Homilía del Tercer
Domingo del Tiempo Pascual, Ciclo A
El evangelista San
Lucas [Lc 24, 13-35] nos ofrece uno de los textos más bellos de su evangelio. El
autor de este texto es Lucas, un médico de Antioquía de Siria que se había
convertido a Cristo diez años después de la Pascua y que fue a establecerse en
Filipo, una ciudad importante y rica de Macedonia. Y allí, en Filipo surgió una
comunidad cristiana muy viva, al cual Pablo les tenía gran aprecio; de tal modo
que San Pablo no reprocha nada a la comunidad de los Filipenses, mientras que a
veces fue muy duro con los corintios. De tal modo que Pablo aceptaba sólo la
ayuda de la comunidad de los filipenses. No aceptaba de ninguna otra porque
temía que le pudieran reprochar cualquier cosa. Allí en Filipo había una
apasionante biblioteca, de la cual disfrutó Lucas, el cual era un apasionado
lector de los libros clásicos.
¿Cuál era la situación de la
comunidad cristiana de Filipo? Estamos en los años 80-90 d.C. y para las
comunidades cristianas era un momento de crisis. Era el tiempo de
Domiciano, el cual el autor del Apocalipsis le llama ‘la bestia’. Y los
cristianos eran marginados, discriminados y la gente se reían y burlaban de los
cristianos diciéndoles que todos aquellos que ellos conocían y que habían
muerto no habían regresado a la vida. Es un momento difícil y muchos
cristianos abandonan la comunidad para regresar a sus vidas paganas. No sólo
era un momento de crisis externa -por la política impuesta por Domiciano y
por la hostilidad de los paganos-, sino que también era una crisis de fe
interna de los cristianos.
Sólo han pasado 60 años de la Pascua,
estamos en la tercera generación de cristianos y el primitivo fervor ha ido desvaneciéndose.
Es un momento de cansancio y empiezan a surgir las dudas: ¿Será cierto que
Jesús ha resucitado? Y los discípulos que habían conocido a Jesús de Nazaret,
los que lo vieron, lo oyeron, lo siguieron, que comieron con él eran personas
fiables, con testimonios creíbles, gente leal, y ellos no tenían ningún interés
en decir mentiras. Por lo tanto, sería normal seguir creyendo en aquellos
testimonios de aquellas personas. Pero esto no les basta, porque la fe es un
enamorarse. No basta creer lo que me han transmitido, aunque sea de
personas muy leales y fieles, sino que deben experimentar una atracción por
Jesús de Nazaret y de esta atracción surge el unirte a Él, el vincular
tu vida a la suya. Los otros evangelistas habían conocido, de un modo u
otro a Jesús de Nazaret, pero Lucas no lo había conocido. Lucas sólo había
oído hablar de Jesús, exactamente como nosotros. Lucas escuchando el
testimonio que recibió de Jesús se enamoró de Él, tal y como a nosotros nos ha
sucedido o nos debería de suceder.
El encuentro de Jesús con los
discípulos de Emaús hay que leerlo como una parábola del camino espiritual que
Lucas hizo. Nos habla de dos discípulos de la comunidad, los cuales habían
estado convencidos en la causa del Evangelio. Uno de ellos se llama Cleofás.
Era un nombre muy común. Era la abreviatura de Cleopatra, pero en masculino,
que significa ‘padre ilustre’. Pero Lucas no nos dice el nombre del otro
discípulo. No tiene nombre porque es la invitación que Lucas nos hace para que
nos identifiquemos cada uno de nosotros con ese discípulo sin nombre. Lucas
está hablando de tu historia, en la cual estás tentado de abandonar la
comunidad por esa crisis que te puede ir arrastrando. Y si quieres abrir los
ojos y descubrir al resucitado basta que tú camines al lado de Cleofás para
descubrirle.
Estos dos discípulos han abandonado
la comunidad porque están atravesando un momento de crisis, de decepción
ya que todas sus expectativas se han difuminado. Y ellos piensan que es el
momento de guardar todos aquellos sueños y regresar a la vida anterior. Esto
era lo que pasaba en la comunidad de Filipo y del Asia Menor, se registraban
muchos abandonos.
Nos cuenta el evangelista que iban
hacia el pueblo de Emaús. Es una localización bastante incierta, porque Lucas
habla de una distancia de 60 estadios, unos 11 kilómetros de Jerusalén, pero la
Emaús del tiempo de Jesús se ubicaba a 32 kilómetros de Jerusalén.
