DOMINGO
SEXTO DEL TIEMPO PASCUAL, ciclo C 1 DE MAYO 2016 Hch 15,1-2.22-29; Ap
21,10-14.16-17.20; Jn 14, 23-29
Estos últimos años que he
tenido que ir a Madrid y coger el metro o el tren de cercanías para desplazarme
por la capital me ha sobrecogido el profundo individualismo que veía. Uno
sentado con los cascos puestos a todo volumen. Otra leyendo un libro, el otro
con un e-book. La mayoría enfrascados en los mensajes de texto de sus teléfonos
móviles, y alguna pareja manifestando su ausencia de pudor. Bajaban y subían
del medio de trasporte formando parte de su rutina diaria. Me acuerdo que un
día estaba el tren de cercanías en su máxima ocupación y subió una mujer en
avanzada gestación. Nadie se dignó a dejar su asiento a esta mujer. Sé que lo
estaba pasando mal porque el que estaba a su lado de pie era precisamente yo. Cada
cual sólo mira para sí. Sentí un escalofrío por la espalda porque aunque sabía
que había mucha gente en torno a mí, me sentía profundamente solo. Menos mal que
mi padre me acompañaba y con frecuencia, nos poníamos a charlar.
De
vez en cuando cerraba los ojos para poder ver en verdad. Me venían imágenes de
mis carmelitas descalzas rezando y celebrando la Eucaristía , todas como
si fueran una piña, unidas, formando una sola comunidad en Cristo. Recordaba
momentos preparando y celebrando la
Palabra con mi Comunidad del Camino Neocatecumenal; me
acordaba del sagrario de mi parroquia y de los momentos preciosos de adoración
ante el Santísimo Sacramento, etc., Resulta curioso porque en esos momentos de
bullicio en el tren de cercanías, yo teniendo los ojos cerrados era cuando
mejor podía ver: comprendí que mi hogar no está aquí o allí, sino que está
donde está Cristo. Y resonaba dentro de mi la Palabra : «Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo
que tú estas en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de
este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado».
Allá donde estuviera,
lejos o cerca de mi casa, mi corazón se encuentra allá donde ha encontrado el
sentido de mi vivir: Jesucristo. ¡Cuántas familias, cuantos matrimonios e
hijos, están residiendo en una casa que se asemeja más a una gran sala
frigorífica por no tener al Señor con ellos!. Donde la ausencia del calor que
proporciona Cristo no genera mas que odios, rencores, malos entendidos,
multitud de formas de manifestarse el egoísmo, broncas y multitud de
situaciones de tensión. Cierto es que tener a Cristo con nosotros no nos
garantiza que los malos humos y el mal genio no salga a la luz; sin embargo el
incendio de nuestros encendidos enfados se encuentran con el cortafuegos que
impide que se propague más de la cuenta y que el rencor no tome las riendas de
la convivencia.
Además, Jesucristo nos lo
recuerda: «El que no ama no guarda mis
palabras». Por lo tanto, el que sí ama es porque guarda sus palabras, y por
tanto su presencia nos alienta.
El Señor, de vez en
cuando, nos recuerda que muchos de nuestros comportamientos y modos de proceder
no son conforme al Evangelio de Cristo y que nuestra conversión ha de ser una
constante. Cuando uno no se convierte o está en punto muerto en esa conversión
genera daño a los hermanos, porque no está respondiendo con generosidad a la
hora de amar. A modo de ejemplo: Es que resulta que cómo ese hermano me
dijo una cosa que me molestó, no he dejado de saludarle, pero ya no es con
fluidez de trato como era antes; le quedo como apartado. Es que resulta que un
hermano me ha pedido perdón por una cosa en concreto y yo, o bien he hecho como
si no lo he oído o como que me da igual que me lo pida porque yo ya he decidido
en mi corazón no quererle como Cristo me pide. Es que resulta que es ver a esa
persona en concreto y empezar a salir de mi muchos juicios contra ella, porque
como ‘no le trago’ cualquier cosa que diga o haga –aunque si lo hiciera otro lo
vería bien- es una oportunidad para ‘ponerle verde’ en mi corazón y ante los
demás sin hacerme problema de ningún tipo. Es que resulta que a ese hermano le
tengo mucha envidia porque tiene una novia mientras que yo no. Y como no lo
soporto y no quiero reconocer mi pecado –para no tenerme que convertir-, pues
ya no cuento con esa persona para salir, tomar un café o ‘echarnos unas risas’.
Es Cristo el que hace que
no nos sintamos entre nosotros ni extraños, ni extranjeros, ni intrusos, ni
ajenos los unos de los otros. Como si estuviéramos en medio de un escampado, en
medio de una gélida noche de invierno, todos en torno a un viejo gran bidón de
aceite ardiendo gracias a la leña allí
apilada. Muchos de los que allí se juntasen ni se conocen, pero comparten el
mismo calor. Mas si ese calor calienta las almas uno es capaz de reconocer la
presencia del Resucitado y empiezas a descubrir en el otro al hermano.
En
las Primeras Comunidades Cristianas también se dieron problemas, y algunos de
ellos serios. Y para muestra un botón: la primera lectura de hoy tomada de los
Hechos de los Apóstoles. Nos cuenta que «unos
que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se
circuncidaban conforme al uso de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un
altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé». Y el Espíritu de
Dios se manifestó en esta situación creada por los hombres. En primer lugar
para afianzar los lazos de comunión entre la comunidad con los Apóstoles, y
para fortalecer los lazos entre los propios hermanos entre sí. Estando Dios en
medio es posible sacar un bien elevado de una situación muy delicada. Además,
esto sirvió para construir la
Comunidad.
El
Señor nos ha dicho: «La paz os dejo, mi
paz os doy». Cuando uno adquiere más trato de amistad con Él empieza a
saber de qué tipo de paz se trata. Cuando se está con Cristo todo queda
totalmente relativizado; obtienes una claridad absoluta y sobrenatural tanto de
la vida propia como de los acontecimientos que te han sucedido y están
sucediéndote; te escuecen sobremanera tu propio pecado, pero el corazón rebosa
de gozo, porque está donde realmente desea estar: En Dios.
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