Homilía XVI Domingo del Tiempo Ordinario
Año litúrgico 2020 - 2021 - (Ciclo B)
Primero los apóstoles han estado con
el Señor, han disfrutado de su presencia, se han dejado tocar el corazón por su
amor, han abierto sus oídos a las divinas enseñanzas. Después el Señor les ha
enviado de dos en dos para que ellos difundiesen la Palabra y se dieran cuenta del
poder que tiene esa Palabra.
Cuando regresaron los apóstoles y le contaron a Jesús
todo lo que habían hecho y enseñado le
hablarían de frutos concretos de esa predicación, de experiencias de esa
evangelización: de cómo ayudaron a reconciliar a un matrimonio que estaba a
punto de romper; de cómo dieron una palabra de fe a esos padres para educar a
sus hijos; de cómo evitaron un suicidio; de cómo, fruto de la Palabra, unos
vecinos se han organizado para proporcionar comida y sustento a una familia que
había perdido todo por incendio; de cómo se han podido reconciliar dos hermanos
enfrentados desde hace mucho tiempo; de cómo la gente les habría su corazón
para contarles todo lo que les hacen sufrir y ellos les han dado la razón de la
alegría; etc. Los apóstoles han experimentado la fuerza del Espíritu Santo y
están gozosos por ello.
También nosotros estamos con el Señor ahora mismo, en
la Eucaristía, y escuchamos su Palabra, disfrutamos de su presencia y nos
alimentamos con su Cuerpo y Sangre. Nosotros, tal y como lo hacían los
apóstoles, estamos largos ratos con Jesús. Estamos en esa escuela del
apostolado aprendiendo del Maestro y dejándonos conquistar por su amor fecundo.
Y también a nosotros nos envía para anunciarle. De hecho, si nos creemos su
Palabra, caeremos en la cuenta de los efectos positivos que experimentamos por
ello y de ahí surge la acción de gracias.
Estamos muy acostumbrados a oír, y alguna vez a
escuchar la Palabra. Y puede ser que creamos que el hecho de estar en la
Eucaristía con Jesús no tenga consecuencias reales en nuestro quehacer diario,
de tal manera que acudir a la Eucaristía y hacer un recado o la comida, a
efectos prácticos, pueda quedar al mismo
nivel. La Eucaristía no es una cosa de las tantas que hacemos, sino la que da sentido a todo lo que
hacemos. Trabajar con perspectiva de eternidad ayuda a aliviar agobios
inútiles, desasosiegos infecundos. Depende de qué espíritu trabajes te cansas
mucho más o te cansas mucho menos.
El problema serio recae cuando me he
acostumbrado a hacer las cosas, uno pone ‘el piloto automático’, está en la
Eucaristía pero no se deja influenciar, no se deja afectar haciendo las cosas
cotidianas al estilo de los paganos. De ser así, es urgente el cambio.
Y después de la tarea de
evangelización Jesús invita a sus
apóstoles a descansar. Jesús les dice y nos dice: «Venid vosotros a solas a un lugar tranquilo desierto a
descansar un poco».
Y esto incluye otra cosa, que cuando el Señor nos llama a trabajar también
incluye la alternancia al descanso; trabajar y también descansar, que es
querida por Dios. San Juan Pablo II decía que «el hombre tiene que imitar a Dios, tanto trabajando
como descansando» [Carta Encíclica LABOREM EXERCENS, 25]. La
Sagrada Escritura nos dice como Dios trabajaba y cómo Dios descansó. Es uno
modo de hablar para indicarnos cómo hacer las cosas. Dios nos propone un modelo
de cómo trabajar y de cómo descansar.
Hay como cuatro tipo de cansancios: el cansancio físico, el cansancio mental o psicológico –el
cual suele ser el más frecuente y el que menos pueden notar los demás-, el cansancio emocional –que es el de
la tristeza, cuando uno está triste, está deprimido, agobiado, con ganas de
poder tener tiempo para ‘recargarse las pilas’- y el cansancio espiritual –que es cuando falta el sentido de la vida,
falta el sentido de la vocación a la que uno está llamado en esta vida-. Es
importante concienciarnos que el descanso no es un lujo, sino que es necesario.
Todos tenemos experiencia de estar una hora de trabajo de calidad a estar
trabajando varias horas sin efectividad. Esto es debido a que se ha sabido ha
podido descansar y su actividad entonces es de calidad.
Es verdad que estamos en una cultura
donde no se ha valorado en su justa medida el valor del descanso, dando la
impresión que aquel que recurre al descanso ‘es como menos generoso’ y esto es
un error. Hay una sabiduría cristiana que nos tiene que hacer entender el valor
del descanso. Saber descansar supone darnos cuenta de que nosotros no somos dueños del mundo, no somos dueños de nuestra
vida, sino que el Señor nos la he encomendado. Nadie es dueño de nada, es el
Señor quien nos encomienda las cosas, las tareas, las personas. Saber descansar
es también saber poner las cosas en manos de Dios y saber que yo no soy
necesario ni imprescindible, sino que Dios sólo se sirve de mí, sólo se sirve
de uno.
El Señor nos dice en el evangelio: «Venid vosotros a solas a un lugar tranquilo desierto a
descansar un poco»,
a lo que podríamos añadir, poniéndolo en labios de Jesús, “venid conmigo a descansar un poco”. Porque el secreto está en descansar en
Cristo, en reposar la cabeza, como Juan, en su costado y aprender a buscar
descanso en Él.
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