Estos dos discípulos, en medio de
esa profunda crisis, creían que caminaban solos, pero no era así. Hay
alguien que les está acompañando, pero ellos no se dan cuenta.
Dicen que estos dos discípulos
‘conversaban y discutían’. Pero entre ellos no discutían ni estaban discrepando
de nada, porque ellos estaban de acuerdo entre ellos y, de hecho, iban
caminando juntos. Ellos se sentían como aquel enamorado, cuya historia de amor
había llegado a su fin. Y es como si estuvieran revisando aquella historia de
amor. Y los dos sufren. Ellos estaban enamorados de Jesús y buscan las razones
del fracaso: tal vez Jesús fuera muy radical, tal vez Jesús tenia que haber
sido más prudente y menos provocador… Cada uno desahoga su amargura echando la
culpa al otro.
Y el resucitado se acerca a ellos en
este camino. Y sus ojos no le reconocen, pero el resucitado siempre ha estado a
su lado, lo que pasa es que ellos no se han percatado de ello. El resucitado
siempre está a nuestro lado. No se trata de un milagro de aparecer y
desaparecer, de estar presente y luego ausente. Él siempre está presente ya que
camina con su Iglesia.
Estos dos discípulos estaban
sufriendo porque creían que esa historia de amor del Maestro había finalizado.
Nosotros iríamos tras ellos dándoles argumentos para decirles que están
equivocados. Jesús no actúa así. Estos dos necesitan en primer lugar
desahogar su dolor para conocer la razón de su amargura. De hecho, Jesús los
anima a hablar, a desahogarse. Jesús quiere escuchar de sus labios las ‘flechas
que se lanzan el uno al otro’ para desahogarse. Ellos se paran y Cleofás le
responde de un modo poco cortés y muy rudo. Ellos han estado cerca del Maestro,
pero les falta la fe en la resurrección, porque sin la resurrección todo lo
hecho acaba en la muerte y en el sin sentido.
Ellos estaban en una serie de errores: seguían esperando el Mesías triunfador que liberara
a Israel. Ellos seguían atacados en sus convicciones tradicionales. Ellos solo
querían al Mesías glorioso y poderoso, por eso vieron todos sus proyectos e
ilusiones derrotadas. Los designios de Dios son diferentes a los designios
humanos.
El segundo error es el no creer a las mujeres, las
cuales habían descubierto que el mundo anterior del poder, había caducado y que
había ocurrido algo extraordinario. Ellas se habían dado cuenta de la riqueza
de la novedad en la vida cristiana, ya todo era nuevo, nuevas formas de hablar
de Dios para encauzar la vida de la fe. Pero ellos, estos dos, seguían
esperando al Mesías glorioso y el resto de las cosas no les interesaba.
Ante esto, Jesús progresivamente abre la mente y el corazón
a estos dos discípulos de Emaús. Jesús ya les había dado la oportunidad de
desahogar sus corazones, y ellos lo habían aprovechado. Ahora Jesús le va a poner
frente a sus errores que han realizado. Y Jesús emplea dos palabras duras
porque las necesitan para que ellos se espabilen. Les dice que son personas sin
cabeza y duros de corazón para creer todo lo que habían anunciado los profetas.
Jesús les está diciendo el por qué ellos están en el error. Están en el error porque
habían olvidado las Escrituras. Al olvidar las Escrituras no habían entendido
la vida de Jesús. Estos dos discípulos, en vez de refrescar y sumergirse en las
Escrituras, se habían dedicado a enfrascarse y cultivar sus propios sueños y
expectativas, los cuales no eran precisamente de los que hablaba la Escritura.
De hecho, Jesús les ayuda a entender y por eso «empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas,
les explicó lo que decían de él todas las Escrituras». Es decir, le hizo hermenéutica de la Palabra. Todos
los hechos que le sucedieron a Jesús de Nazaret a los ojos humanos son del todo
injustos, absurdos. Pero si estos hechos los leemos a la luz de la Palabra de
Dios cambia totalmente el significado. La Escritura nos muestra cómo este gran crimen
cometido por los hombres se convierte en la obra maestra del amor de Dios.
