DOMINGO XXIII del Tiempo Ordinario, ciclo a (Tercera semana del salterio)
Ez 33,7-9; Sal 94; Rom 13,8-10; Mt 18,15-20
Hagamos un ejercicio de imaginación.
Supongan ustedes que nos encontramos a Jesucristo en la plaza principal de
Cafarnaún escuchado una conversación de sus Apóstoles donde uno de ellos
llegase a decir «'pues mira Pedro, que ese vecino tuyo haga lo que quiera, lo
que considere oportuno, al fin y al cabo 'es
su vida' y 'nadie te ha dado vela en ese entierro'». Que les parece ¿creen
ustedes que Jesucristo estaría de acuerdo con esa manera de pensar o les daría
una palabra de orientación y corrección al respecto? Sin lugar a dudas les
daría una palabra a la luz de la fe.
Jesucristo va mostrando a sus Apóstoles
cómo se han de dejar hacer por el Espíritu Santo. Es más, el
Maestro les va mostrando cómo lo trascendente
va incidiendo en lo cotidiano. Cuando Dios entra en la vida de uno descubre que está obligado a hablar y
ayudar al hermano, aun con el riesgo del rechazo o de recibir de él un improperio
o un tortazo en toda la cara. Lo que sucede es que cuando los cristianos nos
empezamos a mover por las inspiraciones del Espíritu Santo vamos pareciendo
personas extrañas para el mundo, como 'extraterrestres de otro planeta lejano' porque lo que es normal y lógico para las personas del
mundo ya es algo con lo que nosotros ya hemos roto. Recordemos las
sabias palabras de San Pablo en su epístola a los Corintios, cuando nos escribe
«he sido yo quien os ha hecho nacer a la
vida cristiana por medio del Evangelio» (1 Cor 4, 15b).
Sin embargo no olvidemos que cuando
alguien corrige a un hermano lo que entra en juego -entre otras cosas- es la autoridad
moral de aquel que hace la corrección fraterna. El que corrige ha
de esforzarse por trasparentar el rostro de Cristo en su vida. Necesita y de
hecho, con la ayuda divina, se va ejercitando para 'sumergirse de lleno' en una
verdadera conversión personal a los valores y notas que son específicas del seguimiento de Cristo. Una persona que
ostente el poder en la Iglesia y no goce de esa autoridad moral es tanto como
un actor interpretando una obra teatral en la plaza mayor de su pueblo. Y la
gente, que no es tonta, sino muy espabilada, sabe a quién debe de hacer caso.
Donde se da una ausencia de Dios, surge como las setas, la recuperación del paganismo. Además, este paganismo se termina
imponiendo por 'la vía del hecho'. Se sabe que no son valores, somos
conscientes que nos alejan de Jesucristo, que nos dañan seriamente en la vida
cristiana, pero ha adquirido, por desgracia, un reconocimiento social. El
problema no es tanto que el paganismo esté en el mundo; lo realmente
preocupante es que mencionado paganismo campe a sus anchas por las parroquias y
por las Iglesias diocesanas. Lo nuestro
es acompañar personalmente y ayudar a crecer en la fe: ir arraigando la vida de
los creyentes en la persona divina de Cristo. La vida cristiana en las
parroquias se puede llegar a asemejar 'a la gaseosa' que una vez abierta y con
el paso de los días pierde toda la fuerza. Y cuando se pierde la fuerza uno
deja de vivir en tensión hacia la trascendencia. Tiene que estar tensa la
cuerda del arco para poder lanzar lejos la flecha. Se tiene que estar constantemente evangelizando, catequizando,
anunciando el Kerigma de Cristo para que la vida de las parroquias estén en
plena ebullición, efervescentes. Lo nuestro es hacer caso a lo que nos dice el
Salmo Responsorial de hoy: «¡Ojalá escuchéis hoy su voz: "No endurezcáis
vuestro corazón"» (Sal 94, 7-8). Y todos tenemos la experiencia, por
desgracia, de tener alguna vez el corazón endurecido y como consecuencia, lo
que nos cuesta desenvolvernos en la vida cotidiana como cristianos cuando uno
ha perdido esa tensión hacia el que está en lo alto.
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