viernes, 26 de septiembre de 2014

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, ciclo a


DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a
                        Ezequiel 18,25-28 ; Salmo 24; Filipenses 2,1-11; Mateo 21, 28-32
 
Hay gente –que movidas por criterios mundanos- se atreven a dar el siguiente consejo: «Es que uno tiene que probar de todo en la vida» y siguen diciendo «es que sino ¿cómo sabrás lo que quieres hacer?». Yo lo único que sé es que si te invitan a un banquete y te zampas todos los entremeses y te atiborras a alcohol y refrescos, cuando llega lo bueno –la merluza, el lechazo, las chuletillas de cordero, el solomillo de cerdo y el sabroso pastel- ya no te entra ni el aire de lo hinchado que estás. Antes te has atiborrado en las menudencias pues ahora no puedes disfrutar de las cosas que son realmente exquisitas.

            En la Vida Cristiana sucede tres cuartos de lo mismo. El Demonio ya se procura de que nos atiborremos de pequeñas cosas para que nuestro apetito se mal eduque, se pervierta llegándonos a incapacitar para poder saborear las cosas buenas y santas que Dios nos ofrece.

            Protestamos contra Dios y comentamos –tal y como lo dice el profeta Ezequiel- que «no es justo el proceder del Señor». Es que resulta que ese chico o esa chica de la universidad o del trabajo ‘está cañón’ y quisiera algo con él,  aunque yo sé que ‘eso no me va a llevar a ningún bien puerto’ y que, tanto a corto como a largo plazo, me va a hacer sufrir. Es que resulta que ahora que estoy de fiesta me voy a divertir bebiendo y así disfruto al máximo de la noche y así me desinhibo haciendo cosas que, en condiciones normales, no me atrevería. Es que resulta que, estando pagando una hipoteca de la casa, me pido un préstamo al banco para irme de crucero o de vacaciones al otro lado del planeta aunque luego no tenga dinero durante el resto del año para otras cosas más necesarias. Es que resulta que estoy de juerga y ‘he hecho novillos’ no asistiendo a las clases y un compañero de la clase –con el fin de ayudar- me comenta los deberes mandados por el profesor y le salto de malas formas por ‘romperme el rollo’ de estar olvidándome de todas mis obligaciones. Porque yo solo me centro en lo que me apetece ahora y no en las consecuencias.  Por eso el profeta Ezequiel pone ‘el dedo en la yaga’ manifestándonos una verdad que nosotros, muy a menudo, no queremos ni oír: «Escucha, casa de Israel: ¿es injusto mi proceder?, ¿o no es vuestro proceder el que es injusto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete maldad y muere, muere por la maldad que cometió». Ahora bien, que cada cual se aplique el cuento.

La voluntad no aparece como de la nada, tal y como sucede con el cardo borriquero y las zarzas que se multiplican por doquier cuando no se cuida una tierra. La voluntad hay que forjarla; hay que trabajarla, y no con pesas de gimnasio sino de rodillas ante el Sagrario, con la Palabra de Dios iluminándonos, con el sacramento del Perdón para sanarnos, con la Eucaristía para alimentarnos y con una comunidad de hermanos donde caminar juntos. Y esto se hace en una Comunidad Cristiana y una Comunidad Cristiana no es un colectivo de personas que acuden, con mayor o menor frecuencia, al culto. Una Comunidad Cristiana es esos seguidores de Jesucristo que «se mantienen unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir» y esto no aparece por generación espontánea: Es Dios quien nos lo regala y nosotros que aceptamos ese don.

Dice San Pablo «tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús». San Pablo nos plantea una hoja de ruta para tener esos mismos sentimientos de Cristo: «Manteneos unánimes y concordes en un mismo amor; no obréis por rivalidad ni por ostentación; dejaos guiar por la humildad; nos os encerréis a vuestros propios intereses, sino buscad todos el interés de los demás». Ese «tened entre vosotros» implica una convivencia en el marco de una Comunidad que camina juntos tras los pasos de Cristo. Implica un tiempo que yo dedico a esos hermanos en concreto porque es ahí, en esa comunidad, donde se me concreta el rostro de la Iglesia y descubro la presencia de Cristo.

Cuando uno va a apagar un gran incendio no va con un pequeño cubo de agua y se vuelve a otras labores como si ese incendio se hubiera sofocado. Cuando uno afronta un incendio dedica todo el tiempo y los recursos precisos para poderlo sofocar y así garantizar que no vuelva a revivir. Lo mismo en la vida cristiana: cuando un cristiano quiere encontrarse con Cristo no puede acudir a una Misa –y si acude-, pensando que la sed de Dios ha quedado saciada por una temporada, ya que lo único que se ha hecho ha sido, tal vez, ‘calmar la conciencia’ y ‘cumplir con una norma’. ¿Acaso una esposa se tiene que conformar con un simple beso de su esposo? ¿Dónde queda el trato cariñoso, el diálogo y la escucha, el compartir vivencias, el poner a Cristo en el medio de ese hogar y la auténtica experiencia de donación total hacia el otro cónyuge? Si no hay una vivencia conyugal y familiar estaremos casados y con hijos pero nos estaremos perdiendo lo más bello que encierra esa misma vocación cristiana. Con las cosas de Dios no se puede funcionar igual que con las aspirinas o los calmantes, que si te duele algo te tomas esa botica y ‘te vas arreglando’. Para saborear las cosas divinas nos tenemos que empapar sumergiéndonos de lleno en la cosas de Dios desempeñando nuestros quehaceres diarios. Mucho nos están pudiendo los hábitos y costumbres del pasado –que pudieron dar respuesta a las inquietudes de aquel entonces- pero que ahora está totalmente desfasado porque el Espíritu del Señor va soplando hacia otras direcciones diferentes a las del pasado.

Hay gente que dice que las cosas están mal sino se busca el consenso en todo y en nombre del consenso ‘nos meten goles por toda la escuadra’. En las cosas que son opinables, mejorables, en las cosas que afecten al mundo de la política el consenso es necesario. Ahora bien, lo que afecte a la dignidad de las personas, en el campo de la moral o de la ética, en el campo del derecho a la vida no cabe el consenso. Las cosas son buenas o malas, conducen a una cultura de la vida o a una cultura de la muerte independientemente del consenso. Un consenso no puede determinar que una cosa es buena o mala; un consenso no puede declarar un derecho que no existe. Y ampararse en el consenso –no dando la cara por lo que es justo y digno- no deja de ser una dejación de las funciones y una clara irresponsabilidad que caracteriza a los malos gobernantes y pésimos dirigentes. Cuando el hombre se olvida de Dios comete auténticas salvajadas. De hecho la primera de las lecturas ya nos lo manifiesta con toda la claridad ya que afirma que el desorden moral lleva al hombre a la ruina. No estemos unidos aparentemente al Evangelio, sino que sea éste, la Palabra de Dios una opción radical en nuestra vida, aunque esto suponga que se nos trate como ‘bichos raros’ en medio de esta generación tan mundana.

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