jueves, 11 de septiembre de 2014

Homilía del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, ciclo a, LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ


DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a

LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

LECTURA DEL LIBRO DE LOS NÚMEROS 21,4b-9

SALMO 77

LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS FILIPENSES 2,6-11

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN 3, 13-17

            Toda persona en su corazón guarda un misterio. A lo largo de la historia, cuando los hombres y mujeres han prestado atención a lo mejor de sí mismos, han escuchado sus voces más íntimas y han percibido que ellas eran el eco de una voz anterior. Sí, de aquella primera voz que fue pronunciada por el Todopoderoso que se sigue expandiendo a lo alto y ancho de todos los rincones de toda la creación. Y cuando la persona goza, aún sea un instante, de esa misteriosa voz le surge la necesidad de experimentar y hacer suyo un más allá de sí mismo que busca alcanzar la felicidad que es indescriptible con las palabras y categorías humanas.  Ante esta abismal desproporción entre lo que se ansía atisbar y entre la realidad contingente y finita en la que nos desenvolvemos, hay personas que intentan simbolizar en el lenguaje y en el arte el susurro procedente de aquel tenue eco.  

            Esta tendencia del hombre que brota de ese eco originario divino no es un mero instinto que se trasforma en deseos. Es la respuesta del corazón abrasado en el amor de Aquel, que por nuestra salvación, murió. Es precisamente de ahí mismo, de ese estar ardiendo en Cristo crucificado, donde surge el milagro de la libertad, de la dignidad de la persona, del sentido de la vida y del gozo de dominarse a sí mismo para vivir en plenitud. Consiste en aceptar la existencia que Dios mismo me da al permanecer a mi lado. Del mismo modo que el fuego es posible porque en la atmósfera hay oxígeno y sin él no se podría dar, así es Dios para nosotros esa condición indispensable para nuestra propia existencia. Aquel que capte la gracia de sentirse acompañado por Dios descubre algo tan extraordinario que ninguna experiencia de revolución mundial, técnica, científica -ya sea del pasado, presente o del futuro- sería imposible de poder capturar la desbordante repercusión en ese ser.

            Nos narra la primera de las lecturas que «Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado». El pueblo judío sentía esa gracia extraordinaria de sentirse acompañados y sostenidos por Dios. Era una presencia sanadora de Dios, una sanación corporal que, la Sagrada Escritura, nos va remitiendo a la sanación espiritual. Sentían como de ese estandarte salía una fuerza extraordinaria porque ahí estaba una huella muy bien marcada del paso de Dios. Lo sentían porque sus cuerpos se robustecían, las fuerzas hacían acto de presencia en los músculos y la mente se despejaba para pensar lúcidamente. De algún modo misterioso Dios ya iba dando pistas al pueblo de Israel acerca de una presencia que se manifestaría en el futuro y tal misericordiosa como sanadora en el sacramento de la Reconciliación.

            Ese mismo pueblo que estaba extenuado del camino, que estaba impaciente y que empezó a murmurar contra el Señor y contra Moisés obtuvieron una gracia divina: poder constatar, dar fe pública y testimoniar cómo -incluso cuando los nubarrones del pecado encapotaban sus cielos- pudieron obtener la firme seguridad de sentirse escuchados y protegidos por Dios. Cuando el pecado y su dinámica destructiva hacía acto de presencia, cuando todas las seguridades humanas quedaban reducidas a polvo y ceniza, cuando el pesimismo y el desánimo habían ya alcanzado cotas muy considerables, cuando el hombre tiene la profunda angustia de saber que es finito, poca cosa y abocado a desaparecer, es entonces cuando aparece en lo más profundo de su ser la idea de lo infinito. Una idea que no puede venirle ni de sí mismo ni del mundo. Una idea que sólo el infinito ha podido poner en él. Aquellas voces íntimas que resuenan dentro de nuestro ser y que son ecos de aquella primera voz originaria divina se atenúa y acentúa cuando el hombre se reconoce criatura y adora al Creador.

            Es más, la penuria, el hambre, el calor que les asaba, la sed que les asediaba, la ansiedad que les torturaba no eran más que manifestaciones de la poca cosa que eran. Ellos palpaban y se angustiaban reconociendo su imposibilidad para poder subsistir. A tal punto habían llegado que estaban abocados irremediablemente a la extinción, a desaparecer, a morir. Era totalmente imposible poder retomar con sus propias fuerzas ni el camino ni las ganas de seguir luchando. Como baterías totalmente desgastadas ya no encendían ni una minúscula bombilla de una linterna. Es entonces cuando Dios irrumpe en la historia dejándose sentir en esa relación con el pueblo que les proporciona el equilibrio y las fuerzas que ellos, por sus propios medios, eran incapaces de poder haber alcanzado. De tal modo que todo lo que haga el hombre será, gracias y en virtud, de lo recibido de lo alto.

