Jueves
Santo, 29 de marzo de 2018
Uno de los dramas que ha acontecido
en estos años de secularización y de la presentación de la fe cristiana en el
plano horizontal y reduciéndola a una dimensión ética y moral es el decir que
la Eucaristía es el reunirnos todos para compartir. Realmente ¿a quién le va a
parecer mal este aspecto de compartir o de encontrarnos? Pero es un serio
empobrecimiento de reducir la Eucaristía a una dimensión moral. Presentar la
Eucaristía en línea de continuidad con las comidas que tenía Jesús, ya que a
Jesús le gustaba comer con la gente y le gustaba entrar en todas las casas y
compartir…. En esa línea no vamos a buen puerto. Vamos a ver, hay un salto
cualitativo. ¡Claro que a Jesús le gustaría comer con la gente! Pero por
desgracia, estas cosas, con buena voluntad las hemos escuchado y sin darnos
cuenta estamos reduciendo y empobreciendo el misterio de la Eucaristía
radicalmente. No se puede presentar la Eucaristía en la línea de esas comidas
de Jesús con sus coetáneos.
La Eucaristía según la Escritura
está presentada de otra manera. Según San Juan está presentada en el contexto
de lo que era la Pascua. Para entender la Eucaristía hay que ir a la Pascua
Hebrea. La Eucaristía no es la prolongación de la cena con Zaqueo o con otro…
eso no es. Puede sumar algo, pero eso no es lo esencial. La Eucaristía está
enmarcada –y así lo dice San Juan- en el contexto de la Cena Pascual de los
judíos.
¿Qué celebraban los judíos en la Cena Pascual?
Celebraban la Alianza del Sinaí. Era el pacto entre Dios y su pueblo que había
sido liberado de la esclavitud y que era sellado con la sangre de los
sacrificios. Los Padres de la Iglesia, a la hora de leer la Escritura se han
dado cuenta de cómo la Eucaristía es una liberación de nuestra alma de las
garras del pecado; no del Egipto seductor, sino del Demonio que nos esclaviza.
Y que cada vez que nos disponemos a celebrar la Eucaristía podemos y debemos de
decir ‘hoy esclavo en Egipto pero mañana libre en Jerusalén’. Y hacemos una
proclamación de esperanza porque aunque celebro la Eucaristía en medio de una
cierta esclavitud –una esclavitud que sí la percibimos-, esa esclavitud que
sufrían los hebreos en Egipto mientras celebraban la Cena Pascual, recuerda la
salida de Egipto. Una salida que fue dramática porque fue una cena que se les
pedía que la hicieran estando ellos vestidos para marchar. Uno no suele cenar
con el abrigo puesto y el paraguas en la mano para salir de allí a toda prisa.
Y eso es precisamente la Eucaristía donde se nos pide que tengamos la cintura
ceñida y el bastón, todo preparado para marchar. La Eucaristía no es para
celebrar la llegada sino para hacer el tránsito.
La Eucaristía es el gran don de Cristo que te acompaña
en el gran combate para pasar de la esclavitud a la libertad. La Eucaristía es
la que te permite hacer ese tránsito de la Pasión, Muerte y Resurrección en tu
vida.
Además es impresionante porque en la Alianza del
Sinaí, Dios hace un pacto con su pueblo y que además es sellado con su sangre y
esa sangre de animales con la que es rociado el pueblo es imagen de la sangre
de Cristo. Sangre fue también lo que se usó para marcar las jambas de las
puertas de las casas hebreas para que la plaga no entrase en esa casa para
matar a los primogénitos. Hay un profundo significado que nos remite a la
sangre de Cristo.
