sábado, 3 de junio de 2017

Homilía de Pentecostés 2017, ciclo a

PENTECOSTÉS 2017
Si a la salida de una misa dominical preguntásemos que quién es el Espíritu Santo podríamos constatar la ignorancia y el desconocimiento que se tiene sobre Él. A lo más algunos podrían enumerar los siete dones o la iconografía usada para representarle. Pero si pusiéramos, al estilo del viejo oeste americano, el cartel clavado a un poste donde pusiera el famoso ‘SE BUSCA’ con la correspondiente recompensa, no tengo ni idea donde lo irían a buscar algunos. 
Si uno va dando un paseo tranquilo por la calle mayor o por el monte ¿acaso se da uno cuenta de cómo van trabajando los distintos órganos del cuerpo, cómo fluye la sangre por los capilares, venas y arterias? Cuando en nuestro organismo reina la armonía funcionando con absoluta normalidad, cada uno puede hacer lo que hace cotidianamente, y cada cual a sus quehaceres. Lo mismo nos pasa con el Espíritu Santo, su presencia puede pasar desapercibida, más su ausencia genera un caos sin precedentes. Es como si todos los órganos del cuerpo humano se colapsaran generando un fallo multiorgánico que nos arrastrase a la muerte: «Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento».
            Un matrimonio puede pensar que ellos están casados fruto de una opción de amor madura y responsable que sellaron ante el Altar. Y es verdad y muy cierto. Pero ¿quien les da la capacidad de poderse perdonar diariamente? ¿De dónde procede esos momentos agradables que viven en el marco de su hogar? ¿De dónde mana esa fuerza para poder afrontar las desgracias y disgustos? Y esa capacidad de discernimiento que tienen los esposos en virtud de su ‘gracia de estado’ para poder educar a sus hijos y amarse entre ellos ¿de donde sale? ¿O es que acaso el matrimonio y los hijos se llevan bien y reina el entendimiento amoroso fruto del esfuerzo humano y del ejercicio de voluntad? ¿Somos tan ingenuos de llegar a creer que los hogares y los matrimonios, las comunidades religiosas y la vida presbiteral fluyen con normalidad únicamente como fruto del ejercicio de la voluntad y del esfuerzo humano? No olvidemos que si el Espíritu Santo desapareciera de nuestra vida, saldría de cada uno de los presentes todo lo peor que llevamos dentro. Si un simple dolor de muelas nos puede generar una mala contestación a un hermano, ¡cuanto más si el Espíritu Santo es expulsado de nuestra vida!
            Dice San Pablo a los Corintios: «Nadie puede decir, Jesús es Señor, sino por el Espíritu Santo». Aceptar a Jesucristo como el Señor es tanto como asumir que nosotros no somos dueños y señores de nuestra vida, sino que Cristo es mi soberano absoluto. Y que yo me fío de su gobierno en mi vida. Que yo acepto que Él me gobierne porque Él es el Señor y yo su humilde servidor. Y mi grandeza recae en ser servidor de tan gran soberano y Señor. El nombre de ‘Jesús’ quiere decir en hebreo ‘Dios salva’. Cuando decimos que ‘Jesús es el Señor’ expresamos nuestro respeto y confianza en Él, ya que de Él esperamos nuestro socorro y curación. De tal modo que el señorío de Jesús sobre el mundo, sobre la historia y sobre mi vida, sobre tu vida, nos libra de estar sometidos a este mundo caduco y perverso. Su señorío en nuestra vida es nuestra garantía de ser salvados y no estar apresados por las redes del Demonio.
            De tal modo que cuando Cristo reina en la vida de cada uno y le dejamos gobernar con todos los poderes, es entonces cuando se cumple la Escritura: «Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».  Cuando Cristo es Todo en todos, y su soberanía nos gobierna a cada uno en particular por medio de su Espíritu Santo, seremos sus testigos porque así es como el mundo creerá.
            Hace unos días una amiga que se graduaba me comentaba consternada un hecho: Para organizar la fiesta de graduación habían alquilado un local apropiado para el evento. Todos los alumnos implicados, de varias carreras afines, habían aportado dinero para reservar el local acondicionado. Al final, como sobraba dinero se propuso donar el dinero sobrante para obras de caridad. La mayoría se opuso ya que prefirieron reembolsarse ese dinero, unos catorce euros por persona, para poder así pagarse ‘la barrilada’, y beber todo lo que quisieran en una ‘barra libre’ en el local que ellos eligiesen. Pocos dejaron ese dinero a esa obra de caridad. Como se pueden dar cuenta, cuando a Cristo se le expulsa de las vidas, el Demonio empieza a campar por sus anchas.
            Nosotros somos de Cristo y suplicamos al Espíritu Santo: «Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno».


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