DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo
a
Dentro de la comunidad de los
cristianos en Roma se daban ciertas
tensiones y divisiones: Que esa tierra es mía; ya no te hablo porque
aquella vez me dijiste esto; como no me fío de ti me reservo esta información
aun sabiendo que te podría ayudar; me voy a casar pero el tema de los hijos es
algo que únicamente forma parte de la decisión de la pareja; niego que tengo
rencor en el corazón a un hermano para ahorrarme en tener que acercarme a él y
pedirle perdón; me toca preparar la liturgia –con todo lo que ello acarrea de
tiempo y dedicación- pues lo hago rápidamente porque creo que a Dios no le
importará que se lo haga pronto y mal ya que tengo muchas cosas que hacer; no
me atrevo a decir nada a esta persona porque o bien le tengo miedo o bien puedo
perder la amistad con ella, y al estar hipotecado por los afectos callo aun
sabiendo que debería de hablar para corregirla y ayudarla, etc…
Mencionadas tensiones que se manifestaban en el
exterior procedían y proceden del interior del corazón humano. El ‘vivir según
la carne’ es tanto como existir dentro de las coordenadas de latitud y de
longitud de todo lo pequeño y caduco que tenemos cada uno de nosotros. Es
decir, todas aquellas pasiones, pretensiones humanas, o cualquier planteamiento
del tipo que sea, que nos ayude a ‘sentirnos alguien’. Cada cual sabe dónde le
aprieta el zapato. Pero, ¿en estas coordinadas ‘según la carne’ encontraremos
la felicidad? No. Podemos encontrar reconocimiento y aplausos humanos, envidias
y ‘diles y diretes’, pero, como dice la Escritura –en la primera carta de San
Juan-: «El mundo y
todos sus atractivos pasan. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para
siempre» (1 Jn 2,17).
San Pablo en su carta a los Romanos
nos dice que alcemos la mirada a lo alto, tal y como hicieron los israelitas en
el desierto al clavar su mirada en aquel estandarte con forma de serpiente de
bronce. Nos dice que ‘estamos sujetos al Espíritu’, al mismo Espíritu del que
resucitó a Jesucristo de entre los muertos, y de ese modo, ese mismo Espíritu
Santo nos vivifique. San Pablo cambia totalmente nuestras coordenadas para
reubicarnos en la latitud y longitud de lo imperecedero y de todo aquello que
tenemos en nuestra alma y que participa del mismo ser divino. Cuando uno se
encuentra en esas coordenadas ‘según el Espíritu’, va descubriendo las cosas de
Dios. La Palabra nos enseña: «El
Espíritu, en efecto, lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios. (…).
No hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios,
para que conozcamos lo que Dios gratuitamente nos ha dado»
(1 Cor 2, 10-12).
Poder descubrir, escuchar y entender
el lenguaje del Espíritu es una gracia divina, ya que Él nos ha de abrir el
oído para que arda nuestro corazón, abra nuestro entendimiento y procedamos en
nuestra vida a fijarnos horizontes y coordenadas existenciales movidos
únicamente por el discernimiento procedente de Aquel que vive y reina por los
siglos de los siglos. Amén.
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