Homilía del Quinto
Domingo del Tiempo Pascual, Ciclo A
El evangelista [Jn 14,
1-12] san Juan dedica hasta cinco capítulos a la última cena donde nos
encontramos con el testamento que el mismo Señor nos entrega. El evangelio de
hoy es parte de este testamento. Estamos en la última cena, Judas el traidor
apenas acaba de salir. Jesús que nunca ha ocultado nada a sus discípulos les
dice que ‘él se tiene que marchar’. Ya habían pasado tres años en los que los
discípulos se habían unido a él y le empezaron a seguir. Hasta el punto que ellos
habían dejado todo para unir su vida a la suya. Ahora, en esta noche en
el Cenáculo se afrontan a este anuncio, que para ellos era, dramático: Jesús está
a punto de dejarlos.
La reacción de los discípulos es el
sentirse violentos, el tener miedo, son conscientes que sus sueños de gloria
que habían cultivado durante estos tres años ahora se están disolviendo porque
la realidad es muy diferente de lo que ellos esperaban.
A estos discípulos perdidos y
desconcertados Jesús les dice «No
se turbe vuestro corazón».
El verbo usado remite a la agitación fuerte de las olas del mar en tempestad
para señalar cómo estaban los corazones de sus discípulos. Jesús no se sorprende
que ellos estén molestos o desconcertados y les da unas palabras para
tranquilizarlos. Jesús hace lo mismo que hizo Moisés antes de morir, cuando
reunió al pueblo y les dijo a los israelitas que ‘no tuvieran miedo’ [cfr. Dt
31, 6], ‘que no se desanimen porque el Señor caminará por delante de ellos’,
diciéndoles que Dios se servirá de alguien para seguirles acompañando hasta
pisar y asentarse en la tierra prometida. Este es el sentido de las palabras de
Jesús.
Pero Jesús no se dirige únicamente a los Once, sino
que están dirigidos a todos nosotros que estamos sumidos en tantos miedos y
tantos temores. Es cierto que Jesús no está presente como lo estuvo con los
Doce que lo habían acompañado durante esos tres años. Como Iglesia
experimentamos la hostilidad del mundo y parece que el mal tiende a triunfar.
Hay personas que piensan que la Iglesia tiene que resignarse a rendirse y a
ceder a las pretensiones del mundo. Sin embargo recordemos que ‘las fuerzas del
infierno no prevalecerán contra ella’ [cfr. Mt 16, 18]. Estamos agitados por
las dificultades externas y por nuestra fragilidad interna de infidelidades y
pecados. Estamos ante la sensación de estar a la merced de un mar muy agitado. ¿Qué
remedio nos platea el Señor para calmar nuestra agitación, nuestras ansiedades
y desconciertos? «Creed
en mí y creed también en mí».
El Señor nos dice que continuemos creyendo en Él. El Señor nos dice ‘si
quieres calmar tus ansiedades, confía en mi palabra’. El problema está en que
fijamos en la historia del mundo con nuestros ojos, no con la mirada de Dios. Queremos
ver cómo el reino de Dios se termina de instaurar, de cómo la evangelización
prospera a pasos muy avanzados y eso nos desespera. Pero si reconociéramos nuestra
pequeñez, si hiciéramos la paz con nuestro propio límite, si dejamos al Señor que
complete la labor, recuperaríamos la serenidad. La Palabra nos asegura que
ninguna gota de amor se va a perder.
Nos dice que en la casa de su Padre hay muchas
instancias y que va a prepararnos un lugar. Pero ¿cuál es la casa de su
Padre? No pensemos en el paraíso. Ha llamado ‘la casa de mi Padre’ al
templo. Pero el Templo tendrá que ser destruido y Dios construirá otro templo,
no hecho de piedras materiales. El Templo es Jesús, el cual su vida es un
sacrificio agradable al Padre, y todos nosotros estamos unidos a Él como
piedras vivas de su templo. En esta casa de su Padre, de la cual nosotros
pertenecemos, hay muchas estancias, hay muchas viviendas, de tal manera
que nadie queda excluido. Cada uno de nosotros tiene una serie de dones
regalados por Dios, los cuales deben de ponerse al servicio de la vida de los
hermanos. Éste es el lugar donde cada uno ha de ocupar en el Templo, el cual es
Cristo.
Jesús nos dice que «cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os
llevaré conmigo». No
se trata de llevarnos a un lugar donde hay una serie de butacas, estancias o
habitaciones enumeradas en el Cielo. Cristo se ha adelantado para donar la
vida. Dice que Jesús va primero a donar, a entregar la vida y luego
viene a nosotros para que podamos estar a su lado y así entregar nuestra vida a
los hermanos por amor. De hecho, cuando nos dejamos llevar en esta relación
amorosa con Cristo, realmente podremos celebrar una Eucaristía auténtica.