Los dos discípulos de Emaús estaban en esta situación porque
no se habían dejado iluminar por la Escritura. Tantos momentos de nuestra
vida, ya sean alegres o regados con las lágrimas del dolor, sin la iluminación
de la Palabra de Dios nos puede conducir al abatimiento o a la desesperación,
tal y como les pasó a los dos de Emaús.
Pero para entender la Escritura es necesario que
alguno la explique como lo hizo Jesús con los discípulos de Emaús. Jesús lo
explica, no con la frialdad de una lección, sino con palabras conmovedoras.
Y es ahora cuando los dos discípulos se les abre los
ojos y ven al resucitado. ¿Cómo llegaron los dos discípulos a abrir los ojos y
darse cuenta que el resucitado había estado siempre su lado? [cfr. v. 31] Ellos
antes no habían sido capaces de reconocerlo. Lucas está haciendo una catequesis
tanto a los cristianos de su comunidad como a nosotros. Lucas y todos nosotros no
hemos conocido a Jesús de Nazaret. No lo hemos visto, no lo hemos tocado como
lo habían hecho los apóstoles, pero tal y como ellos dos han podido reconocer
al resucitado nosotros también podemos reconocerlo.
Y dice la Palabra que le reconocieron en la fracción
del pan. La fracción del pan era la expresión técnica usada en la comunidad
primitiva para referirse a la Eucaristía. Era por la tarde cuando hacían la
fracción del pan. Dice la Palabra que «es tarde y está anocheciendo» [cfr. v. 29] cuando sentado Jesús a la mesa con estos
dos discípulos «tomó el
pan, lo bendijo y se lo dio». Está describiendo las
comunidades en tiempo de Lucas. Era por la tarde cuando las comunidades cristianas
se reunían en el Día del Señor. Era por la noche, al término de una fatigosa semana
de labor, donde la comunidad se reunía para la fracción del pan. La celebración
se iniciaba con la escucha de la Palabra de Dios y la explicación de la
Escritura y con la homilía, tal y como lo hizo aquel misterioso caminante que
acompañaba a estos dos de Emaús. Y se hace esa explicación para que, del mismo
modo que les ocurrió a los de Emaús, también arda nuestro corazón mientras nos
hablan de las Escritura durante el camino de esta semana concluida. Lucas nos
dice que sólo se pueden abrir los ojos si primero se ha abierto el corazón. Es
necesario que primero se caliente nuestro corazón [cfr. v. 32].
El
resucitado se sentó con ellos a la mesa, «tomó el pan, pronunció la bendición,
lo partió y se lo iba dando», y es entonces cuando se les abrió los ojos y le
reconocieron. Le reconocieron en la fracción del pan, porque el resucitado nos está
hablando de sí mismo. Cómo Él nos presenta toda su vida de amor. En la Última Cena
llegó un momento en que tomó el pan y dijo a sus discípulos, después de
partirlo, «este es mi cuerpo», ‘este soy yo’. Quiso decir, ‘¿quieres saber quién
soy yo y lo que ha sido toda mi vida?’. Yo soy pan, toda mi vida ha sido dada
como se da el pan. Jesús no se ahorró una fracción de su tiempo, de sus
energías o de sus capacidades. Todo fue donado por amor. Y es tanto como si
Jesús nos dijera ‘aquí, en este pan está presentada toda mi historia, toda mi vida
y yo te invito a tomad y comed todos de él’. Tomar y comer de ese pan
significa que, si quieres una unión esponsal con mi vida, si quieres unir tu
vida a la mía, asimila ese pan y lo que conlleva en si mismo. Es entonces
cuando descubriremos que la vida donada no es destruida por la muerte y que una
vida donada no se pierde. Claro, pero para poder entender esto uno previamente
ha de estar iluminado por la Escritura, porque de otro modo uno puede pensar
que todo esto es una simple ilusión.
Luego
nos cuenta la Escritura que se hizo invisible a sus ojos: «pero Jesús
desapareció de su lado» [cfr. v. 31]. Pero la traducción no es correcta, no
desapareció. Jesús siempre permanece con los discípulos, pero no se ve, se
hace invisible, pero sí está presente. Lucas nos cuenta que en la Eucaristía
podemos reconocerlo. Cuando uno abre los ojos tiene la necesidad de manifestar
a los hermanos la experiencia de la que uno ha podido disfrutar. De hecho,
estos dos discípulos de Emaús «se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén»
para decirles a los hermanos que han visto al resucitado.