sábado, 29 de noviembre de 2014

Homilía del Primer Domingo de Adviento, ciclo b

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO, ciclo b
                LECTURA DEL LIBRO DE ISAÍAS 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7
                SALMO 79
                LECTURA DE LA PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS 1,3-9
                LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS 13, 33-37

            Yo no quiero que mi vida sea una simple sucesión de primaveras, veranos, otoños e inviernos. Ni tampoco el ir sumando velas en tartas de cumpleaños. Ni tampoco una suma de experiencias más o menos agradables de las que uno ha de hacer un ejercicio serio de memoria para recordar si merecieron la pena o fueron una pérdida de tiempo. Como si fuera un exiliado que debe de abandonar rápidamente su hogar porque la lluvia de bombas es más que inminente, yo guardo en mi maleta únicamente aquellas cosas que de perderlas vagaría sin sentido por la ciudad.

            Una de esas cosas guardadas son aquellos momentos de afecto, de cariño y de ternura, de comprensión y de sentirme amado. Uno abre los ojos, gira el cuello, observa lo que a uno le rodea y se reconoce muy poca cosa, casi insignificante. Como una pulga ante las pezuñas de un elefante se siente muy poca cosa y nada merecedor del amor porque el propio pecado está bien presente ante los ojos. Pero como una madre que se acerca ante su hijo acostado y dormido y cubriéndole con mantas lo protege del frío de la noche, así actúa el Señor con cada uno. ¿Acaso el pequeño se ha dado cuenta en ese instante del calor de la manta?, sin embargo ese calor aportado mitiga el frío de la helada y así puede descansar.

            Otra de las cosas que guardaría en esa maleta sería algo que me recordase que fui esclavo de mi pecado. Pueden ser múltiples cosas y cada cual conoce las suyas: la botella de licor, el apego al dinero, algún afecto desordenado, el consumo de alguna sustancia, el odio hacia una persona, la envidia por desear lo que el otro ya consiguió, etc. Y llevaría ese recuerdo en mi maleta para recordar que he sido rescatado de la fosa de los leones, que «Él libró mi vida de la muerte, mis ojos de las lágrimas y mis pies de la caída» (Salmo 116,8). O tal como reza otro salmo: «Él rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura» (Salmo 116,8). Y es más, la primera de las lecturas de hoy, del profeta Isaías ya nos lo está diciendo con toda claridad: «Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es "Nuestro redentor"». El Señor me ha liberado de la servidumbre del pecado y me ha nombrado miembro de su pueblo, del pueblo de la Nueva Alianza. Dios no me ha arrancado de la esclavitud del pecado porque yo sea el mejor, el más guapo o el más listo. Todos sabemos que tenemos 'horas bajas' donde el desánimo se acentúa y el desencanto puede hacer acto de presencia, llegando a pensar que Dios se ha olvidado de nosotros tal y como grita angustiado el salmista: «En mi angustia busco al Señor; de noche levanto mis manos sin descanso, pero no encuentro consuelo» (Salmo 77,3). Pero incluso 'en esas horas bajas' nuestra esperanza ha de rebrotar, como las ascuas aparentemente apagadas de una hoguera, para volver a arder con pasión ya que «en la vida y en la muerte, somos del Señor» (Rom 14,8). Si el Señor se ha tomado tantas molestias con cada uno, Él continuará tomándoselas, porque, tal y como escribe San Pablo a los Corintios «Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y él es fiel!». E incluso podemos dar un paso más: agradecerle todos los dones que Dios nos ha dispensado y de lo desdichados que hubiésemos sido si Él no nos hubiese rescatado.

            Otra de las cosas que guardaría en esa particular maleta sería un puñado de tierra. De la misma tierra que me ha visto crecer, caer y levantarme. Todo lo que tengo, lo que he tenido y tendré es don, es regalo de Dios. Sin embargo, confundidos por los engaños de Satanás, creemos que nosotros mismos nos ponemos las normas y que obedecer a Dios es tanto como aceptar ser tratado con un niño. La tierra está ideada para poder ser cultivada y obtener el buen fruto. Cristo lo que te dice es que quiere reconducir todas las cosas a Dios. Una vez escuché a un técnico de antenas de televisión que si la antena parabólica está mal orientada hacia los satélites era tanto como no tener antena. Nuestra vida sin Cristo no es vida. La llamada del Evangelio a que nos encontramos en vela es una clara invitación a que permitamos que Cristo entre hasta en aquellos lugares que le hemos ocultado su misma existencia.

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