su Espíritu obre en nosotros, estaremos manifestando el rostro de Cristo en todo lo que obremos.


No hay comentarios: