sábado, 14 de enero de 2023

Homilía del Segundo Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

 


Domingo II del Tiempo Ordinario, Ciclo A

15 de enero de 2023

            En el libro del Éxodo, en la noche de la liberación de la esclavitud de Egipto para empezar el largo viaje a la tierra de la libertad, el Señor dice a Moisés y a Aaron [Cfr. Ex 12] que cada familia se procure tener un cordero para comerlo. El comer esa carne les dará las fuerzas para salir de la esclavitud y empezar el camino que han de emprender hacia su libertad. Y la sangre del animal ha de ser empleada para marcar el dintel y las dos jambas de las puertas de esas casas y de ese modo el ángel exterminador pasará de largo y no entrará en esas casas.

            El evangelista Juan presenta a Jesús como este cordero [Jn 1, 29-34], como el cordero pascual; cuya carne nos proporciona la capacidad para liberarse de la esclavitud de la oscuridad del pecado y caminar hacia la libertad y la sangre que se derrama por nosotros, no nos libera tanto de la muerte física, sino que nos libera de la muerte para siempre.

            El evangelista Juan está elaborando estos capítulos de su evangelio con la finalidad de llegar al episodio de las bodas en Caná de Galilea [Cfr. Jn 2], y estas bodas se realizan, según el orden designado por san Juan, en el séptimo día; siendo el primer día cuando Juan el Bautista se autodefine como «yo soy la voz del que clama en el desierto: allanad el camino del Señor»; y siendo el segundo día cuando Jesús se pone el la fila de los pecadores para ser bautizado por su primo Juan. Y pone esas bodas en Caná en el séptimo día resaltando la plenitud de la creación, como el cambio de la alianza: Esa alianza esponsal de Dios con cada uno de nosotros.

            En el prólogo de Juan, Jesús es presentado como el Mesías, y ahora es presentado por Juan el Bautista como el Cordero de Dios. Esto llama bastante la atención de todos aquellos que le oyeron, porque nos está diciendo que Jesús es el que genera en nosotros ese lanzamiento hacia la libertad. A demás Juan el Bautista nos dice «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Jesús es que quita el pecado del mundo; no se trata de los pecados del mundo en plural.

¿De qué pecado se trata? ¿Qué pecado es el que quita el Cordero de Dios? Este pecado es el rechazo de la vida que Dios comunica: Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Ese pecado era debido a las falsas ideologías religiosas que bloqueaban la luz del amor de Dios al llegar al hombre. Esas falsas ideologías religiosas eran como esas cortinas de tela gruesa o esas persianas cerradas que no permiten entrar ni un poquito de claridad que impiden que veamos más allá de nosotros mismos. Por eso es importante tener en cuenta, en el momento de la muerte de Cristo, fue la cortina del Templo la que se rasgó en dos de arriba abajo [Cr. Mc. 15,38]. El pecado es negarse a reconocer a Cristo como el enviado de Dios; negarse a que Cristo sea el centro que da forma a todo tu ser. ¿Y porqué quitar precisamente ese pecado? Porque ese pecado, el no reconocer a Jesús como el Kyrios, Señor. Era preciso quitar este pecado, esta falsa concepción de Dios, que es como un manto de oscuridad que oprime al mundo.

El evangelista no presenta al Mesías que ejerza la violencia; no lo presenta como un león, como el león de Judá. Lo presenta como el Cordero de Dios. Tampoco nos presenta a Jesús como una persona vestida con vestimentas religiosas. Se presenta como hombre, con la plenitud de Dios.

Juan da testimonio diciendo «he contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él». Se está dirigiendo a ese resto de Israel, que ha sido fiel y se ha mantenido unido a Dios en medio de las pruebas, y les habla de una paloma.

La imagen de la paloma nos remite al libro del Génesis, cuando en el momento de la creación el espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas [Cfr. Gn 1,2]. Sobre el caos, sobre las aguas que representan a la muerte, el Espíritu de Dios aleteaba. Y Jesús, al descender la paloma sobre él, es presentado como el complemento de esta creación. De tal modo que Jesús es presentado como el nido del Espíritu, la morada permanente del Espíritu. Para el evangelista no es suficiente que el Espíritu descienda sobre una persona, sino que nuestro espíritu permanezca en Jesucristo. Porque Jesucristo es la presencia visible de Dios, y nosotros estamos llamados y urgidos a permanecer con él. Es lo que nos dice San Pablo: «Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios» [Cfr. Rm 8, 16].

¿Y cómo se quita el pecado del mundo? Bautizándonos en el Espíritu Santo. El Espíritu que bajaba del cielo como una paloma es la plenitud del amor de Dios que da claridad en medio de las tinieblas. Ya el evangelista Juan, en su prólogo, nos dice que la luz no lucha contra la oscuridad: La luz brilla y la oscuridad se desvanece. Y así es como funciona la vida cristiana: no es luchar contra el enemigo, no es pelear contra el otro. Sino que la oscuridad se desvanece cuando estás unido a Cristo, de este modo uno puede amar al otro y sentirse perdonado por el amor de Dios.

La actividad de Jesús es empeñarse en evangelizar, en bautizar con su Espíritu Santo. Bautizar con el agua es bautizar con un elemento externo y en el exterior: Bautizar con el Espíritu Santo es que entre en lo más íntimo de nosotros la fuerza del amor de Dios. Y este Espíritu nos va santificando por dentro. Y por eso, este modo de actuar Jesús es una oportunidad que nos ofrece a todos los que deseen seguirle.


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