martes, 8 de diciembre de 2015

Homilía de la Inmaculada Concepción de María, ciclo c

HOMILÍA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA
8 de diciembre de 2015
           
            Dios sabe de tu historia. Conoce de primera mano tu desobediencia -la tuya y la mía-. Tiene experiencia de nuestras cabezonerías y de las veces que 'las hemos liado pardas'. Somos como esos niños que van con la ropa de domingo, con la camisa bien planchada, los zapatos brillantes y con los pantalones de vestir recién estrenados y la madre les dice: «¡No os ensuciéis que vais con la ropa de los domingos, tened cuidado!»-. Y los niños, ni caso, ellos a buscar los charcos de la calle para divertirse saltando sobre ellos divirtiéndose como enanos que son. Nosotros somos un calco de esos niños.
            Dios te dice -y me dice: «Pedro, Susana, Francisco, Andrés, Fátima... ¿dónde estás que no te veo?». Y al no responderle, al poco tiempo vuelve el Señor a pasar por nuestra vida y nos sigue preguntando: : «Pedro, Susana, Francisco, Andrés, Fátima... ¿qué haces, que pretendes, cómo estás?». A lo que nosotros escondidos le decimos: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». Es decir, que cada cual conoce cuál es su pecado, pero como uno no quiere romper con él o porque no desea empezar un proceso de sufrida purificación con la conversión, sabe que está a mal con Dios y pues uno intenta 'aguantar el chaparrón' como mejor pueda y seguir cada cual como considere oportuno, ahora bien, sin cambiar nada. Nos ocultamos para no cambiar las cosas de nuestras vidas; nos ocultamos tras los arbustos para seguir conviviendo con nuestros ídolos, sin plantearnos si estamos respondiendo o no a la voluntad que Dios tiene para con cada uno de nosotros. Nos falta la humildad y valentía suficiente para ponernos de pié y acudir al Señor para que nos corrija y así seamos sanados por su misericordia.
            El problema está cuando el hombre se quiere apoderar tanto de lo creado como de lo que está viviendo cotidianamente como si fuera un ser divino, prescindiendo del Dios creador. A modo de ejemplo voy a aplicarlo en las amenazas a la comunión conyugal: Entre las varias amenazas que acechan y ponen en riesgo día a día el amor conyugal es el orgullo personal, el amor propio que lleva al juicio, al rencor, nos aleja del perdón. Si no se supera, gracias a la conversión de cada día sostenida por la Palabra, por la Eucaristía, por el Sacramento de la Reconciliación en comunidad, ese orgullo herido lleva a encerrarse uno en sí mismo y se crea una barrea infranqueable entre los cónyuges. Y estoy es aplicable en la vida de comunidad, en las relaciones personales. El amor cristiano puede crecer y conservarse sólo en determinadas condiciones. La primera y la más importante es la humildad: ella es verdaderamente la hermana melliza del amor.
            ¿Quién puede poseer y usar del otro? Aquel que se considera superior al otro por estar dominado por su orgullo. Mientras el verdadero amor, es don de sí al otro. Recordemos que sin la humildad el amor muere. Además uno se puede preguntar ¿Por qué tengo que ceder yo siempre si la otra persona nunca cede? Es que resulta que con Cristo el hecho de ceder no es perder. Ceder no es perder, sino ganar; ganar al verdadero enemigo del amor que es nuestro orgullo. Estamos llamados a ganar a nuestro orgullo a base de dosis de amor. Muchos matrimonios han fracasado por falta de humildad. De haber ejercitado la humildad hubiera impedido que los muros de la incomprensión y del resentimiento se convirtieran en verdaderas barreras ya imposibles de abatir.
            Otra de las condiciones que nos pone la Palabra de hoy es que 'seamos santos e irreprochables ante él por el amor'. Para que el amor cristiano crezca es preciso la misericordia, la capacidad de perdón. Además el Señor usará del perdón para con nosotros en la medida en que nosotros lo usemos con los demás. ¿Cómo se puede decir que se ama a una persona si no se es capaz de perdonarla? En efecto cuando se trata de personas ya sea antes o después uno se equivoca, ama equivocadamente, y ama equivocadamente porque no ama al otro sino que se ama uno a sí mismo. Y entonces ¿qué hacer con la persona que se ha equivocado amando?¿qué hacemos con el que ha hecho algo que 'me ha sacado de mis casillas'? Ante esta respuesta el amor no tiene dudas: perdonar y olvidar. ¡Cuántos matrimonios han sido destruidos por la falta de perdón! Un perdón rechazado por la otra persona hasta cuando había sido pedido humildemente.

             Bien sabemos por experiencia que si Dios no hubiera estado con nosotros hubiéramos perecido en el intento. Estamos llamados a la santidad, a ser santos llevando a cabo la vocación personal a la que Dios nos ha convocado. Y como hizo la Santísima Virgen María también nosotros le preguntamos al Señor que qué tenemos que hacer para estar plenamente disponibles y receptivos ante lo que Él nos plantee. Si actuamos así, el Señor se nos mostrará lleno de poder y de gloria en nuestro ser. 

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