Porque la Eucaristía es decir sí a la propuesta esponsal de la vida que Jesús
nos da. De tal manera que comer su pan es asumir en nosotros toda su historia
de entrega de amor y unir nuestra vida a la suya.
Jesús introduce el tema del camino: «Y a donde voy yo, ya sabéis el camino». Aquí aparece en escena Tomás. Tomás aparece tres
veces en el evangelio de san Juan. Tomás nos resulta simpático porque se
asemeja a nosotros, es como ‘nuestro mellizo’ [cfr. Jn 20, 24]. Jesús responde
a Tomás y a todos los mellizos, que somos nosotros, diciéndonos cuál es el
camino que conduce a la vida: «Yo
soy el camino, la verdad y la vida».
Los discípulos estaban desconcertados porque
siempre se les había dicho en las catequesis que el camino para la vida era la
observancia de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Los Mandamientos
son importantes; pero si quieres llegar a la plenitud de la vida el camino es
otro, es la persona de Jesús. Si sigo otros caminos, aunque te lleven a
éxitos aparentes, sólo te llevarán a caminos de muerte. En Antioquía, antes de ser llamados
cristianos, eran llamados ‘aquellos del camino’, porque siguieron el camino que
es Jesús. Tomás aún no ha descubierto que el camino que lleva a la vida pasa
por el camino de entregar la vida por amor. Tanto a Tomás como a todos ‘sus
mellizos’ vemos la muerte como un horizonte lejano unos da miedo de entregar nuestra
vida, porque nos dejamos llevar por el instinto que nos dice ‘goza de la vida,
protégete la vida, disfruta de la vida porque luego se acaba’. La tentación de
reservarnos la vida existe siempre en nosotros. Sin embargo Jesús nos plantea
que donemos la vida para alcanzar la plenitud de la vida.
Dice Jesús que ‘él es la verdad’. El hombre que no se
asemeja a Jesús nos es un hombre completo, es un hombre inacabado porque un
hombre verdadero es el que ama sin ahorrarse nada; entrega todo por la vida
del hermano.
Jesús ‘es la vida’. La vida es el amor. Es dejarse
llevar del impulso que procede de la vida divina que te lleva a entregarte por
entero para hacer feliz a los hermanos, incluso a tu enemigo. La plenitud
de la vida y de la vida sólo la encontramos plenamente en Jesús de Nazaret.
Felipe le pide a Jesús el poder ver al Padre. Nos
remite al salmo 27 «de
ti mi corazón me ha dicho: “Busca su rostro”, tu rostro buscará Señor, no me
ocultes tu rostro»
o el salmo 42 «como la cierva busca corrientes de agua, así
mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo:
¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?». Ver a Dios es algo que está en lo
profundo del deseo del hombre ha provocado la petición de Felipe «muéstranos al
Padre». Coincide con la petición de Moisés, ‘muéstrame tu gloria’. Y Jesús le
dice «hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha
visto a mí ha visto al Padre». Jesús nos dice que el Padre a través de él se
está manifestando constantemente.
Las
Sagradas Escrituras nos ayudan a entender lo que Dios quiere de nosotros para
encaminarnos por ese sendero de la entrega total por amor al hermano. Y en esa
entrega, también hay pecado, por eso el Señor nos manifiesta su deseo de
liberarnos. Dios no nos echa en cara nuestros errores y pecados, Dios ve el
bien que hay en sus hijos, y cuando hay mal en sus hijos lo purifica. El libro
de la Sabiduría en el capítulo 11 diciéndonos que Dios cierra los ojos en los
pecados de los hombres y espera que retomen el camino correcto, no se apresura
a castigar, sino que se apresura a liberarnos: «Tienes misericordia de todos porque
todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para llevarlos al
arrepentimiento. Tu amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que
hiciste». O el libro del Sirácida o Eclesiástico que dice que Dios desata
nuestros pecados como el sol derrite la escarcha: «En el día de la tribulación
será recordada para tu favor; como el calor derrite el hielo, así desaparecerán
tus pecados» [Ecl 3,14]. O el salmo 103 cuando dice «cuanto dista el oriente
del occidente, así aleja de nosotros nuestras culpas». O el profeta Miqueas
cuando nos dice «volverá a compadecerse de nosotros, pisoteará nuestros
pecados, arrojará nuestras culpas al fondo del mar» [Miq 7, 19]. O el profeta
Jeremías cuando nos dice «pues cada vez que lo amenazo me vuelvo a acordar de
él, se me conmueven las entrañas y tengo compasión de él» [Jer 31, 20].
Dios
ve la belleza que hay dentro de nosotros, y esto ya en el Antiguo Testamento, y
este rostro de Dios tan bello está en el rostro de Jesús. Dios se acuerda de
todo de nosotros, excepto de nuestro pecado. De tal manera que cuando cada uno
de nosotros dejamos que su Espíritu obre en nosotros, estaremos manifestando el
rostro de Cristo en todo lo que obremos.