            El Salmo Responsorial nos ofrece otra de las claves importantes: «Escucha, pueblo mío, mi enseñanza, inclinad el oído a las palabras de mi boca». Dios siempre ha estado acompañando al pueblo, y de hecho lo sigue haciendo en la actualidad. Y el hombre, que es criatura ha sido creado como oyente de la Palabra, como quien en la respuesta a la Palabra se cimienta, se consolida su propia dignidad. Recordemos que la Palabra Eterna del Padre tiene un nombre: Jesucristo. Y que Jesucristo, que es la Palabra Eterna del Padre, ha entrelazado su vida en un diálogo constante con cada uno de los que hemos sido bautizados, dotándonos de una inteligencia capaz de escuchar al Dios que nos habla. Dice San Pablo a la comunidad de los Filipenses que Cristo «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». De tal manera que el hecho de estar, conocer, enamorarnos, gozar de la presencia de Jesucristo nos abre las puertas a todos los bienes más atractivos y gratificantes: LA VIDA ETERNA.

            La cruz elevada, para que todos la puedan contemplar, es como una potentísima antena emisora de todo el amor de Dios manifestado y traducido a todas y cada una de las categorías existentes y aún no descubiertas por nosotros. Es fuente y origen de la libertad anhelada y trabajada, del amor que aún no han descubierto y que están trabajando esa pareja de novios, o ese matrimonio que lleva unos años caminando de la mano; es el manantial de la gozosa alegría de ese matrimonio espiritual con el amado; principio y fundamento de la dignidad de las personas de cualquier raza o color; es la fuerza de ese amor que es capaz de cimentar toda tregua perpetúa que de fin a toda guerra y extorsión....Cristo Jesús es el Señor.

            Tenemos conciencia de Dios, sabemos que Él existe porque se manifiesta, el problema fundamental que tenemos entre manos es que no nos es fácil ponernos en disposición de percibirla.

1 comentario:

CapillaArgaray dijo...

Estimados amigos, permítanme que les entretenga –desde este mi blog- un poco de tiempo. No hace mucho tiempo, en una conversación informal en con una monja el locutorio de su convento de clausura me comentaba que echaba de menos, -en los cristianos –, el dolor que ocasiona el no corresponder a la gracia de Dios.
Realmente es preocupante hasta niveles alarmantes no experimentar ese dolor en el alma ya que el Demonio, sin darnos nosotros cuenta, nos ha domesticado. No se siente el vacío interior y la angustia que se origina al no responder al amor de Cristo, sin embargo sí quedan bien patentes las consecuencias que genera tal perversa dinámica. Al no sentirse con necesidad de conversión y de ese esfuerzo por estar cada día más cerca del Señor el corazón se repliega sobre sí mismo teniendo como máxima que la palabra propia es la norma de conducta suprema. De tal modo que cualquier cosa que pueda incomodar mi propio egoísmo y mi propia cosmogonía –modo de pensar, sentir o molestar por cualquier minúsculo detalle incómodo- se constituye en sí mismo en argumento más que suficiente para sacar todo el armamento pesado y –sin tener en cuenta la caridad fraterna- humillar al hermano. Incluso, cosas intranscendentes o menudencias, tales como el cambiar de una mesa a una estantería del despacho un transistor, una planta, unas sillas o modificar mínimamente unos papeles sin importancia ni trascendencia… son ya argumentos suficientes para entablar el ataque cuando estos son, ni más ni menos, mas que la expresión externa de la escasez de vida en Cristo que estas personas tienen. O la acepción de personas –que se da por parte de aquellos que deberían gozar de mayor autoridad moral- que se está dando simplemente porque se es esclavo de los afectos dándose soluciones diametralmente opuestas a situaciones semejantes pero con personas diversas.
Cierto es que la Iglesia no es una empresa ni se ha de mover por categorías empresariales ni las del libre mercado. No se trata de conseguir beneficios ni de obtener rentabilidad. Desgraciadamente mucha gente de Iglesia aún no se han enterado de esto que es evidente en si mismo tan pronto como te dejas interpelar por la Palabra.
Nuestra riqueza y nuestro único tesoro es Cristo. Cuando se anda escaso de ese tesoro las manifestaciones del Maligno son una constante que daña la aspiración a la santidad en la vida cristiana de todo el Pueblo Fiel.