sábado, 3 de julio de 2021

Homilía del Domingo XIV del Tiempo Ordinario, ciclo b

 Homilía del Domingo XIV del Tiempo Ordinario, ciclo b

4 de julio de 2021

             Hoy el evangelio nos lleva al pueblo de Jesús, donde Jesús se había criado, donde había vivido y donde tenía la casa paterna. Y todos sus paisanos acudían todos los sábados a la sinagoga y eran personas que cumplían con una serie de normas religiosas que les identificaba como pueblo. Sin embargo, nos dice la Escritura, allí no pudo nacer ningún milagro porque les faltaba fe. O sea, toda la vida acudiendo a la sinagoga, cumpliendo con una serie de normas y resulta que las cosas que hacen las hacen sin fe, sin confiar en Dios. Es un gran drama.

            Entonces realmente ¿qué sucede? Sucede que estamos engañados por el Demonio. Kiko Argüello, en una de sus catequesis decía: Que había un monje muy anciano que reunió a jóvenes y les preguntó “¿qué creéis vosotros que es lo propio del cristiano, lo más suyo, lo más auténtico?”. Y se alza uno y le dice “la obediencia”. A lo que el anciano le dice “no”. Otro dice “la humildad”, a lo que el anciano le dice “no”. Otro grita “la santidad”, y el anciano le dice “no”. Y como no sabían los jóvenes cómo responderle, el anciano les dijo: “lo propio del cristiano es el discernimiento”. Porque si tú no tienes discernimiento te crees buena persona y eres un pecador; te crees humilde y eres un soberbio; te crees generoso y eres un profundo egoísta.

El discernimiento es algo que se aprende viviendo en una comunidad cristiana que va dando pasos descubriendo la aportación de Cristo en ti, para ir consiguiendo un fe adulta y sepas que el Demonio ya no te pueda engañar. Y no te puede engañar porque sabes descubrir sus trampas. El Demonio siempre se disfraza de ángel de luz y siempre te dice cosas agradables. Una manera de descubrir si un pensamiento viene del Demonio es que el Demonio siempre te adula. Porque el que te adula es tu enemigo, el que te corrige es tu padre.

Esos hebreos todos los sábados acudían religiosamente a la sinagoga a escuchar a la Palabra de Dios, sin embargo estaban viviendo en la época del becerro de oro, porque aunque no lo sepamos o no queramos admitir estamos encadenados al materialismo, al consumismo, al hedonismo, al egoísmo. Confiamos en todo menos en el Señor. Y lo propio del cristiano es ir discerniendo para saber cuántas y cómo de largas son las cadenas que nos están impidiendo ser sanados, ser fortalecidos, ser consolados, ser portadores de esa alegría que viene de Cristo. El Demonio te dice que eres una buena persona, que haces lo que tienes que hacer, que el otro se comporta así porque es tonto o soberbio, que la culpa de lo que está ocurriendo lo tiene el otro. El Demonio quiere que tú no cambies y por eso muchas veces las cosas van de mal a peor.

El profeta Ezequiel [Ez 2, 2-5] en la primera de las lecturas fue enviado por Dios a un pueblo que se habían relajado en las costumbres, que lo que antes era pecado ahora era algo normal. Se habían olvidado del Señor, y le habían sustituido por sus posesiones, por sus preocupaciones, por su ocio, por buscarse una vida más cómoda. Habían sido atrapados por las redes del Demonio. De esta manera sólo se empieza a razonar, a pensar y a sentir de modo meramente mundano. Y podemos estar en la Iglesia y ser los más mundanizados. Esos hebreos del pueblo de Jesús acudían todos los sábados a la sinagoga y cumplían todas las normas religiosas, pero en el centro de su ser no estaba instalado el Señor. Se creían buenas personas, buenos judíos, humildes, cumplidores, generosos, pero todo era un espejismo ya que se habían dejado engañar por el Demonio y su vida, sin ellos ni percatarse, emanaba un hedor más desagradable que el de un estercolero.

Y con pena Jesús allí no pudo hacer milagros, porque ni siquiera ellos contaban con Dios en sus vidas. Ellos tributan culto a sus particulares ‘becerros de oro’.

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