San Juan no narra la institución de la Eucaristía,
porque ya sabía que estaba narrada, y es el lavatorio de pies el que ocupa su
lugar. Y el lavatorio de los pies que podría parecer un signo meramente moral,
no lo es. No es un signo moral, sino que nos explica la entraña de la
Eucaristía. El lavatorio de los pies es como una radiografía de la Eucaristía. Dice
el texto «se
levanta y se despoja de sus ropas». O sea, Jesús antes de lavar los pies se despoja. El
presbítero cuando lava los pies se quita la casulla, a semejanza de lo que
Cristo hizo. Y eso rememora la carta de San Pablo a los Filipenses «siendo de condición divina no hizo alarde de su
categoría de Dios, al contrario se despojó de su rango y tomó la forma de
siervo». Y se
pone a lavar los pies uno por uno. La Eucaristía es la redención de Cristo en
la cruz entregada uno por uno. Es la oferta personalizada que Cristo te hace al
morir por ti. Es Cristo el que viene a limpiarme los pies, es Él el que viene a
darme la vida. En la Eucaristía es Cristo quien me ofrece su redención, me la
ofrece Él. Por eso uno no puede darse la comunión a uno mismo, porque es Cristo
quien te lo ofrece y se entrega. Y como me llama personalmente yo estoy llamado
a decir ‘amén’. Y ese ‘amén’ es mi respuesta a la oferta de la redención que
Cristo me hace a mí personalmente.
La redención de Cristo ha sido alcanzada por la muerte
de Jesús en la Cruz, pero luego hay otra redención. Dice la Sagrada Escritura
que todos hemos sido redimidos en Cristo pero también se dice que luches por tu
salvación. Esto no es una contradicción, porque Cristo se ha entregado por
todos, pero ahora eres tú quien la tienes que acogerla, recibirla. En tu
corazón la cerradura para abrir al Señor está en tu lado y tú puedes abrirla
desde tu lado y puedes abrirla. Y el Señor te pide que abras la puerta y eso
acontece en la Eucaristía cuando se te ofrece personalmente. Ese personalmente
es el lavatorio de los pies.
También puede darse una comunión sacrílega como la de
Judas, que aceptó el signo rechazando la verdad de lo que se le ofrece. Judas
estaba jugando con esa verdad y el Señor calla ante ese sacrilegio. Simón Pedro
se resiste, es imagen del discípulo que todavía no sintoniza con el Señor, es
la imagen del discípulo que aún no se ha purificado perfectamente, que no
entiende lo que son los misterios de Dios, que no entiende que la redención la
tiene que recibir, que su voluntarismo no tiene ninguna capacidad de
transformación del mundo. Su reacción es la de una falsa humildad revestida de
soberbia, eso de « ¿lavarme
los pies tú a mí?».
Es soberbia disfrazada de humildad, el no sentirse necesitado. Y curiosamente
le dice «que lo
que yo hago ahora no lo entenderás hasta más tarde». Ese más tarde nos remite, nos habla de la luz de la
resurrección que nos abre para entender a la Eucaristía.
El momento de la muerte de Cristo, en ese momento de
la ofrenda de Cristo al Padre, es un momento que ha pasado a la eternidad.
Cristo está ofreciendo su vida ante el Padre eternamente en el cielo. Lo que
aconteció en el Calvario ha pasado a ser algo eterno y se actualiza cada vez
que se celebra la misa. Ciertamente no estamos volviendo a matar a Jesucristo
de una manera cruenta, pero el fruto de su entrega y de su amor se renueva en
nosotros.
De aquí se deriva que la Eucaristía sea presencia real
al renovarse el sacrificio de Cristo, «porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Y para entregarse primero ha de ser, luego es
presencia real. Otra dimensión de la Eucaristía es la dimensión del mandamiento
del amor, porque Jesús se entrega haciendo de nuestra vida una entrega a los
demás, de manera que la Eucaristía tiene esa dimensión de compartir entre nosotros
toda la vida y si estamos con Cristo compartimos todos nuestros bienes en la
vida, es otra consecuencia. Otra consecuencia es la de convivir, la de
compartir la mesa, el ser una sola familia. Pero estas consecuencias se
desprenden de lo central y lo central es ésta intervención de Dios en nosotros.
