sábado, 9 de diciembre de 2017

Homilía del Domingo Segundo de Adviento, ciclo b

HOMILÍA DEL DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO, ciclo b
            Hermanos, vivimos en un periodo duro para la fe. Ya en el sacramento de la Confirmación somos ungidos como soldados de Cristo para afrontar la guerra contra Satanás. Y Satanás nos irá poniendo contantemente a prueba para comprobar hasta qué punto somos fieles a Dios. Y tan pronto como caigamos en el pecado, ya se encargará el Maligno de mofarse de nosotros y de recordarnos constantemente nuestra infidelidad. Satanás es el acusador ante nuestros hermanos, tal y como nos le llama el libro del Apocalipsis «el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios» (cfr. Ap 12, 10).  
            Y cuando uno constata la propia debilidad se llega a preguntar si realmente merece la pena vivir en cristiano. ¿Apostar por un matrimonio que desea hacer la voluntad de Dios y estar abierto a la vida o hacernos los remolones y los tontos siguiendo los criterios mundanos? ¿Luchar por un noviazgo cristiano con todo lo que esto supone –que precisamente no es poco- o dejarnos arrastrar por nuestras apetencias e ídolos? ¿Estar con el corazón alzado y ardiendo para discernir la vocación que Dios nos regala o no plantearnos nada y afrontar las cosas según se vayan presentando y nos vayan agradando? La cruz que tenemos que cargar -si optamos por ser consecuentes con nuestro bautismo- es pesada. ¡Y dichosa cruz porque nosotros morimos para que el mundo reciba la vida! ¡Dichosa cruz porque como grano de trigo que cae en tierra y muere, Cristo nos dará la vida abundante! Y en medio de esta particular guerra, donde estamos siendo torpedeados y nos atacan por todos los frentes, el mismo Dios nos ofrece una Palabra de aliento: «Consolad, consolad a mi pueblo» [PRIMERA LECTURA Isaías 40, 1-5. 9-11] «Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres».
Y precisamente cuando se lucha por cumplir la voluntad de Dios es cuando uno se da cuenta de cómo Cristo te ha ido protegiendo y se hace realidad en tu vida la Palabra: «Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, que lo diga Israel, si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando nos atacaron los hombres, nos habrían devorados vivos en el volcán de su ira; nos habrían tragado las aguas, el aluvión que nos arrastraba; nos habrían arrastrado las aguas turbulentas» (Sal 123, 1-5).  
            ¿Acaso somos masocas y nos gusta sufrir mientras el mundo parece que lo está gozando? Los cristianos no buscamos el sufrimiento, pero si éste nos acerca a Dios, ¡bienvenido sea! Nosotros apostamos por lo eterno, lo que perdura, aquello que el tiempo no podrá jamás borrar de la memoria. Las letras de las lápidas de los cementerios se borrarán pero los nombres escritos en el corazón de Cristo siguen intensamente escritos con letras de fuego y oro. San Pedro también nos da una palabra de aliento: «Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos.
Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia
» [SEGUNDA LECTURA segunda carta del apóstol san Pedro 3, 8-14]. Nosotros esperamos ese cielo nuevo y esa tierra nueva en donde esperamos entrar.

            Realmente merece la pena vivir en cristiano porque, tal y como dice la Palabra «el mundo pasa con sus pasiones» (1 Jn 2, 17). Y vivir en cristiano es un estar constantemente acogiendo a Cristo que viene a tu vida –en Palabra que escuchas, en un gesto de cariño y de perdón que se hace presente, en los sacramentos que nos alimentan y reconfortan, en los infinitos gestos de amor y en el amor que ponemos en lo que hacemos…- es preparar el camino al Señor [EVANGELIO san Marcos 1, 1-8]. Y cuando nosotros ponemos en juego/activamos nuestra fe en lo que hacemos, tenemos y somos, nos convertimos en ese Juan el Bautista que señala a los hombres con el dedo a Cristo. 

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