Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario. Ciclo B
1 de agosto de 2021
Nos dice el evangelio de hoy
que «cuando la gente vio
que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún
en busca de Jesús», es decir que fueron en busca de Jesús. Y eso es lo
que tiene que hacer un cristiano, buscar a Jesús. [Jn 6, 24-35]
Pero claro, ¿qué hay detrás de esa búsqueda? A lo que Jesús nos da una
palabra inolvidable: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos,
sino porque comisteis pan hasta saciaros». Esto lo dice
porque antes está el episodio de la multiplicación de los panes y de los peces.
La gente había quedado impresionada y saciada de los panes y de los peces, pero
no han visto el signo, no han comprendido el signo. Este es un gran peligro que
tenemos los cristianos en nuestra vida, recibir los dones de Dios en su
materialidad pero sin comprender el signo que encierra. Es como si uno recibe
un ramo de rosas y dice ‘¡que bonitas que son, que preciosas!, ¡me vienen
genial para colocarlas en el jarrón y adornar el salón!’ Pero lo más importante
del ramo de rosas no es que ahí queden bien, lo más importante del ramo de
rosas es que te las ha dado alguien con una intención, porque te quiere, porque
está enamorado de ti. Lo importante no es la materialidad de las rosas, sino la
intención formal que tiene aquel que te las ha enviado. Algo así es el reproche
que hace Jesús a la gente. «Me buscáis no
porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros».
Muchas veces, nosotros ante Dios es posible que nos quedemos con la
materialidad de sus dones sin llegar al dador de los dones. Estamos llamados a pervivir
en todo lo que nos rodea un signo de Dios, una figura de Dios, una metáfora de
Dios. Todos los dones de Dios que nos rodean son signos que nos remiten a un
don superior, y quedarse en el signo sin llegar al significado es una pobreza
muy grande, es perder lo principal.
A modo de ejemplo; estamos rodeados de belleza. La belleza que nos rodea
puede ser percibida de dos maneras, en la acción de Dios la belleza es un
camino, es un acceso para entender lo que es la inmensidad, la santidad de
Dios, la grandiosidad de Dios. La belleza de la naturaleza, la belleza del
arte, de la música…esa belleza que nos atrae no es sino un altavoz que evoca la
grandeza de Dios y su belleza infinita y su santidad. Y lo que nos pasa a veces
es que reducimos la belleza a un disfrute personal, egoísta, sensualmente… pero
la belleza está llamada a ser como un trampolín que nos cuestiona cuál es la
fuente de esta belleza. Lo mismo pasa con el amor humano; nos queremos,
sentimos la importancia del cariño y de la amistad, pero a veces no nos damos
cuenta de que el amor humano es una evocación del amor divino, porque estamos
llamados a amar para siempre. El amor no tiene una vocación a la finitud, sino
a la infinitud.
Y lo mismo pasa con el alimento. Porque aquellos que estaban siguiendo a
Jesús estaban buscando sus necesidades perentorias: que necesito trabajo, que
necesito alimentar y sacar adelante la familia… el subsistir en esta vida, a
veces es duro y angustioso, el cómo vivir el futuro, el cómo pagar las facturas
y dar de comer a los hijos…y en medio de esta lucha por el día a día, Jesús le
dice que él tiene otro pan, al que este pan de trigo está simbolizando, que es
el pan de vida eterna. «Yo soy el pan de
vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed
jamás». Es importante que percibamos los dones que tenemos en esta vida
como un signo de los dones superiores, de los dones definitivos, que son los
dones de la gracia. Todos los dones que recibimos ahora son un anticipo de lo
que Dios nos quiere dar. No desconectemos la tierra del cielo, no la
desconectemos, porque está en plena unión. Vivamos todo lo que tenemos como un
signo que evoca el amor que Dios nos tiene y con el que nos cuida. Y no
olvidemos que el alimento con el que nos cuida el Señor es la Eucaristía,
anticipo de la vida eterna. «Yo soy en
pan de vida».