El Padre Pio de Pietrelcina, un santo que tenía el
fenómeno místico de los estigmas y que mencionados estigmas se recrudecían
durante la celebración de la Eucaristía nos ofrece una orientación devocional
de las diversas partes de la Misa como sacrificio, en ese vivir la Pasión de
Cristo. El Padre Pio andaba sobre sus llagas cuando iba a celebrar la
Eucaristía, y eso era un espectáculo ver cómo sufría. El Padre Pio ayudaba a
cómo vivir las partes de la Misa identificando en las partes de la Misa las
partes de la Pasión. Como el Padre Pio revivía en sus llagas de una manera
mística la Pasión de Jesús y se le abrían sus estigmas, sus discípulos le
decían que de qué manera ellos podían ver en la Misa esas partes de la Pasión
de Cristo acontecida. Y él les respondía –con esta explicación devocional-:
Primero está el subir al altar, la procesión de entrada es una referencia al
Domingo de Ramos, a la subida a Jerusalén. Luego dice, desde la Señal de la
Cruz hasta el ofertorio es el tiempo del encuentro con Jesús en Getsemaní
sufriendo con Él ante la marea negra del pecado y ese dolor de saber que la
Palabra del Padre, que Él había venido a traernos, no sería recibida o recibida
mal por los hombres (¿no habéis podido velar una hora conmigo?) Desde la señal
de la Cruz hasta la liturgia de la Palabra es un misterio de cómo Jesús en
Getsemaní luchó en ese «venir
a los suyos y los suyos no le recibieron». En Getsemaní Jesús sufre porque el pueblo ha
rechazado ese mensaje de salvación dado por Dios: Dios ama al mundo y el Amor
no es amado.
Segunda parte, el ofertorio: El Padre Pío vivía el
ofertorio como el arresto de Jesús. En el momento del ofertorio se presenta el
pan, se presenta el vino, se pone sobre el altar, se extiende el corporal y es
como si allí comenzase la Pasión. Cristo es arrestado, «ha llegado mi hora».
Tercera Parte: El momento del Prefacio es el canto de
alabanza, entrega y agradecimiento que Jesús dirige al Padre que le ha
permitido llegar a esa hora. Jesús da gracias al Padre por haber sido fiel y
por haber podido entregar su vida.
Cuarto, desde el comienzo de la Plegaria Eucarística
–desde el santus- hasta la Consagración
empezamos a encontrarnos a Jesús en prisión, con la flagelación y coronación de
espinas, seguimos con su Via Crucis, el camino de la Cruz por las callejuelas
de Jerusalén, teniendo presente en ese ‘nemento’ a los que están en la misa y a
todos. En la Consagración se nos da el cuerpo de Cristo entregado ahora, es
místicamente la crucifixión del Señor. Y por eso el Padre Pio sufría atrozmente
en este momento de la Misa, en la consagración. Le tenían que sujetar en el
momento en que consagraba. Le sujetaban como si estuviese siendo crucificado en
ese momento.
Sexto, las plegarias inmediatamente posteriores a la
consagración nos unimos enseguida a Jesús en la cruz y ofrecemos al Padre este
sacrificio redentor. Ahora que Cristo está en la cruz crucificado encomendamos
al Padre toda la humanidad.
Y llega el momento final, la doxología: «Por Cristo con Él y en Él (…)». Esto corresponde al grito del Señor «¡Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu!». Desde ese momento el sacrificio es consumado y
aceptado por el Padre. Los hombres desde ahora no están separados de Dios, se
vuelven a encontrar con Él y es la razón por la que a continuación se reza el
Padre Nuestro.
Viene el momento de la fracción del pan. Cuando se
hace la fracción del pan, el Padre Pío diría que es el momento de la muerte de
Jesucristo. La intinción, el momento en que se coge una partícula del Cuerpo de
Cristo y se echa esa partícula en el Cáliz, marca el momento de la Resurrección.
Pues el Cuerpo y la Sangre se reúnen de nuevo. Y es a Cristo crucificado y
resucitado al que vamos a recibir en la comunión. De tal momento que cuando tú
comulgas, en ese momento, estamos reviviendo la resurrección del Señor Jesús:
Cristo resucitado que te da su carne resucitada. La Carne resucitada de Cristo
se funde con tu carne enferma.
Con la bendición final de la Misa el presbítero marca
a los fieles con la cruz de Cristo como signo distintivo y a su vez escudo
protector contra las astucias del Maligno. Es también signo de envío y de misión
como Jesucristo tal y como lo hizo con sus Apóstoles.
Así es como el Padre Pío de Pietrelcina vivía la Eucaristía.
Esto el Padre Pio nunca se atrevió a escribirlo, pero sí se lo decía a los que él
les dirigía y los dirigidos iban tomando apuntes.
Que la Eucaristía sea para nosotros esa actualización
personalizada de la redención de Cristo.
1 comentario:
Estoy eternamente agradecido a la valiosísima aportación que me hizo don José Ignacio Munilla. Sus enseñanzas enriquecen porque proceden del Espiritu Santo.
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